Margaret Weis - La Torre de Wayreth

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Con este volumen la trilogía Las Crónicas Perdidas, la serie donde se narran los hechos que no se explicaron en las Crónicas de la Dragonlance.
La Guerra de la Lanza casi ha llegado a su fin. El hechicero Raistlin Majere se ha convertido en un Túnica Negra y utiliza el Orbe de los Dragones para viajar a Neraka, la ciudad de la Reina Oscura. Parece que Raistlin quiere ponerse al servicio de la diosa, pero en realidad persigue sus propias ambiciones.
Mientras tanto, Takhisis planea acabar con los dioses de la magia en la Noche del Ojo. El futuro de Krynn está escrito. Todos creen saber cómo termina la historia. Pero una noche y una fatídica decisión de Raistlin Majere pueden cambiarlo todo.

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Los dos hechiceros alzaron sus copas y bebieron por el éxito del Áureo General y por los dragones bondadosos, como se los conocía popularmente. Justarius dejó la copa de plata en una mesita cercana y se frotó los ojos. Estaba demacrado. Se recostó en la silla con un suspiro.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Par-Salian, preocupado.

—Llevo varias noches sin dormir —explicó Justarius—. Y he recorrido los pasillos de la magia para venir aquí. Esos viajes siempre son agotadores.

—¿El Señor de Palanthas te pidió ayuda para defender la ciudad? —Par-Salian estaba asombrado.

—No, claro que no —contestó Justarius con cierta amargura—. De todos modos, yo estaba preparado para cumplir mi parte. Tengo que proteger mi casa y mi familia, además de mi ciudad, a la que amo.

Volvió a levantar la copa, pero no bebió. Fijó una mirada taciturna en el vino, de un intenso color ciruela.

—Vamos, suéltalo ya —lo instó Par-Salian sombríamente—. Espero que las malas noticias que traes no empañen las buenas.

Justarius lanzó un profundo suspiro.

—En más de una ocasión, tú y yo nos hemos preguntado por qué los dragones bondadosos se negaban a escuchar nuestras súplicas de ayuda. Por qué no entraron en la guerra cuando Takhisis envió a sus Dragones del Mal a quemar ciudades y a masacrar inocentes. Ahora ya sé la respuesta. Y es atroz.

Justarius volvió a sumirse en el silencio. Par-Salian bebió un trago de vino, como si quisiera darse ánimos.

—Una hembra de Dragón Plateado que se llama a sí misma Silvara fue quien hizo el espeluznante descubrimiento —siguió contando Justarius—. Por lo visto, hace varios años, alrededor del 287 DC, Takhisis ordenó a sus dragones malvados que entraran en secreto en los cubiles de los Dragones del Bien mientras dormían el Gran Sueño y que les robaran los huevos.

»Cuando tuvieron a los pequeños en su poder, Takhisis despertó a los dragones bondadosos y les dijo que planeaba lanzar una guerra contra el mundo. Los amenazó: si los dragones bondadosos intervenían, Takhisis destruiría sus huevos. Temerosos por sus crías, los Dragones del Bien hicieron un juramento por el que prometieron que no se enfrentarían a ella.

—Y ahora ese juramento se ha roto —intervino Par-Salian.

—Los dragones bondadosos descubrieron que había sido Takhisis quien había roto el juramento en primer lugar —contestó Justarius—. Los sabios especulan con que el origen de los conocidos como «lagartos», los draconianos...

Par-Salian miraba a su amigo petrificado por el horror.

—No querrás decir que... —Cerró los puños—. ¡Eso es imposible!

—Por desgracia, me temo que no. Silvara y un amigo, un guerrero elfo llamado Gilthanas, descubrieron la espeluznante verdad. Sirviéndose de la magia profana y oscura, pervirtieron los huevos de los dragones de colores metálicos y convirtieron a los dragones en esas criaturas que conocemos como draconianos. Silvara y Gilthanas pueden dar fe. Ellos mismos presenciaron la ceremonia. Casi no logran escapar con vida.

Par-Salian estaba desconsolado.

—Una pérdida terrible. Una pérdida trágica. La belleza, la sabiduría y la nobleza transformadas en esas monstruosidades infames...

Se sumió en el silencio. Los dos hombres sabían qué pregunta venía a continuación. Ambos conocían la respuesta. Ninguno quería pronunciarla en voz alta. No obstante, Par-Salian era el jefe del Cónclave. Su responsabilidad era descubrir la verdad, por muy desagradable que fuera.

—Me he fijado en que has dicho que los huevos se pervirtieron mediante magia profana y magia oscura. ¿Quiere eso decir que un miembro de nuestras órdenes llevó a cabo un acto tan aberrante?

—Eso me temo —respondió Justarius en voz baja—. Los hechizos fueron concebidos por un Túnica Negra llamado Dracart, junto con un sacerdote de Takhisis y un Dragón Rojo. Tienes que hacer algo sin más dilación, Par-Salian. Por eso he venido esta noche con tanta celeridad. Debes disolver el Cónclave, denunciar a los Túnicas Negras, expulsarlos de la torre y prohibirles que ni siquiera se acerquen aquí.

Par-Salian no dijo nada. Abría y cerraba el puño derecho. Miraba fijamente el fuego.

—El mundo ya nos considera sospechosos —continuó Justarius—. Si se descubriera que un hechicero ha sido cómplice en un acto tan atroz, ¡el pueblo se alzaría contra nosotros! Eso podría significar nuestra destrucción.

Par-Salian seguía en silencio.

—Señor —añadió Justarius con un tono de voz más duro—, el dios Nuitari también estuvo implicado. Tuvo que estarlo, necesariamente. Hace años que se puso al lado de su madre, Takhisis, lo que significa que Ladonna, jefa de los Túnicas Negras, también debe estar implicada.

—Eso no lo sabes con seguridad —lo contradijo Par-Salian con gravedad—. No tienes pruebas.

Par-Salian y Ladonna habían sido amantes, en el lejano pasado, en su lejana juventud, en los días en que la pasión se imponía a la razón. Justarius conocía esa historia y tuvo mucho cuidado en no mencionarla, pero Par-Salian sabía en lo que estaba pensando su amigo.

—Ninguno de nosotros ha visto a Ladonna o a sus seguidores desde hace más de un año —continuó Justarius—. Nuestros dioses, Solinari y Lunitari, no han ocultado su enojo y su consternación cuando Nuitari se separó de ellos para servir a su madre. Debemos enfrentarnos a la verdad, señor. Los Tres Primos están enemistados. Nuestra hermandad sagrada de hechiceros, los lazos que nos unen —blanco, negro y rojo— se han roto. Además, no es descabellado pensar que Ladonna y sus Túnicas Negras estén dispuestos a lanzar un ataque contra la torre...

—¡No! —exclamó Par-Salian, dando un puñetazo en el reposabrazos de su silla y derramando su vino.

En más de una ocasión, Par-Salian, con su larga barba blanca y sus ademanes reposados, era tomado por un viejo débil y benévolo. Caían en ese error incluso quienes mejor lo conocían. Pero el jefe del Cónclave no había alcanzado una posición tan alta debido a su falta de ardor, precisamente. La intensidad de ese ardor podía resultar sorprendente.

—¡No voy a disolver el Cónclave! Ni por un instante estoy dispuesto a creer que Ladonna tiene algo que ver con ese crimen. Tampoco culpo a Nuitari...

Justarius frunció el entrecejo.

—Dracart, un Túnica Negra, fue visto en la ceremonia.

—¿Qué quiere decir eso? —Par-Salian miró a su amigo con ferocidad—. Podría tratarse de un renegado...

—Y lo era —dijo una voz.

Justarius se volvió en su asiento. Cuando descubrió quien había hablado, lanzó una mirada acusadora a Par-Salian.

—No sabía que tenías compañía —dijo Justarius con frialdad.

—Ni siquiera yo lo sabía —repuso Par-Salian—. Deberías haberte anunciado, Ladonna. Espiar es de mala educación, sobre todo entre amigos.

—Tenía que asegurarme de que todavía erais mis amigos —contestó ella.

Ladonna era una mujer de mediana edad que no estaba dispuesta a disimular sus años, como había quien hacía, recurriendo a artificios de la naturaleza y de la magia para tener una piel tersa. Lucía su espesa melena gris con el mismo orgullo que una reina viste su corona y lucía esmerados peinados. Sus túnicas negras solían ser del mejor de los terciopelos, suaves y acariciadores, con runas bordadas en hilos de oro y plata.

Pero cuando emergió de las sombras del rincón en el que había estado observando sin ser vista, los dos hombres se quedaron atónitos al ver lo mucho que había cambiado. Ladonna estaba demacrada y pálida, y parecía haber envejecido varios años de golpe. Hebras de su cabello largo y gris se escapaban de las dos trenzas que le caían por la espalda. La elegante túnica negra estaba sucia y harapienta, parecía un trapo andrajoso y gastado. Se la veía agotada, como a punto de desplomarse.

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