Par-Salian se apresuró a acercarle una silla y le sirvió una copa de vino. La mujer lo bebió agradecida. Sus ojos negros se posaron en Justarius.
—Muy rápido estás dispuesto a juzgarme, señor —le reprochó con amargura.
—La última vez que nos vimos, señora —repuso él en el mismo tono—, proclamabas con orgullo tu devoción por la reina Takhisis. ¿Debemos creer que no has participado en este crimen?
Ladonna bebió un sorbo de vino.
—Si ser un necio se considera un crimen, me declaro culpable —añadió en voz baja.
Alzó los ojos y envolvió a los dos hombres con una mirada centelleante.
»¡Pero os juro que yo no tuve nada que ver con la corrupción de los huevos de dragón! No supe nada de ese escalofriante hecho hasta hace poco. Y cuando lo descubrí, hice lo posible por remediarlo. Podéis preguntar a Silvara y a Gilthanas. Ahora mismo no estarían vivos de no ser por mi ayuda y la de Nuitari.
Justarius permanecía con gesto adusto. Par-Salian la observaba con gravedad.
Ladonna se puso de pie y alzó la mano hacia el cielo.
—Invoco a Solinari, Dios de la Luna Plateada. Invoco a Lunitari, Diosa de la Luna Roja. Invoco a Nuitari, Dios de la Luna Oscura. Éste es mi juramento. Juro en nombre de la magia que llamamos sagrada que estoy diciendo la verdad. Arrebatadme vuestras bendiciones, vosotros, los dioses, si miento. ¡Que las palabras de la magia desaparezcan de mi mente! Que los ingredientes de mis hechizos se conviertan en polvo. Que mis pergaminos sean devorados por las llamas. Que mi mano se desprenda de mi muñeca.
Esperó un momento y después volvió a sentarse.
—Hace frío aquí —dijo, mirando con dureza a Justarius—. ¿Enciendo un fuego?
Señaló la chimenea, donde las llamas ya se apagaban, y pronunció una palabra mágica. Las llamas lamieron con renovada intensidad la rejilla de hierro. El calor era tan intenso que los tres tuvieron que alejar sus sillas. Ladonna cogió su copa y bebió un sorbo.
—¿Nuitari se ha alejado de Takhisis? —preguntó Par-Salian con sorpresa.
—Lo sedujeron las palabras dulces y las deslumbrantes promesas. Como a mí —explicó Ladonna con amargura—. Las palabras dulces de la reina no eran más que mentiras. Y sus promesas eran falsas.
—¿Qué esperabas? —preguntó Justarius, resoplando—. La reina Oscura ha frustrado tus ambiciones y ha herido tu orgullo. Así que ahora acudes a nosotros arrastrándote. Supongo que estás en peligro. Conoces los secretos de la Reina. ¿Te ha echado los perros? ¿Por eso has venido a Wayreth? ¿Para esconderte en nuestras faldas?
—Yo descubrí sus secretos —repuso Ladonna con suavidad. Permaneció sentada, con la vista clavada en sus manos. Todavía tenía los dedos largos y finos, aunque se veía la piel enrojecida y tirante sobre sus delicados huesos—. Y sí, estoy en peligro. Todos estamos en peligro. Ésa es la razón por la que he vuelto. He arriesgado mi vida para venir a advertiros.
Par-Salian y Justarius se miraron alarmados. Los dos conocían a Ladonna desde hacía muchos años. La habían visto en la grandeza de su poder. La habían visto temblando de rabia. Uno de ellos había conocido la ternura y dulzura de su amor. Ladonna era una luchadora. Había peleado por alcanzar la posición más alta entre los Túnicas Negras, para lo que había tenido que derrotar, y a veces matar, en combates mágicos a aquellos que la retaban. Era un enemigo valiente y muy a tener en cuenta. Ninguno de los dos había sido testigo jamás de una muestra de debilidad en aquella mujer poderosa y tenaz. Ninguno de los dos la había visto tal como la veían en ese momento: consternada..., asustada.
—En Neraka hay un edificio llamado el Palacio Rojo. A veces Ariakas se aloja allí cuando regresa a Neraka. Ese palacio es un santuario consagrado a Takhisis. No se trata de un santuario tan suntuoso como el que hay en su templo. Es algo mucho más secreto y privado, abierto sólo para Ariakas y sus favoritos, como Kitiara y la hechicera Iolanthe, antigua discípula mía y amante de Ariakas.
»Resumiendo: muchos de mis colegas fueron asesinados de forma atroz. Yo tenía miedo de ser la siguiente. Fui al santuario para hablar directamente con la reina Takhisis...
Justarius dijo algo para sí.
»Ya lo sé —convino Ladonna. Le temblaban las manos y derramó el vino—. Ya lo sé. Pero estaba sola, y desesperada.
Par-Salian se inclinó y apoyó su mano sobre la de la mujer. Ella le sonrió con gesto trémulo y le apretó la mano. El hechicero se sorprendió y se quedó sobrecogido al adivinar el brillo de las lágrimas en los ojos de la mujer. Nunca antes la había visto llorar.
—Estaba a punto de entrar en el santuario cuando me di cuenta de que había alguien más. Era la Señora de los Dragones Kitiara, hablando con Ariakas. Me hice invisible con mi magia y escuché su conversación. ¿Habéis oído que la Reina Oscura busca a un hombre llamado Berem? Se lo conoce como el Hombre Eterno o el Hombre de la Joya Verde.
—Todos los ejércitos de los Dragones han recibido la orden de encontrarlo. Hemos intentado descubrir la razón —contestó Par-Salian—. ¿Por qué es tan importante para Takhisis?
—Yo puedo darte la respuesta —dijo Ladonna—. Si Takhisis encuentra a Berem, saldrá victoriosa. Regresará al mundo con todo su poder y su fuerza. Nadie, ni siquiera los dioses, podrá detenerla.
Narró a los dos hombres la trágica historia del Hombre Eterno. Ambos escucharon con aflicción y perplejidad la desgracia de la historia de Jasla y Berem, una historia de muerte y perdón, de esperanza y redención.
Par-Salian y Justarius se sumieron en el silencio, entregados a sus propios pensamientos sobre lo que acababan de oír. Ladonna se recostó en la silla y cerró los ojos. Par-Salian se ofreció a servirle otra copa de vino.
—Gracias, mi querido amigo, pero si bebo una copa más, me voy a quedar dormida aquí mismo. Bueno, ¿qué pensáis?
—Yo creo que tenemos que actuar —fue la respuesta de Par-Salian.
—A mí me gustaría llevar a cabo algunas investigaciones por mi cuenta —contestó Justarius secamente—. La señora Ladonna deberá disculparme, pero he de decir que no confío plenamente en ella.
—Investiga todo lo que quieras —dijo Ladonna—. Llegarás a la conclusión de que lo que he dicho es cierto. Estoy demasiado cansada para mentir. Y ahora, si me perdonáis...
Al levantarse, se tambaleó y tuvo que apoyarse en el reposabrazos de la silla para recuperar el equilibrio.
—Esta noche no puedo viajar. Si me dejaras una manta en la esquina de la celda de cualquier aprendiz...
—No digas tonterías —repuso Par-Salian—. Dormirás en tu habitación, como siempre. Todo está como lo dejaste. No se ha movido ni cambiado nada. Incluso encontrarás la chimenea encendida.
Ladonna agachó su orgullosa cabeza y después alargó una mano hacia Par-Salian.
—Gracias, viejo amigo. Cometí un error. Estoy dispuesta a admitirlo. Por si sirve de algo, puedo decir que lo he pagado con creces.
Justarius se levantó con dificultad, sujetándose a la silla. Siempre que pasaba un rato sentado, la pierna lisiada se le agarrotaba.
—¿Tú también pasarás la noche con nosotros, amigo mío? —preguntó Par-Salian.
Justarius negó con la cabeza.
—Me necesitan de vuelta en Palanthas. Tengo más noticias. Si pudieras esperar un momento, señora, esto también te interesará. El vigesimosexto día de Rannmont se encontró a Raistlin Majere medio muerto en la escalera de la Gran Biblioteca. Dio la casualidad de que uno de mis discípulos pasaba por allí y fue testigo de lo que ocurrió. Mi discípulo no sabía quién era ese hombre, sólo que era un hechicero que vestía la túnica roja de mi orden.
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