Jean Rabe - El Dragón Azul

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Los grandes dragones amenazan con esclavizar Krynn.
Han alterado la tierra por medios mágicos, esculpiendo sus dominios de acuerdo con sus viles inclinaciones, y ahora comienzan a reunir ejércitos de dragones, humanoides y criaturas, fruto de su propia creación. Incluso los antaño orgullosos Caballeros de Takhisis se han unido a sus filas y preparan el ataque contra los ciudadanos de Ansalon. Ésta es la hora más negra para Krynn. Sin embargo, un puñado de humanos no quiere rendirse. Incitados por el famoso hechicero Palin Majere y armados con una antigua Dragonlance, osan desafiar a los dragones en lo que quizá sea su último acto de valentía.

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El caballero hizo ademán de quitarle la capucha, pero Palin se agachó y lo esquivó.

—¡Intruso! —gritó el caballero. Levantó la espada por encima de su cabeza y la dirigió a Palin.

El hechicero dio un salto, pero no fue lo bastante rápido. La espada le cortó en el brazo, y no pudo contener un grito de dolor.

Cuando el caballero volvió a lanzarse sobre él, Palin usó su magia sobre sí mismo y desapareció. El caballero cruzó el espacio vacío donde antes había estado el hechicero, rodó escaleras abajo y yació inmóvil en el suelo.

Palin respiró hondo varias veces y se miró el brazo. La manga de su brazo izquierdo estaba oscura, empapada de sangre. El hechicero se arrancó la otra manga, se hizo un torniquete en la herida y enfiló hacia la única puerta de esa planta. La puerta tenía una ventana pequeña, a través de la cual se veían dos sivaks.

Eran los draconianos más grandes que había creado Takhisis, incubados en huevos de Dragones Plateados y educados para seguir los perversos designios de la Reina Oscura. El cuerpo de uno de los sivaks, cubierto de escamas plateadas, era casi esquelético. Sus brillantes ojos negros estaban hundidos en sus cuencas y su cola de saurio apuntaba al suelo. Con la cabeza inclinada en un gesto de vergüenza, escuchaba la regañina de otro sivak, más grande y robusto, sentado detrás de un escritorio de madera. Palin adivinó que el sivak más corpulento era lord Sivaan, el administrador del siniestro fuerte, y estaba claro que el flacucho era uno de sus esbirros. Palin respiró hondo e irrumpió en la estancia. Lord Sivaan se puso en pie de un salto, arrojando la silla al suelo. Palin alzó el brazo ileso y disparó una flecha de fuego al corpulento pecho del sivak. Cuando se volvió, vio que el flacucho caminaba furtivamente hacia la puerta. Palin permaneció inmóvil un instante, compadeciendo a la patética criatura, y el sivak se volvió para arrojarle un cuchillo. Palin lanzó otra llamarada. El abrasador rayo de luz atravesó el pecho del esbirro en el acto. La daga cayó al suelo y el sivak se desplomó.

Debilitado por el esfuerzo y la herida del brazo, Palin salió de la habitación con paso tambaleante y cerró la puerta a su espalda.

El pasillo estaba vacío. El hechicero se detuvo un instante y se apoyó contra la pared para mantener el equilibrio. Sabía que los sivaks asesinados por humanos adoptaban la apariencia de su asesino, proclamando la identidad de éste a los que encontraran su cadáver. Los cuerpos del despacho delatarían el aspecto de Palin durante varios días. No había forma de evitarlo, ya que este efecto formaba parte del encantamiento a que Takhisis los había sometido al nacer. La Reina Oscura quería saber quién mataba a sus criaturas.

Palin bajó rápidamente por la escalera. Sentía una opresión en el pecho, la garganta seca y un dolor palpitante en el brazo. El caballero que había empujado por la escalera lo esperaba abajo.

Rig avanzó por el pasillo con la rapidez y el sigilo propios de un gato. Una antorcha solitaria y mortecina le proporcionaba la luz imprescindible para orientarse. La pintura azul le producía picores por todo el cuerpo, pero resistió la tentación de rascarse para evitar desprenderla.

El aire sofocante y fétido estaba impregnado de olor a sudor y orina. Al torcer por una esquina vio una sucesión de celdas, vigiladas por otro cafre. El guardia era enorme, con piernas como troncos y brazos gruesos y musculosos. Medía más de dos metros veinte, y la espada amarrada a su cintura era extraordinariamente grande y larga.

El cafre inclinó la cabeza a un lado y miró a Rig, que apretó la empuñadura de su daga. Dijo algunas palabras incomprensibles para el marinero y arrugó la frente. El marinero se encogió de hombros, sonrió y dio por concluida la farsa sacando la daga.

El cafre cayó en la cuenta de que Rig no era uno de sus compañeros y se arrojó sobre él en el acto. La daga voló de la mano del marinero y se hundió en el pecho del grandullón. Sin embargo, el cafre continuó avanzando, y Rig se apartó de su camino apretándose contra la pared del pasillo.

Sin molestarse en arrancarse el cuchillo del pecho, el cafre se volvió y arremetió contra Rig.

Se enzarzaron en una feroz pelea; dos grandes y borrosas manchas azules contra un fondo de muros negros. Después de unos minutos, Rig dio unos pasos atrás. Había decidido que la mejor táctica era cansar al cafre herido. Se agachó y saltó, avanzó y retrocedió, hasta que la pérdida de sangre y el esfuerzo marearon al cafre, que cayó de bruces al suelo, muerto. Rig se arrodilló y de inmediato encontró las llaves entre las escasas ropas del muerto.

Fue hasta la celda más cercana, abrió la puerta y se estremeció al aspirar el hedor que salía de allí. La celda no tenía retrete. Los excrementos se alineaban contra la pared y media docena de elfos se acurrucaban en el espacio sobrante, con capacidad para apenas dos o tres. Los demacrados e inexpresivos elfos miraban al vacío con sus hundidos ojos. Tenían la piel mugrienta y las ropas manchadas de sudor y orina. Un par de ellos, apretujados en el único catre de la celda, parecían cadáveres. Rig los miró mejor y observó un casi imperceptible movimiento ascendente y descendente en sus pechos.

Tragó saliva.

—Salgamos de aquí —dijo haciendo una seña hacia el exterior, pero los elfos permanecieron inmóviles, mirándolo con expresión ausente—. Escuchad, no he venido a llevaros para que os conviertan en dracs. —Se restregó el brazo hasta levantar la pintura y les enseñó la piel oscura que había debajo. De inmediato comprendió que eso no probaba nada. No sabía de qué color eran los cafres debajo de la pintura—. Estoy aquí para rescataros. Palin Majere, Feril y...

—¿Majere? —La débil voz masculina procedía del catre. Un elfo de pelo largo y enmarañado y una cicatriz en la cara se levantó con dificultad—. ¿El hechicero?

—Está fuera. Tenemos que darnos prisa —dijo Rig.

Volvió a señalar la puerta, y esta vez los elfos lo siguieron lentamente, arrastrando los pies. El marinero abrió rápidamente el resto de las celdas.

Una de ellas albergaba sólo a mujeres. Otra contenía más de veinte hombres, que debían de haber llegado hacía poco porque parecían algo más sanos y andaban más aprisa. En una tercera había un solo ocupante: un anciano que se aferraba con desesperación a una tablilla de arcilla, a la que farfullaba palabras incomprensibles. Rig tuvo que levantarlo del catre y arrastrarlo al pasillo, donde aguardaban los demás prisioneros.

El marinero continuó liberando cautivos con rapidez, mirando una y otra vez hacia el pasillo, temeroso de que aparecieran más cafres.

—¡Dejadnos en paz! —gritó alguien detrás de una puerta cerrada.

Al abrirla, vio con horror que allí había varias mujeres y más de una docena de niños y niñas. Los caballeros también secuestraban criaturas. En el suelo había cuencos de madera, llenos de gachas espesas e infestados de insectos. Era el primer indicio de que alimentaban a los prisioneros. Las mujeres lo miraron con expresión desafiante y se pusieron delante de los niños.

—¡No iremos sin resistirnos! —espetó una de ellas al marinero, agitando un huesudo puño.

—Tranquilas —dijo el elfo que había reconocido el nombre de Majere—. Nos están rescatando.

La mujer miró al marinero azul con desconfianza, pero el elfo de pelo enmarañado la tranquilizó y la sacó con suavidad de la celda. Los demás los siguieron, mientras Rig se ocupaba del resto de los prisioneros.

En las dos celdas del fondo había cadáveres apilados como leños. Basándose en los distintos niveles de descomposición, Rig calculó que algunos llevaban muertos un día, mientras que otros estaban pudriéndose allí desde hacía varias semanas.

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