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Jean Rabe: El Dragón Azul

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Jean Rabe El Dragón Azul

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Los grandes dragones amenazan con esclavizar Krynn. Han alterado la tierra por medios mágicos, esculpiendo sus dominios de acuerdo con sus viles inclinaciones, y ahora comienzan a reunir ejércitos de dragones, humanoides y criaturas, fruto de su propia creación. Incluso los antaño orgullosos Caballeros de Takhisis se han unido a sus filas y preparan el ataque contra los ciudadanos de Ansalon. Ésta es la hora más negra para Krynn. Sin embargo, un puñado de humanos no quiere rendirse. Incitados por el famoso hechicero Palin Majere y armados con una antigua Dragonlance, osan desafiar a los dragones en lo que quizá sea su último acto de valentía.

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Jean Rabe

El Dragón Azul

Prólogo

El rojo de la codicia

Malystryx, la hembra Roja, estaba en la cima de la montaña más alta, en medio de un árido desierto. Desde esta posición privilegiada sobre las antiguas Planicies de Goodlund podía supervisar una amplia extensión de su territorio. Las volutas de humo que salían de los cavernosos ollares nublaban sus enormes y oscuros ojos. Un par de cuernos idénticos, acabados en punta, se proyectaban en una suave curva a ambos lados de su cráneo. Sus escamas, grandes como el escudo de un caballero, resplandecían como brasas ardientes a la luz del ocaso.

Los contados individuos que aceptaban acudir allí, a su guarida favorita —como los Caballeros de Takhisis que a la sazón se encontraban ante ella— lo hacían para alardear de su valor. Los ríos de lava de los volcanes circundantes discurrían peligrosamente cerca de los escarpados senderos que conducían a la madriguera. Criaturas sobrenaturales deambulaban por las sombrías cuestas, y, una vez que los visitantes llegaban a la cima, debían resistir al intenso calor o perecer.

Los noventa hombres que estaban allí, bajo las órdenes de la gobernadora general, habían sido escogidos por su valor, astucia y lealtad. Malys tenía una pobre opinión de los humanos, pero consideraba que estos especímenes eran sin duda superiores a aquellos que había matado en las incontables aldeas que había saqueado tras apoderarse de esa región de Ansalon.

—Me pertenecéis —dijo Malys a los caballeros.

Sus palabras resonaron como un viento ominoso. Las llamas escapaban de sus descomunales fauces y crepitaban con furia.

—Pide lo que quieras —respondió el oficial al mando mientras daba un paso al frente e inclinaba la cabeza.

Era un hombre joven que había destacado por su valor en numerosas batallas, bajo la atenta mirada de la gobernadora general. Se comportaba con seguridad y aplomo en presencia de la gran hembra de dragón, aunque ésta le inspiraba un temor reverencial.

Lucía la armadura negra de los caballeros, con el lirio de la muerte estampado en el peto. De uno de los pétalos salía un rizo rojo: una llama ascendente que significaba que su compañía había jurado lealtad a Malys. El joven caballero estaba en posición de firmes, con los hombros dolorosamente erguidos y los brazos a los lados, rectos como flechas. Sus ojos se encontraron con las humeantes órbitas de los del dragón, cuya mirada sostuvo sin pestañear. Malys abrió la boca apenas lo suficiente para envolverlo en su tórrido aliento. El caballero no se inmutó, aunque su cara se perló de sudor.

—Tú eres... —comenzó Malys.

—Subcomandante Rurak Gistere —respondió el caballero.

—Rurak —repitió el dragón—. Gistere. —Pronunciadas por esa voz sonora y sobrenatural, las palabras parecían aterradoras. La hembra Roja inclinó ligeramente la cabeza y lo miró de arriba abajo. Ya lo había estudiado con interés mientras encabezaba la procesión de caballeros sobre la planicie, pero ahora quería turbarlo, comprobar si se acobardaría bajo su intenso escrutinio.

Cuando sus ojos se encontraron con los del caballero, Malys emitió un suave gruñido. Pero el hombre no se amilanó, y ella notó con satisfacción que no le temblaban los labios ni las manos. Sin duda era un caballero bien entrenado e intrépido. O quizá peligrosamente imprudente. En cualquiera de los dos casos, Malys llegó a la conclusión de que serviría a sus propósitos.

—Rurak Gistere —volvió a decir, esta vez demorándose en cada sílaba y permitiendo que los volcanes repitieran con su eco el grave timbre de su voz.

—¿Sí, gran Malystryx?

—Quítate la armadura.

Los demás caballeros la miraron con ojos desorbitados, pero Rurak Gistere permaneció impasible. La hembra Roja se regocijó ante las numerosas preguntas mudas que veía reflejadas en la cara de los demás humanos. ¿Devoraría a Rurak? ¿Lo torturaría? ¿Quién sería el siguiente? Sin embargo, le alegró comprobar que, a pesar de su evidente temor, los caballeros permanecían en su sitio mirándola con atención.

Rurak mantuvo su heroica compostura. Se quitó los guanteletes y los dejó en el suelo. Continuó con el yelmo y la holgada capa negra, que dobló cuidadosamente y colocó sobre los guanteletes. Acto seguido se desprendió de los espaldarones, las brafoneras y los codales. Por fin le llegó el turno al peto. Debajo llevaba una túnica manchada de sudor, que también se quitó para dejar al descubierto un torso brillante y musculoso.

—Ya es suficiente —dijo Malys.

Rurark volvió a ponerse en posición de firmes y a mirar al dragón a los ojos.

Malys levantó una pata y movió la garra como si llamara a un perro.

—Acércate más, Rurak Gistere —silbó.

El caballero sorteó las piezas de la armadura y se acercó al hocico de la hembra Roja.

—No. Mucho más cerca.

Ahora el caballero estaba a menos de treinta centímetros de la pata del dragón y por primera vez dio señales de debilidad. Su labio inferior tembló de forma casi imperceptible, pero Malys decidió perdonarle esa pequeña falta. Tenía que reconocer que era el sujeto más idóneo para sus planes.

La hembra Roja se sentó sobre sus patas traseras. Su sombra cayó sobre Rurak, refrescándolo ligeramente, y el caballero pensó que era una penosa forma de aliviar el calor. Malys sacudió la cola frente a su hocico y pareció estudiarla durante unos instantes. Luego arrancó una de las escamas más pequeñas de la punta y la escrutó seriamente con sus ojos humeantes.

—Arrodíllate —silbó Malys.

El joven caballero se apresuró a complacerla. Entonces la Roja murmuró palabras tan exóticas y misteriosas que ninguno de los presentes pudo descifrarlas. Tenían una melodiosa resonancia, y, mientras su voz se oía monótona y luego se aceleraba, el calor apretó aun más sobre la planicie. Las llamas brotaban de las fosas nasales de la bestia, rizando los bordes de la pequeña escama.

Rurak se sentía mareado y febril; no recordaba haber pasado tanto calor en toda su vida. Le latía la cabeza, y apretó los dientes para no gritar mientras las oleadas de calor ascendían y descendían por sus extremidades. Tenía la impresión de que su sangre hervía y su piel comenzaba a derretirse. Miró fijamente a las llamas que besaban los bordes de la escama y flameaban alrededor de los ollares de la hembra Roja. Vio unas figuras volando alrededor de Malys; criaturas aladas de color rojo y anaranjado, que parecían versiones en miniatura del dragón. Era una visión a un tiempo fascinante y aterradora, y continuó contemplando a los diminutos dragones que avanzaban a su encuentro. La hembra Roja acercó la escama al caballero y luego, súbitamente, la apretó contra el pecho de éste. La piel de Rurak crepitó y estalló, y, a pesar de su entrenamiento y resolución, el joven dejó escapar un grito de dolor. Los minúsculos dragones de fuego revolotearon sobre la escama mientras ésta le quemaba la carne y se fundía con su cuerpo, uniéndose a los músculos de su pecho. Ahora la escama recordaba un pequeñísimo escudo. El calor de las llamas tiñó de blanco los contornos.

Rurak se dobló hacia adelante y manoteó el suelo. El dolor era desgarrador y lo consumía. Tenía la garganta seca y, aunque respiraba con avidez, era incapaz de inspirar aire suficiente para llenar sus pulmones abrasados. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Se retorció ante Malystryx y rezó a Takhisis, la diosa ausente, para que lo llevara consigo. Pero la muerte no llegó. Poco a poco, los latidos de sus sienes se acállaron, su respiración se serenó y fue capaz de incorporarse sobre las rodillas. El calor seguía siendo bochornoso, pero ya no se sentía como si ardiera en una hoguera. Hizo un esfuerzo sobrehumano para ponerse en pie y pocos segundos después volvió a adoptar la posición de firmes.

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