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Jean Rabe: El Dragón Azul

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Jean Rabe El Dragón Azul

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Los grandes dragones amenazan con esclavizar Krynn. Han alterado la tierra por medios mágicos, esculpiendo sus dominios de acuerdo con sus viles inclinaciones, y ahora comienzan a reunir ejércitos de dragones, humanoides y criaturas, fruto de su propia creación. Incluso los antaño orgullosos Caballeros de Takhisis se han unido a sus filas y preparan el ataque contra los ciudadanos de Ansalon. Ésta es la hora más negra para Krynn. Sin embargo, un puñado de humanos no quiere rendirse. Incitados por el famoso hechicero Palin Majere y armados con una antigua Dragonlance, osan desafiar a los dragones en lo que quizá sea su último acto de valentía.

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Casi todos los kalanestis, los Elfos Salvajes que antaño habitaban las tierras de la isla, habían huido hacía más de una década. Pero todavía quedaban algunos al oeste del reino del dragón, más allá de las montañas de Fingaard. Aunque el clima era inclemente y el viento furioso, allí estaban relativamente a salvo de las zarpas del dragón. No es que Gellidus fuera demasiado holgazán para conquistar esa parte del continente, aunque el señor supremo llevaba una vida bastante sedentaria. Sencillamente, el Blanco había decidido conceder a los humanos un paraíso seguro. Así tendría algo que mirar, algo que estudiar, un lugar para aterrorizar en el futuro, cuando estuviera aburrido.

Gellidus se incorporó sobre sus patas, cortas y rechonchas, y extendió la cola, que tenía varios metros de longitud y terminaba en una cresta plana como una aleta. Los pliegues de su grueso cuello se alisaron, y el dragón miró fijamente el lago congelado antes de romper el hielo con las patas delanteras y sumergirlas en el agua gélida. De inmediato sumergió también el resto del cuerpo y se dejó envolver por el reconfortante frío glacial.

El Blanco no era el primer consorte de Malys. Ese privilegio correspondía a Khellendros, la Tormenta sobre Krynn, que ahora acaparaba los pensamientos del dragón.

—Khellendros usa caballeros —susurró Malys para sí—, aunque no con tanta habilidad e inteligencia como yo.

Con frecuencia, la Roja pensaba en el Azul, que reclamaba para sí los Eriales del Septentrión y la ciudad de Palanthas. La hembra Roja lo consideraba el más astuto y poderoso de sus subordinados.

—¿Qué trama? —pensó en voz alta. Apoyó una pata en el suelo de tierra de la planicie y comenzó a trazar un extraño símbolo. El polvo flotó alrededor del diagrama y el aire vibró con una energía fría y azul.

Khellendros, quiero hablar contigo... Aquí.

1

Muertes y comienzos

La creciente presión del agua fresca y azul despertó a Dhamon. Flotaba a escasa distancia del cenagoso fondo del lago, con el pecho jadeante, ávido de aire. La pelea con el dragón lo había dejado terriblemente dolorido, pero de algún modo reunió fuerzas y ascendió pataleando hacia la superficie. Mientras subía, notó las extremidades pesadas y entumecidas, y que estaba a punto de perder el sentido. Cuando su cabeza emergió a la superficie, respiró hondo, tosió el agua que le llenaba los pulmones y aspiró el aire con desesperación.

Tenía el cabello pegado sobre los ojos, pero a través de una rendija entre los mechones vio a Palin, Feril y Rig que escalaban una colina no muy lejos de la orilla del lago.

—¡Feril! —Levantó un brazo y chapoteó para llamar la atención de la elfa, pero no consiguió hacer suficiente ruido. Ella estaba demasiado lejos para oírlo y se alejaba más y más a cada paso—. ¡Feril! —volvió a gritar.

Entonces, algo le rozó el cuerpo y le atenazó una pierna. Sus gritos se silenciaron mientras lo arrastraban hacia abajo. El agua bajó por su garganta y la oscuridad lo devoró.

Poco antes del amanecer, el Yunque de Flint zarpó de los muelles de Palanthas. El galeón de casco verde se deslizó tan veloz y silencioso como un espectro a través del laberinto de botes de pesca que ya salpicaban la profunda bahía. Palin Majere se dirigió a la proa, atento al suave chapoteo de las redes sobre el agua y al casi imperceptible crujido de la cubierta del Yunque bajo sus pies calzados con sandalias.

Hijo de los célebres Héroes de la Lanza Caramon y Tika Majere, y uno de los pocos sobrevivientes de la batalla del Abismo, Palin tenía fama de ser el hechicero más poderoso de Krynn. Sin embargo, pese a sus habilidades para la magia y a sus conocimientos arcanos, se sentía indefenso ante los dragones que amenazaban su mundo. Se maldijo por no haber sido capaz de salvar a Shaon de Istar y a Dhamon Fierolobo el día anterior, cuando los había atacado el Azul.

Palin se inclinó sobre la batayola y miró fijamente el punto del horizonte donde el cielo teñido de rosa se encontraba con las olas. Su melena rojiza, salpicada de hebras de plata, se agitaba al viento. Palin se apartó unos mechones de los ojos y bostezó. La noche anterior no había dormido. Los trabajos de reparación del palo mayor, que el dragón había partido en dos durante el ataque, lo habían mantenido en vela toda la noche. Después había oído el chapoteo del agua contra el casco mientras pensaba en sus amigos muertos.

—¡Ya estamos lo bastante lejos! —gritó Rig Mer-Krel, el marinero bárbaro que capitaneaba el Yunque. Hizo una seña a Groller, el semiogro que estaba junto al palo popel. Luego levantó un brazo, señaló las velas, apretó el puño y se llevó rápidamente la mano hacia el pecho.

El semiogro sordo hizo un gesto de asentimiento y comenzó a recoger las velas, esquivando a Furia, el lobo rojo que dormía junto a la base del mástil. El resto de la tripulación se encontraba en el centro del barco. El grupo estaba congregado en torno a un bulto con forma humana, cuidadosamente envuelto en una vela vieja. Jaspe Fireforge, sobrino del legendario Flint Fireforge, se arrodilló junto al bulto y pasó sus rechonchos dedos de enano sobre el cordón de seda. Musitó unas palabras a los ausentes dioses del mar, se acarició la corta barba castaña y reprimió un sollozo.

Feril estaba a su espalda. La kalanesti cerró los ojos, y las lágrimas se deslizaron sobre la hoja de roble tatuada en su mejilla.

—Shaon —murmuró—; te echaré de menos, amiga.

—Yo también te echaré de menos —susurró Ampolla, una kender de mediana edad. Con una mueca de dolor en la cara, manoseó los guantes blancos que cubrían sus pequeñas manos—. Eres la única persona a la que he hablado de mi..., de mi...

—Shaon amaba el mar —comenzó Rig, y su voz potente interrumpió los pensamientos de la kender—. Yo solía bromear con ella y decirle que por sus venas no corría sangre, sino agua salada. Estaba más cómoda en la cubierta de un barco que en tierra firme. Fue mi primera compañera, mi amiga y mi... —El corpulento torso del marinero se sacudió cuando se detuvo para alzar el cuerpo. Sus músculos se tensaron, pues habían lastrado el cadáver para asegurarse de que se hundiera—. Hoy la devolvemos al lugar que adoraba.

Se dirigió a la borda y se detuvo, imaginando el rostro moreno debajo de la lona. Echaría de menos el contacto de su piel y jamás olvidaría su contagiosa sonrisa. Arrojó el cuerpo de su primera compañera por la borda y lo vio hundirse rápidamente.

—Nunca te olvidaré —dijo en voz tan queda que nadie lo oyó.

Feril se acercó a él. La brisa agitó su rizada cabellera cobriza y acarició sus puntiagudas orejas.

—Dhamon Fierolobo también ha muerto, aunque no pudimos recuperar su cadáver. Abandonó la Orden de los Caballeros de Takhisis por una causa noble y se sacrificó para matar al Dragón Azul que quitó la vida a Shaon. —La kalanesti sujetaba en su delgada mano un cordón de cuero que había encontrado entre las escasas posesiones llevadas por Dhamon a bordo del Yunque, y al que había atado una flecha—. Dhamon nos reunió. Honremos su memoria y la de Shaon permaneciendo unidos y obligando a los dragones a que nos devuelvan nuestras tierras.

La flecha y el cordón se soltaron de sus dedos y se hundieron en el mar, igual que Dhamon y el Dragón Azul, Ciclón, se habían hundido en un lago cercano.

Durante largo rato, sólo se oyó el leve crujido de los palos del barco. Por fin Rig se apartó de la borda e hizo una señal a Groller. El semiogro izó las velas, y el marinero de piel oscura se dirigió al timón.

Varios días después, a mediodía, Rig, Palin, Ampolla y Feril estaban empapados en sudor en el desierto de los Eriales del Septentrión. Ante ellos había un lagarto de treinta centímetros de largo, con la cola rizada. El animal sacudía su lengua viperina y miraba con especial atención a la elfa que se comunicaba con él. Los demás miraban, pero no entendían ni una palabra de la insólita conversación.

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