Jean Rabe - El Dragón Azul

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Los grandes dragones amenazan con esclavizar Krynn.
Han alterado la tierra por medios mágicos, esculpiendo sus dominios de acuerdo con sus viles inclinaciones, y ahora comienzan a reunir ejércitos de dragones, humanoides y criaturas, fruto de su propia creación. Incluso los antaño orgullosos Caballeros de Takhisis se han unido a sus filas y preparan el ataque contra los ciudadanos de Ansalon. Ésta es la hora más negra para Krynn. Sin embargo, un puñado de humanos no quiere rendirse. Incitados por el famoso hechicero Palin Majere y armados con una antigua Dragonlance, osan desafiar a los dragones en lo que quizá sea su último acto de valentía.

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—La torre mediana, la más cercana a nosotros, sólo alberga a un par de draconianos. —Rig parecía orgulloso de haber obtenido ese dato—. El administrador del fuerte, un draconiano sivak llamado lord Sivaan, tiene su despacho allí. Los humanos están en el ala más cercana del castillo.

Palin se arrastró hasta la entrada del pesebre y miró hacia la torre de arena negra.

—Necesitan a los draconianos para el hechizo de transformación. Usan una parte de su espíritu para crear los dracs. Tendremos que matarlos para evitar que Khellendros vuelva a usarlos.

—De acuerdo, hazlo tú —sugirió Rig—. Yo me ocuparé de los prisioneros.

—Este es el plan —dijo Palin—: Esperaremos hasta poco antes de medianoche. Para entonces, la mayoría de los caballeros y los cafres estará durmiendo.

—Yo quiero ir a buscar a los prisioneros ahora. Antes de que alguien decida traer agua a los elefantes y descubra que la mitad de los barriles están rotos y vacíos.

—¿Qué? —preguntó Palin en voz demasiado alta. Volvió a bajar la voz y se internó en la oscuridad del pesebre—. ¿Qué has hecho?

Rig sonrió de oreja a oreja.

—Cuando ayudaba a apilar los barriles, hice unos cuantos agujeros estratégicos con mi daga. La arena absorberá gran parte del agua, pero supongo que tarde o temprano notarán las manchas de humedad. Supuse que reducir drásticamente su provisión de agua era una idea estupenda. Es una forma de golpearlos donde más les duele.

Palin respiró hondo. Sin duda sería un golpe para los caballeros, pero también los alertaría de que algo iba mal. Pronto estarían registrando el castillo en busca de los saboteadores.

—De acuerdo, pongámonos en marcha —dijo. Se volvió a mirar al marinero—. Cuando vayas a buscar a los prisioneros tendrás que ser prudente. Y silencioso. No será fácil.

—Sí que lo será. —La kender dejó de contemplar a los elefantes apenas el tiempo suficiente para buscar entre los pliegues de su túnica y sacar un abultado odre de cuero. Tenía un tapón de corcho e hizo un sonido borboteante cuando se lo pasó a Rig—. Pintura —explicó—. Lo robé de uno de los carros. Supuse que los... bueno, creo que los llamáis cafres... no echarían en falta un recipiente menos. Y, si es cierto que tiene propiedades mágicas, tanto mejor.

Unos minutos después, Rig se marchó hacia la zona del castillo donde estaban los prisioneros. Había dejado la mayor parte de su ropa en el pesebre del elefante, junto con la mayoría de sus armas... excepto tres. Su alfanje seguía amarrado a su cintura y llevaba una daga en la mano derecha. Feril le había confeccionado un taparrabos con la tela de la túnica y él había ocultado una segunda daga en la cinturilla. Ampolla había pintado el taparrabos a juego con la piel y el cabello corto del marinero. No era tan alto como la mayoría de los cafres, pero sí igual de musculoso, y la creciente oscuridad lo ayudaría a pasar inadvertido.

El marinero azul pasó tranquilamente junto a tres centinelas, que apenas si se dignaron mirarlo. Luego se escabulló entre las sombras de una arcada. Un segundo después de que pasaran los caballeros, Palin salió del pesebre y se dirigió a la torre mediana amparado por la penumbra. Llevaba dos de las dagas del marinero y seguía vestido con la túnica con capucha. Si lo cogían, diría que los miembros de la caravana lo habían dejado allí accidentalmente y que buscaba un sitio donde dormir.

Feril y Ampolla lo vieron desaparecer al otro lado del umbral. Luego la kalanesti se arrastró hacia el fondo del pesebre y se situó junto al elefante. Acarició la rugosa y áspera piel del animal y, poniéndose de puntillas, lo rascó detrás de la enorme oreja. Moldeó una bola de arcilla con la forma aproximada del elefante y pocos segundos después ambos se enfrascaron en una conversación plagada de bufidos y gruñidos que Ampolla se quejaba de no entender.

Al otro lado de una de las arcadas del castillo, en una pequeña cámara, había dos cafres con orejas puntiagudas. Estaban tan abstraídos afilando las espadas con muelas, que al principo no prestaron atención al marinero. Un pasillo sombrío se abría tras ellos y Rig echó a andar hacia allí. Pero los cafres olfatearon el aire, miraron mejor al marinero y llegaron a la conclusión de que no era uno de ellos.

El más grande, que debía de medir al menos dos metros veinte, fue el primero en levantarse y gritar a Rig en una lengua desconocida. A modo de respuesta, el marinero le arrojó una daga que se hundió en el cuello del cafre. El grandullón rebotó contra la pared y cayó sentado. Se quitó la daga del cuello y apretó la herida con las manos. Su respiración era entrecortada, pero no murió.

El compañero del herido dio un paso al frente, dibujando grandes arcos con la espada y gritando a voz en cuello.

Rig se agachó para esquivar una estocada y se lanzó hacia adelante con el alfanje, con toda la intención de empalar al cafre. Pero el hombretón azul era ágil y saltó hacia un lado.

—Intruso —espetó a Rig, prietos los dientes. Ya no hablaba en un idioma misterioso.

El cafre volvió a arremeter, y el marinero se salvó por los pelos, apretándose justo a tiempo contra la pared de arena. Cuando el grandullón pasó junto a él, Rig tomó impulso y le clavó el codo en el costado. Pero el golpe ni siquiera turbó al guerrero, cuya piel pintada de azul parecía actuar como una armadura. El marinero se agachó para esquivar otra estocada.

Dispuesto a ganar un poco de terreno para maniobrar, Rig corrió hacia el pasillo y luego volvió a enfrentarse a su oponente. Se llevó la mano izquierda al taparrabos, buscando la daga. Con un único movimiento empuñó el arma y la lanzó. Fue un buen tiro, y la hoja de la daga se hundió hasta el mango en el estómago del cafre.

Pero el grandullón no se desplomó. Las propiedades curativas de la pintura lo protegían, de modo que el musculoso hombre azul miró la daga, la cogió por el mango y la liberó. La brillante sangre roja manaba a borbotones de la herida mortal, pero el cafre estaba resuelto a seguir en sus pies hasta que consiguiera llevarse consigo al intruso.

Con un gruñido gutural, se lanzó hacia el frente, alzando la espada por encima de su cabeza. Rig se puso de cuclillas y levantó el alfanje, preparado para atajar el golpe. Pero de repente el cafre voló por los aires, y su espada cayó a los pies del marinero. Había resbalado en su propia sangre. Rig saltó hacia un lado para evitar que el guerrero le cayera encima y hundió su alfanje entre los omóplatos del cafre, que no volvió a levantarse.

El marinero respiró hondo un par de veces y miró a su alrededor. El otro cafre seguía sentado contra la pared, con los ojos abiertos, pero sin parpadear. La pintura no había podido protegerlo de la herida mortal.

La conmoción había sido breve y sin duda las gruesas paredes del castillo la habían amortiguado. Nadie fue a investigar... al menos por el momento. Rig recuperó sus dagas, las limpió en el taparrabos de uno de los cafres y cogió su alfanje. Luego corrió por el pasillo en busca de los prisioneros.

Palin subió por una escalera de caracol. Las dagas de Rig le habían servido para despachar al par de guardias distraídos que había encontrado al pie de la escalera. El hechicero había considerado la posibilidad de dormirlos con un encantamiento, pero llegó a la conclusión de que debía ahorrar energías para el futuro.

Pensó que el camino estaba despejado, hasta que encontró a otro caballero en lo alto de la escalera.

—No deberías estar aquí, nómada —le espetó el caballero. Miró a la abertura de la capucha de Palin—. Será mejor que te marches con la caravana.

—La caravana partió hace un rato —replicó Palin.

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