Margaret Weis - La Torre de Wayreth

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Con este volumen la trilogía Las Crónicas Perdidas, la serie donde se narran los hechos que no se explicaron en las Crónicas de la Dragonlance.
La Guerra de la Lanza casi ha llegado a su fin. El hechicero Raistlin Majere se ha convertido en un Túnica Negra y utiliza el Orbe de los Dragones para viajar a Neraka, la ciudad de la Reina Oscura. Parece que Raistlin quiere ponerse al servicio de la diosa, pero en realidad persigue sus propias ambiciones.
Mientras tanto, Takhisis planea acabar con los dioses de la magia en la Noche del Ojo. El futuro de Krynn está escrito. Todos creen saber cómo termina la historia. Pero una noche y una fatídica decisión de Raistlin Majere pueden cambiarlo todo.

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Raistlin se sentó en su silla, aliviado. Su salud iba mejorando, pero todavía se cansaba fácilmente. La camarera acudió presurosa para tomarles nota, aunque tuvo que detenerse más de una vez por el camino para apartar alguna que otra mano atrevida, dar un par de bofetadas o clavar el codo en alguna costilla con un movimiento experto. No parecía enfadada, ni siquiera molesta.

—Me las arreglo bien sola —dijo, como si pudiera leer el pensamiento de Raistlin—. Y los chicos me cuidan.

Hizo un gesto hacia un grupo de hombres corpulentos que permanecían de pie, apoyados en la pared, vigilando atentamente a la clientela. En ese mismo instante, uno ellos abandonó su puesto y se lanzó sobre el gentío para atajar una pelea. Los dos combatientes fueron expulsados al momento.

—Es raro que reine la paz en una taberna donde comen los soldados —comentó Raistlin.

—Talent aprendió pronto que las peleas de borrachos no son buenas para el negocio, sobre todo cuando hay religiosos —dijo Iolanthe—. Esos peregrinos oscuros son capaces de presenciar sin inmutarse el más sangriento de los sacrificios en honor a su reina, pero si un tipo le revienta a otro la nariz durante la cena, se desmayan del susto.

La camarera les llevó la comida, que era, como había escrito el Esteta, sencilla pero sabrosa. Iolanthe dio cuenta con apetito de su pastel de carne con guarnición de patatas y verduras. Raistlin picoteó un poco de pollo guisado. Iolanthe se encargó de terminar lo que dejó en el plato.

—Deberías comer más —le recomendó—. Acumula fuerzas. Esta tarde vas a necesitarlas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Raistlin, alarmado por su tono, que no presagiaba nada bueno.

—La Torre de la Alta Hechicería de Neraka es toda una sorpresa —repuso ella tranquilamente.

Raistlin estaba dispuesto a sonsacarle más información, pero justo en ese momento Talent Orren se unió a ellos. Arrastró una silla de otra mesa, la giró y se sentó a horcajadas, apoyando los brazos en el respaldo.

—¿Qué puedo hacer por ti, mi encantadora bruja? —dijo, dedicando una sonrisa picara a Iolanthe—. Ya sabes que daría mi vida por servirte.

—Sé que darías tu vida por cautivar a todas las damas —contestó Iolanthe, sonriente.

Raistlin hizo el gesto de sacar su monedero, pero Iolanthe lo detuvo sacudiendo la cabeza.

—Mi señor Ariakas tendrá el placer de pagar esta comida. Apunta lo que debemos en la cuenta del emperador, ¿quieres, Talent? Y añade algo para la muchacha y para ti.

—Tus deseos son órdenes —dijo Talent—. ¿Puedo hacer algo más por ti?

—Quiero una habitación en la posada para mi amigo —continuó Iolanthe—. Una habitación pequeña, nada especial. No necesita gran cosa.

—Normalmente estamos completos, pero da la casualidad de que tengo una habitación disponible —respondió Orren—. Quedó libre esta mañana. —Y añadió, sin darle importancia—: El anterior ocupante murió mientras dormía.

Mencionó un precio. Raistlin calculó rápidamente y negó con la cabeza.

—Me temo que no puedo permitírmelo...

Iolanthe lo interrumpió, poniendo su mano sobre la de él.

—Kitiara lo pagará por él. Al fin y al cabo, es su hermano.

Talent dio una palmada en el respaldo de la silla.

—En ese caso, todo está arreglado. Puedes mudarte cuando quieras, Majere. Me temo que notarás un olor muy fuerte a pintura, ya que tuvimos que dar varias capas para tapar las salpicaduras de sangre. Recoge la llave al salir. Número treinta y nueve. En el tercer piso, giras a la derecha y, al llegar al final del pasillo, giras a la izquierda. ¿Algo más?

Iolanthe dijo algo en voz baja. Talent la escuchó atentamente, lanzó una mirada a Raistlin, enarcó una ceja y por fin sonrió.

—Por supuesto. Esperad aquí.

—Eso también puedes ponerlo en la cuenta de Ariakas —le dijo Iolanthe, alzando la voz.

Talent rió mientras volvía hacia la barra.

—No te preocupes —dijo Iolanthe, atajando las protestas de Raistlin—. Yo hablaré con Kit. Se pondrá contentísima cuando sepa que estás en Neraka. Y lo de tu habitación se lo puede permitir sin ningún problema.

—No importa —repuso Raistlin con firmeza—. No voy a deber nada a nadie, ni siquiera a mi hermana. Se lo devolveré en cuanto pueda.

—Qué noble por tu parte —dijo Iolanthe, divertida por sus escrúpulos—. Y ahora, si ya te sientes mejor, podemos visitar la torre y te presentaré a tus estimados colegas.

Iolanthe se disponía a coger su bolsa cuando se acercó la camarera. Iolanthe se levantó y las dos chocaron. A Iolanthe se le cayó la bolsa y todo lo que llevaba se esparció por el suelo. La hechicera regañó a la muchacha de mal humor, mientras la camarera se disculpaba una y otra vez, y recogía las monedas y las fruslerías que se habían caído. Raistlin reconoció algún ingrediente para hechizos.

Cuando Raistlin se levantó, Iolanthe lo tomó de la mano y deslizó en su palma un papel enrollado. Él lo escondió en la amplia manga de su túnica y, disimuladamente, lo metió en una de sus bolsitas. La cera negra del «sello oficial» todavía estaba caliente.

Raistlin le pidió la llave de la habitación treinta y nueve a uno de los camareros, el cual le explicó que, una vez que se hubiera mudado, tenía que devolverla cada vez que salía y recogerla cuando volviera. Iolanthe hizo un gesto de despedida a Talent Orren, que estaba sentado a una mesa con dos peregrinos oscuros, un hombre y una mujer. Talent le besó la mano, para el evidente disgusto de los peregrinos, y después volvió a concentrarse en la conversación.

—Puedo conseguir lo que queréis —estaba diciendo Talent—, pero no será barato.

Los peregrinos oscuros se miraron y la mujer sonrió y asintió. El hombre sacó un pesado monedero.

—¿De qué iba todo eso? —quiso saber Raistlin cuando ya habían salido de la posada.

—No sé, seguramente Talent estaba vendiéndoles algo del mercado negro —dijo Iolanthe, encogiéndose de hombros—. Esos dos son Espirituales, un puesto alto en la jerarquía sacerdotal. Como muchos de los seguidores de su Majestad Oscura, han desarrollado el gusto por las cosas más delicadas de la vida, como los purasangres de Khur, el vino y la seda de Qualinesti y la joyería de los artesanos enanos de Thorbardin. Antes todas esas cosas se vendían en las tiendas, pero con las rutas comerciales cortadas y las deudas acumulándose, esos lujos son cada vez más escasos.

—Es interesante que Talent pueda conseguirlos —apuntó Raistlin.

—Tiene buena mano con la gente —dijo Iolanthe, sonriendo.

Volvió a tomar a Raistlin del brazo, lo que seguía resultándole incómodo. Se había imaginado que volverían hacia el corazón de la ciudad. La Torre de la Alta Hechicería no sería tan grandiosa e imponente como el Templo de la reina Oscura, eso estaba claro. Políticamente era imposible. Pero lo lógico sería que se encontrara cerca del Templo de Takhisis.

Le había sorprendido no encontrar ninguna descripción de la Torre de la Alta Hechicería en los escritos sobre Neraka del Esteta. No obstante, podía deberse a un sinfín de razones. Todas las Torres de la Alta Hechicería estaban protegidas por un bosque. La Torre de Palanthas estaba rodeada por el temido Robledal de Shoikan. La Torre de Wayreth se alzaba en el centro de un bosque encantado. Quizá los árboles que guardaban la Torre de Neraka la volvieran invisible.

Sin embargo, Iolanthe no se dirigía hacia el Templo de la reina Oscura. Había echado a caminar en dirección contraria, por una calle que llevaba a lo que parecía una zona de almacenes. Allí las calles no estaban tan abarrotadas, pues no era una zona que los soldados frecuentaran. Se veían trabajadores de los almacenes, empujando barriles, levantando cajas y descargando sacos de cereales de los omnipresentes carros.

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