Jean Rabe - El Dragón Azul

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Los grandes dragones amenazan con esclavizar Krynn.
Han alterado la tierra por medios mágicos, esculpiendo sus dominios de acuerdo con sus viles inclinaciones, y ahora comienzan a reunir ejércitos de dragones, humanoides y criaturas, fruto de su propia creación. Incluso los antaño orgullosos Caballeros de Takhisis se han unido a sus filas y preparan el ataque contra los ciudadanos de Ansalon. Ésta es la hora más negra para Krynn. Sin embargo, un puñado de humanos no quiere rendirse. Incitados por el famoso hechicero Palin Majere y armados con una antigua Dragonlance, osan desafiar a los dragones en lo que quizá sea su último acto de valentía.

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—¿Ya es de día? —Feril bostezó, se estiró y se puso en pie. Se la veía reanimada, con los ojos claros y brillantes—. Vaya tormenta la de anoche. Me despertó varias veces. —Sonrió a Palin y se pasó los dedos por el cabello rizado en un vano intento de peinarlo. Luego tocó a Rig con el pie—. Pongámonos en marcha. Palin parece impaciente.

—Ha estado hablando solo —dijo Ampolla mientras se incorporaba y alzaba la vista al radiante cielo de la mañana—. Del Azul.

El marinero gruñó y se levantó con esfuerzo. Las heridas de su pecho aún parecían frescas, y cada vez que se movía hacía una mueca de dolor. Dejó que Feril le untara lo que quedaba del bálsamo en los cortes.

—El fuerte —dijo cuando sus ojos se encontraron con los de la kalanesti, que se apresuró a desviar la vista—. Si podemos fiarnos de la palabra de los wyverns, no estará lejos de aquí. —Apuró lo que quedaba en sus odres y volvió a llenarlos con el agua de lluvia acumulada entre la grietas de la roca—. A ver si podemos zanjar la cuestión antes de mediodía. No quiero volver a viajar a esa hora.

Palin asintió en silencio y echó a andar junto a Ampolla, detrás del marinero y la elfa. Buscó algo para comer en su bolsillo, sacó un trozo de cecina, la partió y ofreció un trozo a la kender. Rig y Feril también comieron mientras caminaban.

A media mañana dejaron atrás el grupo de cactus y el peñasco de rocas negras, y la aguzada vista de la kalanesti divisó una estructura oscura, semejante a un volcán, entre las dunas de arena situadas al norte. A pesar de la distancia, tenía un aire siniestro y misterioso.

—Una torre del fuerte de Khellendros —afirmó Feril con convicción—. Relgoth no puede estar lejos.

A medida que se aproximaban, vieron una porción mayor del negro castillo de arena y de la pequeña ciudad de la que formaba parte. El edificio parecía haber brotado de la tierra, y su monumental perímetro ocupaba prácticamente la mitad de la ciudad en ruinas.

Los cuatro amigos subieron a una duna lo bastante alta para ver por encima de la muralla de la ciudad. Asomándose a la cima, divisaron muchos edificios —casi todos en ruinas— y un pequeño castillo de piedra en el centro. Algunas personas deambulaban por las calles, pero estaba claro que Relgoth ya no era la misma.

El fuerte dominaba la vista, con su negra arena brillando al sol y ocultando los edificios de abajo. El castillo tenía tres torres que se alzaban a más de diez metros y ventanas con forma de escamas de dragón dispuestas a intervalos regulares sobre los muros. Una muralla monumental, vigilada por varios Caballeros de Takhisis, cercaba las torres. El fuerte también parecía rodeado por un profundo foso.

—¡Guau! —exclamó Ampolla—. Nunca había visto nada semejante.

—Khellendros —susurró Palin—. El dragón debe de haber usado su magia para construir este edificio. Sin duda ha descubierto la manera de endurecer la arena como si fuera piedra. Imponente. —Estudió el amplio patio de armas del castillo, en cuyo centro habían trazado un diagrama. El hechicero estaba demasiado lejos para descifrar los extraños símbolos—. Si tuviera mejor vista... —dijo.

—Yo te lo describiré —propuso Feril. Frunció la frente y siguió la mirada del hechicero—. Es como el símbolo de la guarida del dragón.

—¿Así que aquí es donde los dragones convierten a la gente en dracs? —preguntó Ampolla.

—Muy conveniente —dijo Palin—. De este modo, el dragón se ahorra la molestia de transportar a prisioneros díscolos. Sólo tiene que desplazar a sus sumisos dracs.

En el cuarto noreste del patio de armas, detrás del puente levadizo, había unas dos docenas de Caballeros de Takhisis en formación. Recibían órdenes de un individuo enfundado en una capa negra, que se paseaba delante de ellos. Muy cerca, un ancho sendero conducía a las puertas de la ciudad y al desierto. El camino estaba vigilado por caballeros y parecía la única vía de comunicación hacia el interior o el exterior de Relgoth.

—¿Qué son esas bestias? —La kalanesti señaló con el dedo al otro lado de la duna, a cuatro moles grises y lampiñas, que en ese momento entraban en el patio de armas—. Son grandiosos.

—Elefantes —susurró Rig—. Sin duda no son de por aquí. No he visto muchos en mis viajes, pero sé que se encuentran en las proximidades de las Kharolis y en algunas regiones de Kern y Nordmaar. Es muy difícil traerlos aquí.

—Estamos muy lejos de esos países —dijo la elfa—. Nunca he visto unos animales parecidos. Son maravillosos. Acerquémonos.

—Un momento —advirtió Palin cogiéndola del hombro—. Ese fuerte es demasiado para nosotros, incluso si regresamos al barco y traemos a los demás. Mirad a esos caballeros y a los cafres.

—¿Cafres? —Rig siguió la mirada de Palin y avistó cuatro hombres altos de piel azul que caminaban detrás de los elefantes. Eran muy musculosos y sólo vestían taparrabos azules y joyas primitivas. Los hombres iban descalzos—. Caballeros y cafres. Hombres negros y azules, tal como dijeron los wyverns.

—Es pintura azul —explicó el hechicero—. Son guerreros y tampoco son nativos de esta zona. Algunos los llaman bárbaros, pero no son tontos. He oído que son temibles en la lucha. En teoría, la pintura azul sirve para protegerlos o curarles las heridas.

—Me pregunto dónde tendrán a los prisioneros —musitó Feril sin desviar la vista de los elefantes—. Veré si consigo averiguarlo.

La kalanesti cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre la arena. Complacida con la textura áspera y cálida, dejó que sus sentidos penetraran en la duna, concentrándose en un grano tras otro. Mientras se alejaba mentalmente de Palin, Rig y Ampolla, comenzó a sentirse parte del desierto, que a pesar de su magnitud estaba formado por pequeños granos de arena. Llegó al siguiente y al siguiente, y fue desplazándose rápidamente de uno a otro hasta que sus sentidos dejaron atrás las dunas, pasaron por debajo de la muralla y de los Caballeros de Takhisis.

—¿Qué oyes? —preguntó a la arena con voz susurrante y agitada.

—Nos marcharemos cuando se ponga el sol, porque entonces estará más fresco para viajar —oyó que decía el comandante a sus hombres. Las palabras sonaban tan claras como si el hombre se encontrara junto a ella—. Iremos a Palanthas, cogeremos a los prisioneros que están en los calabozos de la ciudad y los traeremos aquí. Ya tienen la mente corrompida por el mal y el dragón no tendrá dificultades para convertirlos en dracs. Tormenta sobre Krynn se alegrará y nos recompensará convenientemente. Podéis hacer lo que queráis hasta el ocaso. Romped filas.

Los caballeros se reunieron en pequeños grupos a la sombra de las murallas, mientras los pensamientos de Feril discurrieron por la arena, en dirección a los pies de los cafres que cuidaban a las bestias grises.

—Comparte las palabras conmigo —prosiguió.

Dos de los guerreros pintados de azul hablaban de la asombrosa cantidad de alimento y agua que consumían los animales. Cuando la conversación se centró en el tema de los prisioneros, la elfa intensificó su concentración.

—Los caballeros querer más prisioneros —dijo el más corpulento de los hombres. Con más de dos metros veinte de altura, tenía unos hombros grandiosos y la cabeza afeitada. Su voz era clara y grave, con un acento fuera de lo común—. Ahora más de cien prisioneros. Torre casi llena.

—Dragón querer un ejército —dijo el otro—. Triste forma de conseguirlo. Soldados voluntarios mejor. No como soldados hambrientos.

—Cuando dragón acabar con ellos, soldados voluntarios —afirmó el primero—. Sanos y salvos unos días más. Yo no querer ver eso otra vez.

—Yo nunca ver hombres cambiar.

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