Jean Rabe - El héroe caído

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El héroe caído: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Hasta qué punto puede un héroe deshornarse? ¿Tanto como para perder su alma? Dhamon Fierolobo, Héroe del Corazón del pasado, se ha sumido en una amarga vida de crimen y sordidez. Ahora, mientras los poderosos dragones, señores supremos de la Quinta Era, conspiran fríamente para consolidar su dominio y destruir a sus enemigos, Dhamon debe encontrar la fuerza de voluntad para redimirse. Aunque tal vez ya sea demasiado tarde.

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1

Unas cuantiosas ganancias

—¿Un dragón te masticó durante un rato y luego te escupió? —preguntó Rig Mer-Krel, apoyado en el quicio de la puerta, contemplando a un paciente envuelto casi por completo en vendas.

El marinero frunció el entrecejo —no por la falta de una respuesta o el aspecto lastimoso del herido, aunque esto último resultaba más que desconcertante— sino por el olor que impregnaba la pequeña habitación y se pegaba a sus fosas nasales. Rig tragó saliva y estuvo a punto de vomitar, cuando un desagradable sabor se instaló en su boca que él atribuyó al peculiar tufo.

El calor empeoraba aún más las cosas, pues a él desde luego lo hacía sentirse fatal, y tenía las ropas empapadas de sudor. Se hallaban en mitad de un verano excepcionalmente caluroso, un mes bautizado con el nombre de Calor Seco por los habitantes de la zona, y la atmósfera en ese lugar resultaba brutalmente cargada y bochornosa. El estrecho resquicio bajo los cerrados postigos permitía sólo la insinuación de una brisa. Rig meditó la posibilidad de abrir los postigos de par en par para que circulara el aire, pero no pensaba quedarse mucho rato, y tampoco deseaba hacer que el paciente se sintiera más cómodo.

—Siendo éste un hospital tan grande, me sorprende que no pudieran encontrarte una cama más grande. O al menos una que no… —Rig olfateó indeciso, en un inútil intento de identificar el aroma— apestara tanto, pero tal vez a los que dirigen este lugar tú tampoco les gustas demasiado.

Únicamente la cabeza y los pies del hombre no estaban vendados, y estos últimos sobresalían por el extremo del armazón del lecho. Un par de botas desgastadas descansaban bajo sus talones sobre una alfombra violeta. El marinero penetró un poco más en la habitación y estudió el rostro sudoroso del hombre. Sus pómulos eran altos y hundidos, la piel bronceada, y todo su aspecto general resultaba ligeramente demacrado, como si el paciente no hubiera comido adecuadamente desde hacía algún tiempo. Una fina cicatriz en forma de media luna que Rig no recordaba le recorría el rostro, desde el ojo derecho y desaparecía en el inicio de una mal cuidada barba tan negra como la enmarañada melena que se derramaba como tinta vertida sobre la pequeña almohada. El hombre se removía espasmódicamente en su sueño y los ojos se movían bajo los párpados cerrados, en tanto que la mandíbula se abría y cerraba y los largos dedos se crispaban.

Casi abrumado por el olor, Rig retrocedió unos pocos pasos y tosió, en un inútil intento de despejar los pulmones.

—Apenas cabes ahí —le dijo el marinero, aunque comprendía ahora que el otro no lo escuchaba, que no había escuchado una sola palabra.

El visitante encogió los amplios hombros y siguió hablando en provecho propio.

—Bien ¿y qué esperabas? Estaca de Hierro es un pueblo enano, por lo que imagino que todo el mobiliario está pensado para enanos. —Ladeó la cabeza en dirección a una silla menuda, sobre la que se había intentado doblar con pulcritud los destrozados restos de la ropa del herido—. El tipo del vestíbulo dijo que algo te había asestado unos buenos zarpazos.

—Un enorme gato montes, probablemente. —La voz surgió de detrás del marinero.

Rig giró y se encontró con una enana rechoncha vestida de gris, de pie en medio del umbral. Llevaba el pelo sujeto muy tirante hacia atrás, dejando al descubierto el rostro rubicundo, y las arrugas de varias décadas se abrían en abanico desde sus ojos entrecerrados para aumentar su desagradable semblante. Dio un golpecito en el suelo con el pie y miró con ferocidad al hombre de piel oscura.

—No deberías estar aquí —reprendió, agitando un dedo para dar más énfasis a sus palabras.

—¿Cómo está? —inquirió Rig, ofreciendo su sonrisa más agradable.

—Las heridas de tu amigo no son en absoluto profundas, pero sí numerosas —respondió ella, sin que su expresión se dulcificara—. Deliraba cuando lo encontraron en los límites de la ciudad esta mañana, y no ha recuperado el conocimiento desde que le vendaron las lesiones.

El marinero silbó por lo bajo y cruzó los brazos.

—¿Cuándo…?

—¿Recuperará el conocimiento? —Ahora fue ella quien se encogió de hombros—. En un día o dos. Es difícil decirlo. —Su voz recordó a Rig el sonido de la grava rebotando en el fondo de un cubo; áspera y poco atractiva—. Si despierta, probablemente lo mantendremos aquí un día o dos más, para asegurarnos de que lo que fuera que lo arañó no le ha contagiado nada malo. Ha tenido mucha suerte de que tuviéramos esta habitación libre.

—No parece tan afortunado —masculló Rig por lo bajo y luego, en voz más alta, añadió—: Debe de haber docenas de habitaciones en este…

—Hospital. —Los ojos se entreabrieron un poco más—. En este piso. Dos docenas de habitaciones en total, y todas ellas ocupadas. Somos el hospital de mayor tamaño al este de las Khalkist.

—¿Os traen mucha gente con heridas de zarpas últimamente?

La mujer meneó la cabeza y resopló, dejando escapar el aire de sus pulmones como una tetera que lleva demasiado tiempo en el fuego.

—Ojalá sólo tuviéramos que tratar ataques de animales. Hace un par de días una Legión de Caballeros de Acero se enfrentó a un ejército de goblins a unos pocos kilómetros de la población. Se está atendiendo a los heridos aquí. En un par de las salas del piso de arriba tenemos hasta una docena de pacientes en cada una.

Rig dio la espalda a la mujer y volvió a mirar al herido.

—Y nuestras camas no son para enanos —continuó ella—. Esta habitación estaba destinada a los niños, y su anterior ocupante la abandonó ayer por la tarde. Un jovencito totalmente recuperado de la viruela. —Sus ojos centellearon con una luz interior, y casi sonrió—. Un buen chico. Quemamos las sábanas, lo limpiamos todo, y…

—¡Ja! —Rig soltó una corta carcajada al reparar por fin en la pintura de color azul pálido de las paredes y los toscos dibujos en tiza: una hilera de ranas y conejos que rodeaban la habitación a la altura de la cintura.

En el exterior el sol se ponía, y la pálida luz anaranjada se filtraba por la abertura en los postigos y se estiraba en dirección a una caja de embalaje puesta en pie sobre la que descansaba una muñeca tuerta de trapo con una rala cabellera de hilo. No muy lejos se veían soldados hechos de vainas de maíz y multicolores bloques de madera. Había otra cama en la habitación, vacía y más pequeña aún, cubierta con una colcha salpicada de gatitos rosa y amarillos. Volvió a reír.

—Espera a que Fiona vea esto. Le resultará muy divertido. Desde luego, probablemente tendrá que visitar a los caballeros, también, mientras esté aquí.

—Los caballeros vencieron, por si te interesa —añadió la enana. Su pie golpeó con más fuerza y pareció aclararse la garganta—. Los pocos goblins que no fueron eliminados fueron ahuyentados…

—Eso debe mantener a vuestros sanadores ocupados. Todos estos pacientes. Probablemente estarán agotados con tanto conjurar y murmurar palabras mágicas.

No vio a la enana apretar las manos y apoyarlas en las anchas caderas. Sin embargo, no se le escapó el sonido de la tetera hirviendo de nuevo.

—No tenemos sanadores , señor, no de los que usan magia. Ninguna de esas personas dotadas vive a menos de ciento cincuenta kilómetros de aquí. Aunque tampoco nos hacen falta. Sabemos cómo cuidar a las personas. Cómo cuidarlas a la perfección. Muchos de los poblados cercanos traen a sus enfermos aquí. Tenemos hombres que preparan potentes cataplasmas a partir de hierbas y…

—Ah, o sea que ésa es la explicación de esta notable fragancia.

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