—Tendrán que robar para conseguir dinero o comida. Y si los pillan, acabarán muertos o en prisión. —La kender seguía especulando sobre el futuro de los prisioneros, en voz baja para que éstos no la oyeran pero lo bastante alta para que Rig no pudiera pensar en otra cosa—. Y si acaban en prisión, es probable que otros Caballeros de Takhisis los secuestren. O que se mueran de hambre. Quizás...
El marinero miró a la atribulada kender y le tiró con fuerza del copete.
—Dame un respiro, Ampolla —dijo—. Les daremos provisiones y algunas monedas. Los ayudaremos a empezar una nueva vida.
—¿Cómo? Palin no es tan rico. Ya ha pagado la reparación del barco y comprado provisiones. También pagó...
—Yo me ocuparé de todo.
—¿Tú?
—No preguntes —repuso él con firmeza—. No quiero hablar de ello.
Se dirigió al timón para reemplazar a Groller. Había pensado invertir el dinero que sacaría de las joyas del dragón en provisiones para el barco. Tenía bastante para mucho tiempo. Había perlas, rubíes, esmeraldas... suficiente para comprar un barco más grande y todo lo necesario para equiparlo. Pero Rig tomó la decisión de repartir la mayor parte del botín entre los refugiados y quedarse con lo imprescindible para costear los gastos del Yunque durante un par de meses.
Groller se reunió con Jaspe en la cubierta inferior. El enano estaba en la bodega de carga, examinando un vendaje, palpando chichones, ofreciendo palabras de consuelo; en resumen, haciendo todo lo posible para que los refugiados se sintieran mejor. Algunos de ellos lo ayudaban. Gilthanas, el elfo, distribuía vasos de agua. También había personas que no necesitaban mayores cuidados y que simplemente estaban allí acompañando a sus amigos o tratando de aplacar sus náuseas.
Furia estaba ocupado olfateando a todo el mundo, y de vez en cuando se detenía para que le rascaran las orejas o la barriga. Finalmente, el lobo se echó junto a un joven que parecía saber cómo acariciarle el cuello.
El semiogro hizo una seña para llamar la atención del enano. Groller se señaló la cabeza con una mano, el estómago con la otra y puso cara de tristeza. Luego colocó las manos frente al pecho y las tendió a unos tres palmos de distancia.
—Enfermos —tradujo Jaspe. El enano hizo una mueca de disgusto y luego su cara se iluminó—. ¿Que cuál es la gravedad de sus heridas? ¿Si están muy enfermos?
El enano hizo un ademán envolvente con los brazos para incluir a todos los pacientes, luego apoyó el pulgar en el esternón y movió el resto de los dedos. El signo significaba «bien», «bueno» y varias cosas más. Groller comprendió lo que el enano intentaba decir.
—Todos esta... rán bien —dijo el semiogro—. Jas... pe buen curan... dero. Jas... pe listo. Y cansado.
El enano asintió. No había dormido desde que habían embarcado a los refugiados y necesitaba mucha energía para practicar su magia mística y curar las heridas más graves. Al principio había dedicado la mayor parte del tiempo a asistir a Palin y a rezar a los dioses desaparecidos para que el hechicero resistiera. Ahora hizo una seña a Groller para indicarle que irían a visitar a Palin.
El hechicero estaba tendido en su catre, con un paño húmedo sobre los ojos y la frente. Su piel quemada por el sol contrastaba con el blanco de las sábanas. Feril estaba sentada a su vera y parecía estudiar un punto del suelo. Cuando Jaspe y Groller entraron, alzó la vista y se llevó un dedo a los labios pidiendo silencio.
—Por fin se ha dormido —murmuró.
—No es verdad.
Palin se quitó el paño de la frente y abrió los ojos. Trató de sentarse, pero se detuvo en seco. Hizo una mueca de dolor y se miró el pecho, que estaba parcialmente cubierto con un grueso vendaje. La venda ocultaba las marcas de las garras del drac y la herida de flecha en el hombro.
—Estarás dolorido durante varios días —dijo Jaspe—. Las heridas eran graves. He hecho todo lo posible, pero...
—Te debo la vida —repuso Palin.
—Bueno; es probable que hubieras sobrevivido de todos modos. No conozco a nadie más obstinado que tú. —El enano se acarició la corta barba y se acercó a examinar el vendaje de Palin. Palpó el hombro del hechicero, haciendo caso omiso de sus muecas de dolor—. Mmm... Todavía sangra. Era más grave de lo que pensaba. Tendré que hacer algo al respecto.
La noche anterior, Jaspe había extraído dos puntas de flecha, un procedimiento que el hechicero había considerado más doloroso que la herida inicial. Luego el enano había recitado un par de conjuros curativos, que habían contribuido a salvar la vida de Palin.
Jaspe cerró los ojos y se concentró. Puso la mano sobre el hombro de Palin y se abstrajo del crujido de las tablas del barco y del rumor de las olas que chocaban contra la portilla. Se aisló de todo, hasta que lo único que oyó fue el palpitar de su propio corazón.
«Tu corazón te da vida —le había enseñado Goldmoon—. Pero también te da fuerza y poder.» Jaspe recordó sus palabras, oyó su voz repitiéndolas una y otra vez. «El poder para curar está dentro de ti —le había dicho—, en tu corazón.»
El enano había tardado varios años en descubrir que tenía razón.
Un resplandor naranja rodeó sus dedos, abandonó las manos y flotó un instante encima de la herida. La piel de Palin adquirió un brillo cálido, y su pecho comenzó a ascender y descender con mayor rapidez. Luego el halo curativo se extinguió con la misma celeridad con que había aparecido. La respiración de Palin se tranquilizó, y el enano dejó escapar un profundo suspiro mientras examinaba el resultado de su trabajo. Retiró el vendaje. El encantamiento había detenido la hemorragia y sólo un surco de carne viva recordaba al hechicero que allí había habido una flecha.
—Te quedará la cicatriz —dijo Jaspe.
—En el sitio en que está, nadie notará nada —replicó el hechicero—. Gracias.
—Te sentirás débil porque has perdido mucha sangre. No puedo hacer nada con las quemaduras solares. Con las tuyas tampoco, Feril. Ni con las de Ampolla. Deberíais aprenderá vestir prendas adecuadas para cada ocasión. Mira que viajar por el desierto con esa ropa... Estaréis varios días despellejados. Tampoco puedo hacer nada con las ampollas que tenéis en los pies.
—Gracias —repitió Palin.
—De nada.
Groller inclinó la cabeza a un lado, apoyándola sobre una mano, y señaló a Palin.
Jaspe asintió.
—Sí. Necesita descansar. Pero primero debe ver a uno de los refugiados, el viejo de la tablilla. Ese hombre no para de hablar del Azul, Khellendros, e insiste en hablar contigo. Con franqueza, creo que delira. Tengo la impresión de que está un poco loco. Pero, si le concedes unos minutos, es probable que nos deje en paz.
Feril miró a Palin.
—Intentó hablar contigo en el viaje desde el fuerte.
—No recuerdo gran cosa del viaje de vuelta —reconoció Palin. Con ayuda de la kalanesti, el hechicero se sentó en la cama y bajó las piernas—. Muy bien; vayamos a ver a ese caballero.
—Tú no vas a ninguna parte. Ordenes de Jaspe —dijo el enano—. Traeremos al viejo aquí.
Unos minutos después, Gilthanas escoltó al anciano a la habitación de Palin. El hombre encorvado y de pelo cano vestía ropas andrajosas, pero limpias. Apretaba la tablilla contra su pecho con actitud protectora.
—Éste es Raalumar Sageth —anunció Gilthanas. El elfo dio un paso atrás y dejó que el anciano se acercara a Palin.
—Llámame Sageth —dijo con voz suave y cascada—. Así solían llamarme mis amigos. Pero ahora están todos muertos. Hamular, Genry, Alicia... Todos han desaparecido; viejos, muertos, enterrados. —Sus vidriosos ojos azules consultaron con atención la tablilla y durante unos segundos habló para sí de la edad y las arrugas—. Ergoth del Sur. He oído decir a los marineros que os dirigís allí. Un sitio frío. —Soltó una risita y jadeó—. Bueno; ahora es frío. El sitio indicado, pero la razón equivocada.
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