Margaret Weis - La Torre de Wayreth

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Con este volumen la trilogía Las Crónicas Perdidas, la serie donde se narran los hechos que no se explicaron en las Crónicas de la Dragonlance.
La Guerra de la Lanza casi ha llegado a su fin. El hechicero Raistlin Majere se ha convertido en un Túnica Negra y utiliza el Orbe de los Dragones para viajar a Neraka, la ciudad de la Reina Oscura. Parece que Raistlin quiere ponerse al servicio de la diosa, pero en realidad persigue sus propias ambiciones.
Mientras tanto, Takhisis planea acabar con los dioses de la magia en la Noche del Ojo. El futuro de Krynn está escrito. Todos creen saber cómo termina la historia. Pero una noche y una fatídica decisión de Raistlin Majere pueden cambiarlo todo.

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El templo estaba rodeado de altas murallas de piedra y era difícil verlo desde donde ellos estaban. Iolanthe condujo a Raistlin a la puerta principal, que estaba abierta de par en par, para que pudiera verlo mejor. El mago contempló el templo y pensó que nunca antes había visto algo tan estremecedor. Por lo visto Takhisis tenía cierto sentido del humor, aunque fuera algo retorcido. Mucho tiempo atrás, en la ciudad de Istar había habido un hermoso templo, deslumbrante y bendito, dedicado a Paladine, Dios de la Luz. El Templo de Takhisis era una réplica de aquel vetusto templo, que descansaba en las profundidades del Mar Sangriento, pero una réplica distorsionada y envilecida. El Templo de Takhisis era un edificio de la oscuridad y proyectaba sobre toda la ciudad una nube de sombras, como la penumbra artificial de un eclipse cuando la luna cubre el sol, con la diferencia de que los eclipses llegan a su fin. La oscuridad del templo era constante.

—Feo como el peor de los pecados, ¿verdad? —comentó Iolanthe, observando el templo con una mueca de desagrado—. La maldad debería ser hermosa. Así haría mucho más daño. ¿No crees? —Sus ojos de color violeta brillaron y le dedicó una sonrisa maliciosa.

Siguieron avanzando por la calle principal, que recorría el perímetro del templo, conocida como la Ronda de la Reina.

—Ahora estamos en lo que llaman la ciudad interior —explicó Iolanthe—. El templo está rodeado por una muralla y Neraka está rodeada por su propia muralla. En el exterior de esa muralla, los cinco ejércitos de los Dragones tienen sus campamentos. En el interior de la muralla, cada ejército de los Dragones cuenta con un barrio.

Raistlin ya sabía todo eso gracias a lo que había estudiado sobre Neraka en la Gran Biblioteca. Debido a la continua desconfianza, a las intrigas y a sus peleas por imponerse sobre los demás que regían las relaciones entre los cinco Señores de los Dragones —algo que el mismo Ariakas fomentaba—, cada uno de los barrios era autosuficiente. Cada uno de ellos contaba con sus herrerías, sus comercios, sus posadas, sus barracones y todo lo necesario. Ninguno de los Grandes Señores quería depender de los demás para nada. Evidentemente, también se alentaba la rivalidad entre los soldados.

—Vamos a salir de la muralla. ¡Maldita sea! —Iolanthe se detuvo. Parecía enfadada—. Lo había olvidado. No tienes un salvoconducto negro.

—¿Un salvoconducto negro? ¿Qué es eso? —preguntó Raistlin.

Iolanthe metió la mano en una de las bolsitas de seda que llevaba en el cinturón y sacó un trozo de papel. La tinta se había borrado un poco, pero todavía podía leerse. En la parte inferior se veía el sello de la Iglesia: un dragón de cinco cabezas en cera negra.

—Se llama «salvoconducto negro» por el sello negro. Todos los ciudadanos necesitamos esta cédula de la Iglesia para vivir y trabajar en la ciudad. Cuando sales de la muralla, no puedes volver a entrar si no la tienes. Y después de lo ocurrido anoche, dudo mucho que el Señor de la Noche te conceda una.

Iolanthe dio vueltas al problema un momento, con el entrecejo fruncido y dando golpecitos con el pie. De pronto, el ceño desapareció de su frente.

—Aja, ya tengo la respuesta. No sé cómo no se me ha ocurrido antes. Ven conmigo.

Volvió a agarrarse de su brazo y tiró de él, encaminándose hacia la muralla y la puerta que daba paso al otro lado.

—¿Tienes fiebre? —le preguntó Iolanthe repentinamente, alzando la mano hacia su frente.

—La temperatura de mi cuerpo es anormalmente alta —repuso Raistlin, esquivando su mano.

Por la reacción de Iolanthe, parecía que le había hecho gracia su gesto. Raistlin se preguntó, molesto, si se divertía haciendo que se sintiera incómodo.

—¿Energía nerviosa? —sugirió.

Una vez más, Raistlin tuvo que cambiar de tema para no hablar de sí mismo.

—Mencionaste que el emperador Ariakas frecuenta la tienda de tu amigo. Había oído que el emperador es un hechicero, algo que me cuesta creer porque también he oído que es un guerrero que viste armadura y blande una espada. Otros dicen que es un clérigo, devoto de Takhisis. ¿Cuál es la verdad?

—Las dos cosas, en cierta manera —contestó Iolanthe con expresión repentinamente sombría—. El emperador va a la batalla cubierto de pies a cabeza por una armadura y lleva una pesada espada que hay que blandir con las dos manos. No es de los que se quedan dirigiéndolo todo desde la retaguardia. No es ningún cobarde. No hay nada que le guste más que el fragor de la batalla. Y mientras corta cabezas con una mano, con la otra lanza mortíferos rayos mágicos.

—Eso es imposible —declaró Raistlin sin más.

Como siempre tenía que estar recordándole a Caramon, que le insistía en que aprendiera a manejar la espada, el arte de la magia exigía un estudio constante y diario. Aquellos que se dedicaban a la magia no tenían tiempo para otros intereses, lo que incluía las habilidades marciales. Además, la armadura no permitía que un mago realizara los complejos movimientos de las manos que tan a menudo eran necesarios en los hechizos. A eso se sumaba que muchos magos, como el mismo Raistlin, creían que la magia era una arma mucho más poderosa que la espada.

—Lord Ariakas es una especie de clérigo —estaba diciendo Iolanthe—. Su magia proviene directamente de la reina Takhisis.

Pasaron por la Puerta Blanca, bajo el control del ejército del Dragón Verde, liderado por el Señor de los Dragones Salah-Kahn. El Ejército Blanco de los Dragones, que comandaba el Señor de los Dragones Feal-Thas antes de morir, había quedado muy mermado tras la desaparición de su líder y la mayoría de sus tropas habían sido reasignadas. Los soldados del Ejército Verde de los Dragones eran originarios de Khur, la tierra de Iolanthe. La hechicera era muy conocida entre ellos y todos la apreciaban, pues ella se tomaba la molestia de cuidar su estima.

Con la capucha bien echada sobre el rostro, para que no se la viera, Raistlin observaba en silencio mientras Iolanthe coqueteaba, reía y cruzaba la puerta entre bromas. Nadie le pidió al desconocido que enseñara su salvoconducto.

—Pero lo querrán ver a la vuelta —dijo Iolanthe—. No te preocupes. Todo va a salir bien.

Al salir de la ciudad interior, uno se sentía como si abandonara la oscuridad y quietud de la noche para adentrarse en la claridad y el alboroto del día. El sol brillaba con fuerza, como si se alegrara de haber escapado de la sombra de la Reina Oscura. En las sucias calles se agolpaban carros, carretas y el gentío más variopinto que pueda imaginarse, pero todos tenían en común que gritaban tan alto como les permitían sus pulmones.

Raistlin estaba intentando cruzar la calle sin que lo atropellarla una carreta y tropezó con un soldado, que lo insultó con rabia mientras sacaba su daga. Iolanthe levantó una mano y unas llamas inquietantes nacieron de sus dedos. El soldado los miró con aversión y siguió su camino. La hechicera arrastró a Raistlin y los dos caminaron con cuidado para no tropezar con las profundas rodadas surcos que dejaban los carros.

Las calles estaban atestadas de soldados de todas las razas: humanos, ogros, goblins, minotauros y draconianos. Estos últimos eran disciplinados y ordenados, sus armas brillaban y sus armaduras relucían. Todo lo contrario podía decirse de los humanos: desaliñados, escandalosos, hoscos y maleducados. Los ogros se mantenían apartados, con expresión concentrada y recelosa. Pasaron dos minotauros con andares orgullosos, las cabezas astadas bien altas, mirando a todos aquellos enclenques con un manifiesto desdén. Los goblins y los hobgoblins, despreciados por todas las razas por igual, se arrastraban por el barro, hundiendo sus peludas cabezas entre los hombros para evitar los golpes.

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