Jean Rabe - El Dragón Azul

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Los grandes dragones amenazan con esclavizar Krynn.
Han alterado la tierra por medios mágicos, esculpiendo sus dominios de acuerdo con sus viles inclinaciones, y ahora comienzan a reunir ejércitos de dragones, humanoides y criaturas, fruto de su propia creación. Incluso los antaño orgullosos Caballeros de Takhisis se han unido a sus filas y preparan el ataque contra los ciudadanos de Ansalon. Ésta es la hora más negra para Krynn. Sin embargo, un puñado de humanos no quiere rendirse. Incitados por el famoso hechicero Palin Majere y armados con una antigua Dragonlance, osan desafiar a los dragones en lo que quizá sea su último acto de valentía.

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—Horrible.

—¿Tú en contra de lo que hacer dragón?

El más alto negó con la cabeza.

—Yo no. Paga buena. Mejor trabajar para dragón que ser su presa. Pero yo no querer verlo.

—Destinos peores, quizás. Otros señores supremos capturar personas, tenerlas como ganado y comerlas.

—Muerte no peor que convertirse en drac.

Feril se estremeció y envió sus sentidos de vuelta al cuerpo. Se apresuró a contar lo que había oído. Los cuatro amigos vigilaron el fuerte durante varias horas bajo el sol abrasador. Había unos sesenta Caballeros de Takhisis, de los cuales la mitad o las dos terceras partes se marcharían pronto. El sol ya descendía lentamente hacia el horizonte. Palin sospechaba que otros caballeros ocuparían sus puestos y que era probable que rotaran las tropas. Por fortuna, no habían visto Caballeros de la Orden de la Espina o de la Calavera, lo que significaba que en el fuerte no habría hechiceros.

—Estoy de acuerdo en que debemos hacer algo —dijo por fin Palin—, aunque ellos sean muchos más que nosotros. —Los caballeros se habían reunido y el comandante impartía las últimas órdenes, preparándolos para el viaje—. Pero no podemos entrar en el fuerte como si tal cosa. Incluso después de que la mayoría de los caballeros se marche, quedarán suficientes para vencernos. Sería como regalarles nuestras vidas.

—Tal vez sí podamos entrar como si tal cosa. —La kender miraba por encima del hombro hacia el sur, en dirección contraria a Relgoth—. O a caballo.

En el límite de su campo de visión, distinguió una pequeña caravana que parecía dirigirse hacia allí.

La caravana consistía en diez carros grandes tirados por caballos y cargados con barriles de agua y demás provisiones. Cada carro tenía un conductor, y dos docenas de bárbaros vestidos con holgadas túnicas con capucha acompañaban la caravana.

Rig tuvo que desprenderse de un rubí del tamaño de un pulgar para sobornar al último cochero, que estaba ligeramente rezagado. El marinero y el conductor urdieron un plan. Harían pasar a Palin y a Feril por los primos del cochero y a Ampolla por la hija de ambos. Rig sería un amigo de la familia. A cambio de algunas perlas, el conductor les entregó unas túnicas con capucha e incluso —después de algunos cortes y reformas— un atuendo de talla infantil para Ampolla.

El conductor llamaba al fuerte «el Bastión de las Tinieblas». Explicó que dos veces a la semana entregaban las provisiones: comida, ropa, pintura para los cafres, látigos y correas para controlar a los prisioneros y, lo más importante, agua procedente de un oasis del sur. Los prisioneros, los caballeros y los elefantes consumían mucha agua.

Poco después de la puesta de sol, la caravana llegó a las puertas de la ciudad. Palin sentía la piel ardiente, como si tuviera fiebre, y supuso que a los demás les pasaría lo mismo. Pero con la llegada de la tarde comenzaba a refrescar ligeramente. Una ligera brisa descendió sobre las dunas y agitó el aire alrededor de la ciudad. La brigada de Caballeros de Takhisis acababa de marcharse y torcía por el camino que conducía a Palanthas. Los hombres vestían armadura negra con un lirio de la muerte estampado en el peto. El absurdo protocolo militar les impedía usar prendas más ligeras.

—¡Dejad los barriles en el patio de armas! —gritó un caballero al bárbaro alto y corpulento que dirigía la caravana. Los carros recorrieron parte de la ciudad y entraron en el patio de armas del castillo. Un instante después, deslizaron los barriles por unas rampas colocadas en la parte trasera de los carros. Los barriles rodaron sobre la arena y el puente levadizo, en dirección a la torre central, donde habían instalado un toldo para que el agua no se calentara. Cada carro transportaba una docena de barriles grandes, así que habría que hacer varios viajes para descargarlos todos. En el viaje de vuelta, los hombres traían consigo los barriles vacíos que posteriormente rellenarían en el oasis.

Ampolla correteó alrededor del carro, examinando el terreno, mientras Feril, Palin y Rig ayudaban a los nómadas con los barriles.

—El dragón debería haber construido su castillo de arena más cerca de la fuente —murmuró la kender—. Habría facilitado el trabajo a los nómadas.

La segunda vez que cruzó el puente, Palin bajó la vista hacia el profundo foso. Miles de escorpiones del tamaño de su mano reptaban en el fondo. Las paredes del foso estaban inclinadas para proporcionarles sombra. Susurró a Feril y a Rig que miraran dónde pisaban, pues el foso era más peligroso que si hubiera estado lleno de cocodrilos.

Una vez en el patio de armas, el marinero se paseó entre los barriles, ayudando a apilarlos contra el muro, mientras Palin y Feril hacían otro viaje hasta el carro. Rig apoyó las manos contra la negra estructura de arena y se maravilló de su solidez. Desde esa distancia podía ver los granos de arena que componían el muro. Estaban unidos por obra y arte de magia, sin argamasa ni masilla. No eran ladrillos prensados. La muralla, el castillo entero, estaban construidos con millones de partículas de arena misteriosamente unidas entre sí.

Ampolla comenzaba a ponerse nerviosa.

—¿Vais a entrar en el Bastión? —susurró a Palin, mientras éste cargaba otro barril. Su voz sonaba amortiguada bajo la capucha de su túnica, que era demasiado grande y le caía sobre la cara—. El jefe de la caravana ha dicho que nos marcharemos en cuanto acaben de descargar. Pensé que pasarían la noche aquí.

—Está oscureciendo y sin duda preferirán viajar por la noche —observó Palin dejando el barril en el suelo.

—O puede que no soporten pasar mucho tiempo aquí —murmuró Feril.

—Encontraremos un sitio donde ocultarnos. Allí. —El hechicero señaló una precaria cuadra, con cuatro pesebres grandes para los elefantes—. Será un buen escondite.

Los cafres se ocupaban en ese momento de encerrar a los elefantes, que pasarían la noche allí, y Feril se animó ante la perspectiva de ver de cerca a los exóticos animales.

—Eh, vosotros dos —gritó el jefe de la caravana señalando a Palin y a la kalanesti—. ¡Olvidaos de la niña y dejaos de cháchara! ¡Moved más barriles!

La pareja se apresuró a obedecer. Palin comunicó su plan al marinero, y, cuando quedaban sólo una docena de barriles por descargar, los cuatro se escabulleron entre las sombras y entraron en el pesebre de uno de los elefantes. La paja que cubría el suelo estaba húmeda e infestada de insectos y el hedor de los excrementos les hacía saltar las lágrimas. El animal no pareció preocuparse por tener que compartir su casa y continuó comiendo la hierba que le había servido uno de los cafres.

—Apesta. —Ampolla frunció la nariz y buscó un sitio limpio donde sentarse. Sin embargo, dejó de quejarse en el acto cuando el elefante volvió la cabeza para estudiarla—. Nunca había visto una bestia como tú —dijo—. Me pregunto si cabrías en el Yunque. Te daría de comer y...

—No —la disuadió Rig con firmeza y se volvió hacia Palin y Feril—. La torre central, en el interior de la muralla, es para los caballeros. Las torres más pequeñas de los lados están llenas de comida y armas. Los caballeros están permanentemente estacionados aquí.

—¿Cómo te has enterado? —preguntó la kalanesti.

—Sé escuchar —respondió el marinero con un brillo travieso en los ojos—. Y he hecho unas cuantas preguntas a un par de caballeros que se acercaron a beber agua.

Palin esbozó una sonrisa.

—Espero que no hayas hecho demasiadas preguntas. No debemos despertar sospechas.

Entonces oyó los carros que se movían, el ruido de los látigos sobre los camellos, y deseó con toda el alma que los caballeros no hubieran contado el número de bárbaros que habían entrado en el fuerte. De lo contrario, descubrirían que faltaban tres adultos y una «niña».

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