—No gracias. Los trolls ya me facilitaron ejercicio suficiente. No pienso ir a las minas, ni tampoco a ninguna otra parte de los dominios de Sable.
Dirigió una veloz mirada al hueco por el que Donnag y Maldred habían penetrado en la estancia. No existía el menor indicio de que hubiera nadie más allí atrás. Los tres estaban solos.
—Pero tú eres un guerrero y… —objetó Donnag, alzando una mano.
—La espada. Nuestro trato. ¿Recuerdas? No voy a volver a pedirlo. —Dhamon señaló la pared—. Tienes las gemas del valle. Talud del Cerro y los otros pueblos están a salvo de los lobos . Ahora quiero lo que es mío. El arma que elegí.
—Muy bien, Dhamon Fierolobo —Donnag aferró los brazos de su trono y se incorporó—. Tendrás nuestra muy especial espada. Como se te prometió.
El caudillo ogro avanzó despacio hacia el muro donde estaban las armas. Su rostro era sombrío, los ojos clavados con expresión pesarosa en las armas, como si estuviera poco dispuesto a desprenderse de una sola siquiera y reducir así su magnífica colección.
Estaban colocadas de izquierda a derecha, desde las hojas más cortas a las más largas. Las primeras incluían dagas, algunas de las cuales no medían más que unos pocos centímetros. Las últimas eran de tal tamaño que a Dhamon le habría resultado imposible usarlas, aunque algunos de los ogros más grandes y fuertes de Bloten podrían haber conseguido manejarlas. Más de cien dagas y espadas en total, y todas valiosas, por su ejecución, por los materiales o porque habían sido espléndidamente hechizadas en una época en que la magia abundaba en el mundo. Había unas cuantas hachas en el conjunto, también muy trabajadas, espadones dobles y una docena de mazos arrojadizos enanos.
Donnag suspiró, extendió las manos y bajó con cuidado una espada larga situada justo encima de su cabeza. Giró despacio, como para dejar que la hoja danzara bajo la luz de las antorchas, y se la tendió.
—La espada de Tanis el Semielfo.
Dhamon se adelantó y tomó el arma, cerrando los dedos con veneración sobre la empuñadura que estaba hecha a base de tiras de plata, bronce y acero ennegrecido. El travesaño era de platino, en forma de brazos fornidos que terminaban en zarpas que sujetaban esmeraldas de un verde brillante. La pasó de una mano a otra, sopesando su perfecto equilibrio al tiempo que observaba la exquisita hoja grabada con docenas de imágenes: lobos que corrían, águilas en vuelo, enormes felinos agazapados, serpientes enrolladas a verracos, caballos encabritados.
—Un arma magnífica —indicó en tono elogioso. Giró en redondo, moviendo la hoja con él, como si luchara contra un adversario invisible—. Una obra de arte.
—Es apropiada para ti —repuso Donnag—. Una espada famosa para un espadachín famoso; para Dhamon Fierolobo que se atrevió a enfrentarse a los señores supremos dragones.
Dhamon prosiguió sus movimientos con la espada, luego se relajó por un instante, sosteniendo el arma paralela a su pierna. Cerró la mano con más fuerza en la empuñadura, y luego saltó de repente al frente, recorriendo en un segundo la distancia que lo separaba del caudillo ogro, para golpear con el codo el enorme pecho del ogro.
Sorprendido y farfullando, Donnag dio un traspié, con lo que sus hombros chocaron contra un arcón y lo volcaron, lanzando monedas y joyas por todo el suelo. Dhamon pateó tan fuerte como pudo el estómago desprotegido del ogro, y el golpe fue suficiente para hacerle perder el equilibrio al caudillo, que se desplomó pesadamente de espaldas, derribando varias esculturas y haciendo añicos jarrones de cristal.
Sin una pausa, Dhamon volvió a atacar, hundiendo el tacón de la bota en el estómago del caído y lanzando la espada hacia abajo para amenazar la garganta de su adversario.
—No te muevas —siseó—. O Blode tendrá que buscarse un nuevo líder. —Lanzó una veloz mirada al hueco de la pared, pero no salió ningún ogro de allí—. Un jefe que lleve guardias a su cámara del tesoro.
—Por todas las capas del Abismo, ¿qué estás haciendo? —gritó Maldred.
El hombretón hizo un movimiento para acercarse, pero Dhamon le advirtió que retrocediera presionando con la punta de la espada en la garganta de Donnag hasta hacer brotar una gota de sangre.
—¡Atrás! —replicó el guerrero—. Esto es entre Donnag y yo.
En el mismo instante en que Dhamon echaba una mirada a su camarada para asegurarse de que el fornido ladrón no se movía, el caudillo ogro entró en acción. Usando su enorme tamaño en su favor, rodó a un lado, quitándose de encima a su adversario. Al mismo tiempo, su enorme mano agarró el tobillo de Dhamon y tiró, arrojándolo de espaldas contra un pedestal de mármol, lo que lo dejó momentáneamente aturdido.
Maldred saltó por encima de un pequeño cofre e intentó colocarse entre los dos combatientes.
—¡Detened esto! —vociferó el hombretón.
El ogro pasó veloz junto a él, extendió el brazo hacia el suelo y volvió a agarrar el tobillo de Dhamon, alzándolo hasta que quedó suspendido boca abajo, y sus dedos inertes rozaron el suelo de piedra.
—¡Lo mataremos por esta atrocidad! ¡Le entregamos la espada de Tanis el Semielfo e intenta matarnos con ella! ¡Increíble, eso es lo que es! ¡Nos lo mataremos despacio y dolorosamente!
—Debe de haber un motivo —Maldred estaba justo detrás de él—, un ataque de locura. Es mi amigo y…
—¡Acaba de firmar su sentencia de muerte! —aulló el otro—. Lo despellejaremos por esto y dejaremos su carne para que los carroñeros se den un banquete con ella. Le… ¡ahh!
El ogro se dobló hacia adelante y soltó a Dhamon, que había recuperado el sentido y conseguido acuchillar la pantorrilla del ogro con la aguja de su broche para capa de zafiro.
El humano rodó lejos del ogro que seguía profiriendo juramentos buscó a tientas por el suelo la ornamentada espada y se agazapó, listo para enfrentarse a la carga del otro. Cuando tal cosa no sucedió, Dhamon se incorporó y avanzó despacio.
—¿Cómo te atreves, humano insolente? —chilló Donnag; la cólera enrojecía aún más su ya de por sí rubicundo rostro—. Vamos a…
—… morir si no me entregas la auténtica espada de Tanis el Semielfo —finalizó el humano; dio un salto y blandió la espada contra las piernas del ogro, cortando los caros pantalones y haciendo brotar sangre.
El caudillo aulló y retrocedió. Entonces, Maldred corrió a intervenir, y le cortó firmemente el paso a Dhamon.
—Aparta, Maldred —el humano escupió cada palabra con énfasis; sus ojos tenían una expresión sombría, las pupilas invisibles, los labios se crispaban en una mueca feroz—. ¡Es la última vez que esta pomposa criatura envanecida me engaña!
—Gobierna en todo Blode, amigo mío. —El hombretón se mantuvo firme, listo para interceptar a su camarada—. Es poderoso. Tiene a sus órdenes todo un ejército, aquí y desperdigado por las montañas. —Las palabras surgieron como un torrente de los labios del ladrón—. ¡No puedes enfrentarte a él, Dhamon! ¡Coge la espada y huye! Abandona la ciudad y yo ya te localizaré más adelante.
—No pienso huir a ninguna parte.
Mientras lo decía, se lanzó hacia la derecha y Maldred dio un paso para detenerlo. El grandullón comprendió demasiado tarde que el movimiento del otro era una maniobra, pues en su lugar, Dhamon giró a la izquierda, los pies moviéndose veloces sobre piedra y monedas, para darse impulso con las piernas y saltar.
Pasó por encima de una larga caja de hierro y se arrojó contra Donnag, al que volvió a derribar. El ogro cayó pesadamente al suelo, y quedó tumbado desgarbadamente sobre un montón de monedas de acero. Dhamon estrelló la empuñadura de la espada contra el rostro del caído, sonriendo satisfecho al oír el crujido de huesos. Donnag gimió mientras Dhamon proseguía su ataque, golpeando repetidamente con el pomo del arma y rompiendo varios dientes. El humano volvió a apretar la hoja contra la garganta del ogro, echando una ojeada por encima del hombro para mirar a Maldred.
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