Margaret Weis - La Torre de Wayreth

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Con este volumen la trilogía Las Crónicas Perdidas, la serie donde se narran los hechos que no se explicaron en las Crónicas de la Dragonlance.
La Guerra de la Lanza casi ha llegado a su fin. El hechicero Raistlin Majere se ha convertido en un Túnica Negra y utiliza el Orbe de los Dragones para viajar a Neraka, la ciudad de la Reina Oscura. Parece que Raistlin quiere ponerse al servicio de la diosa, pero en realidad persigue sus propias ambiciones.
Mientras tanto, Takhisis planea acabar con los dioses de la magia en la Noche del Ojo. El futuro de Krynn está escrito. Todos creen saber cómo termina la historia. Pero una noche y una fatídica decisión de Raistlin Majere pueden cambiarlo todo.

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Bueno, en fin, su servidumbre no duraría demasiado. Con la ayuda de la Reina Oscura, Raistlin se alzaría sobre todos. No volvería a necesitarlos jamás. Sus ambiciosos sueños se verían hechos realidad.

—¿Tus sueños? — gruñó Fistandantilus. Su voz resonaba en los oídos de Raistlin como los latidos de su corazón—. ¡Tus sueños no son más que mis sueños! Dediqué toda una vida, más de una vida, a alcanzar mi objetivo, ¡convertirme en el Maestro del Pasado y el Presente! ¡No me lo va a arrebatar un advenedizo llorón y enfermizo!

Raistlin controló sus pensamientos, pues no quería que lo arrastraran al campo de batalla antes de estar preparado. Se dirigía a su destino, con pasos rápidos y decididos a través de la noche. El Bastón de Mago iluminaba su camino, el globo sujeto en la garra del dragón brillaba con luz tenue e iluminaba las calles que, en aquella parte de la ciudad, estaban desiertas y envueltas en sombras. No se veía ninguna luz en las ventanas, que en su mayor parte estaban rotas. No se oía ninguna risa en los edificios en ruinas. Las calles estaban vacías. Nadie, ni siquiera los osados kenders, se atrevía a aventurarse en las sombras de la Torre de la Alta Hechicería; ni de día ni, especialmente, de noche.

Había habido un tiempo en que la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas había sido la más bella de todas las Torres de la Alta Hechicería. Conocida como Lorespire, estaba consagrada a la búsqueda de la sabiduría y el conocimiento. La torre ayudó a Palanthas en la Tercera Guerra de los Dragones, cuando los hechiceros se unieron a los caballeros para luchar contra la reina Takhisis. Los hechiceros de las tres órdenes se habían aliado para crear los legendarios Orbes de los Dragones, con los que habían atraído a los dragones malignos hacia su trampa. Takhisis fue arrastrada al Abismo y la torre blanca de los hechiceros y la Torre del Sumo Sacerdote de los caballeros se alzaron como orgullosos guardianes de Solamnia.

Entonces comenzó el dominio de los Príncipes de los Sacerdotes, quienes declararon que la hechicería era maligna. Los caballeros apoyaban sin fisuras a los Príncipes de los Sacerdotes y empezaron a mirar a los hechiceros con desconfianza, hasta que acabaron exigiendo que los hechiceros abandonaran la torre. Ya se habían producido ataques contra dos Torres de la Alta Hechicería y los hechiceros las habían destruido, con atroces consecuencias para los habitantes de esas ciudades. Los hechiceros de Palanthas decidieron entregar su torre. El Señor de Palanthas tenía la intención de apoderarse de la torre para sí, tal como el Príncipe de los Sacerdotes había hecho con la Torre de Istar, pero antes de que pudiera meter la llave en la cerradura, un hechicero negro llamado Andras Rannoch lanzó una maldición.

El gentío que se había reunido para disfrutar del espectáculo de los hechiceros abandonando su torre se convirtió en el testigo horrorizado del bramido de Rannoch: «Las puertas permanecerán cerradas y los salones vacíos hasta que llegue el día en que el Señor del Pasado y el Presente regrese con todo su poder.» Tras pronunciar tales palabras, el hechicero se tiró desde lo alto de la torre y quedó clavado en las puntas de los hierros de la reja. Mientras su sangre se derramaba sobre el hierro, lanzó una maldición con su último aliento.

La hermosa torre se convirtió en un objeto del mal, algo tan horrible que los ojos rehuían posarse en ella. Habían transcurrido ya cerca de cuatrocientos años y nadie se había atrevido a acercarse demasiado. Muchos lo habían intentado, pero muy pocos eran los que podían armarse del valor necesario para mirar siquiera el pavoroso Robledal de Shoikan, el bosque que vigilaba la torre. Nadie sabía lo que sucedía en el robledal. Nadie que se hubiera internado en él había vuelto para contarlo.

Raistlin se encontraba en aquella zona de Palanthas porque tenía que hacer magia y era esencial que estuviera completamente solo. Cualquier interrupción, como Bertrem llamando a la puerta, podía ser fatal.

Ante él aparecieron las ruinas sinuosas de la torre, ocultando las estrellas y oscureciendo la luz de las dos lunas, Solinari y Lunitari. Nuitari, la luna oscura, permanecía visible, pero sólo para los ojos de los iniciados en los secretos del dios oscuro. Raistlin no apartaba la mirada de la luna oscura y en ella buscaba el coraje que necesitaba.

Siguió caminando con paso firme, a pesar del terror que le infundía la torre, que era como un torrente de aguas heladas. El miedo empezó a atenazarle sus pies. Se estremeció, se arrebujó en su túnica y prosiguió su camino. El miedo se hizo más intenso. Empezó a sudar. Le temblaban las manos, su respiración era cada vez más trabajosa y temía que no tardara en sobrevenirle un ataque de tos. Se aferró al Bastón de Mago y, aunque la sombra de la torre apagaba cualquier otra luz del mundo, el resplandor del bastón no lo abandonó.

El torrente de pavor que lo asaltaba hacía que apenas encontrara el valor para poner un pie delante del otro. La muerte lo aguardaba. El siguiente paso sería su condena. Pero dio ese paso. Y apretando los dientes, dio otro paso más.

—¡Vuelve! — le ordenó Fistandantilus, y su voz resonó en la cabeza de Raistlin—. Estás loco si piensas que vas a destruirme. Me necesitas.

—¡Me necesitas, Raist! —había exclamado Caramon con voz suplicante—. Yo puedo protegerte.

—¡Silencio! —ordenó Raistlin—. ¡Los dos!

Ante él apareció el Robledal de Shoikan y Raistlin se estremeció y cerró los ojos. No podía seguir, al menos sin correr el riesgo de morir de miedo. Ya estaba lejos de la parte habitada de la ciudad. Aquel sitio serviría. Buscó en derredor un lugar adecuado para conjurar su hechizo. Cerca de allí divisó un edificio abandonado con tres hastiales y ventanales de vidrio emplomado. Según rezaba un letrero que se balanceaba peligrosamente de un gancho, aquel edificio había sido una taberna conocida como El Sombrero del Hechicero, un nombre muy adecuado para una posada en los alrededores de la Alta Hechicería de Palanthas.

El cartel apenas tenía color pero, iluminado por la luz del bastón, Raistlin pudo distinguir el dibujo de un hechicero riéndose mientras bebía cerveza de un sombrero puntiagudo. A Raistlin le recordó al viejo hechicero Fizban, ya senil, que siempre llevaba, y continuamente perdía, un sombrero muy parecido a aquél.

El recuerdo le hizo sentirse incómodo y Raistlin lo borró rápidamente. Se acercó a la puerta y la empujó. La hoja chirrió sobre los goznes oxidados y se abrió lentamente. Raistlin estaba a punto de entrar, pero sintió que alguien lo observaba. Se dijo que eso no era más que una tontería, pues nadie en su sano juicio iba a aquella parte de la ciudad. Sólo para asegurarse, echó un vistazo a la calle. No vio a nadie y ya estaba a punto de entrar en la taberna cuando, por casualidad, levantó la vista hacia el cartel. Los ojos pintados del hechicero estaban clavados en él. Mientras lo miraba, le hizo un guiño.

A Raistlin lo recorrió un escalofrío. De repente pensó que si fracasaba, aquél sería el lugar en el que iba a morir, y nadie sabría jamás lo que le había sucedido. No encontrarían su cuerpo. Moriría y sería olvidado, un pequeño canto arrastrado por las aguas del río del tiempo.

—No seas idiota —se reprendió Raistlin a sí mismo. Se quedó mirando el cartel—. No ha sido más que un efecto de la luz.

Entró rápidamente en la posada abandonada y cerró la puerta tras de sí. Fistandantilus no había dejado de increparlo.

—¡Yo lancé la maldición de Rannoch! Soy yo el Señor del Pasado y el Presente. Tú no eres nadie, no eres nada. Sin mí, no habrías superado la Prueba de la Torre.

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