Jean Rabe - El héroe caído

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El héroe caído: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Hasta qué punto puede un héroe deshornarse? ¿Tanto como para perder su alma? Dhamon Fierolobo, Héroe del Corazón del pasado, se ha sumido en una amarga vida de crimen y sordidez. Ahora, mientras los poderosos dragones, señores supremos de la Quinta Era, conspiran fríamente para consolidar su dominio y destruir a sus enemigos, Dhamon debe encontrar la fuerza de voluntad para redimirse. Aunque tal vez ya sea demasiado tarde.

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Chapoteó hacia los restos parcialmente sumergidos de lo que parecía ser una casa y arrancó un tablón.

—Sí, algo como esto servirá. —Se quitó la camisa y empezó a rasgarla en tiras para hacer un tosco entablillado—. Arrojaría a Dhamon Fierolobo a la capa más inferior del Abismo —rezongó.

Rikali gimió con suavidad, y su rostro se crispó en evidente malestar mientras luchaba por recuperar el sentido. Los dedos de su mano sana se deslizaron hacia abajo para tocar su vientre.

—El bebé —susurró—. Por favor que mi bebé esté bien.

—¿Estás embarazada? —Rig la contempló consternado—. ¿Lo sabe Dhamon?

Ella negó con la cabeza.

—Y tú no se lo dirás —dijo, antes de volver a perder el conocimiento.

El marinero se dedicó a recolocar todas sus posesiones. Todas las dagas quedaron sujetas sobre el pecho, la larga espada colgaba al costado, la alabarda volvió a ir atada a la espalda. Tuvo que mover las cosas un poco para estar cómodo, pues resultaba difícil transportarlo todo y, además, a la semielfa, pero ya se las arreglaría.

Rikali profirió un quejido cuando él la tomó en brazos. Rig alzó los ojos hacia la montaña.

—Imagino que tendremos que probar este camino —decidió—. Pero lo haremos con calma.

* * *

Fiona se irguió muy tiesa en su armadura solámnica, que había limpiado hasta hacerla brillar como un espejo a su regreso de las catacumbas enanas. El trabajo le había dado algo en que ocuparse mientras aguardaba a Rig y a Dhamon, y mientras Maldred mantenía una reunión secreta con el caudillo Donnag.

Llevaba los cabellos sujetos detrás del cogote en dos tirantes trenzas, lo que no era muy corriente en ella, y el chamán ogro había curado la herida de la mejilla, a instancias de Maldred que, además, había corrido con todos los gastos. Las extremidades le dolían aún un poco después de la ardua aventura montaña arriba y en el interior de las ruinas enanas y el posterior regreso a Bloten. Pero su aspecto no delataba su auténtica fatiga.

Sacó pecho mientras deambulaba sobre el barro frente a los hombres que Donnag le había proporcionado como escolta para su rescate. Era tal como le había prometido. Cuarenta ogros robustos, el más bajo alzándose casi tres metros por encima de ella. Todos llevaban algún tipo de coraza, en general placas de piel curtida con tachuelas de metal desperdigadas en aleatorios dibujos. Tal vez los dibujos significaban algo en la lengua de los ogros. Unos pocos lucían cotas de malla y espinilleras de cuero, y algunas piezas de armadura parecían casi nuevas. Casi todos se cubrían con alguna clase de casco, y unos cuantos llevaban largas capas de fina tela oscura, que la continua lluvia oscurecía aún más. Se mantenían todos firmes, con las espaldas rectas y un porte impresionante muy distinto al aspecto encorvado que exhibía la mayor parte de la población de Bloten.

Si bien sospechaba que se sentían molestos con ella porque era una humana —una mujer— y, por encima de todo, una Dama de Solamnia— estaba segura de contar con su lealtad, ya que el caudillo Donnag les había ordenado que siguieran todas sus órdenes hasta la muerte si era necesario. También sospechaba que se les pagaba muy generosamente, aunque no sabía si era Donnag o Maldred quien se ocupaba de ello, y tampoco quería averiguarlo.

Sólo unos pocos podían hablar su lengua, y lo hacían de forma vacilante y pronunciando mal la mitad de las palabras. Maldred había dicho que todos los hombres eran luchadores bien adiestrados que habían tenido escaramuzas con los enanos de Thoradin, los hobgoblins y goblins de Neraka, y los dracs y abominaciones que invadían las colinas de Donnag procedentes del pantano. Su aspecto fornido y las gruesas cicatrices revelaban numerosas batallas previas.

Desde luego formaban un grupo muy poco agraciado. La mayoría tenía verrugas y furúnculos salpicando la piel que quedaba al descubierto, y la lluvia aplastaba sus ralos cabellos contra los costados de sus cabezas. Otros tenían dientes que sobresalían de sus labios hacia arriba o hacia abajo, y a unos cuantos les faltaban trozos de oreja. Uno lucía una nariz casi cadavérica. La piel de todos iba de un castaño claro, del color de la arena, a un marrón oscuro, del tono de la corteza de un castaño. Había tres hermanos cuya piel mostraba un tinte verdoso, y Fiona se dijo que les daba un perpetuo aspecto enfermizo; otro tenía la piel casi tan blanca como el pergamino. Maldred había explicado que ese individuo era un chamán en ciernes, ligeramente adiestrado en las artes curativas, y que su presencia podría resultar beneficiosa, dependiendo de qué habitantes de la ciénaga se cruzaran con ellos.

Algunos de los ogros llevaban una única arma, siendo ésta una larga espada curva que, por lo que la mujer había averiguado, se forjaba allí en Bloten y se entregaba a los que gozaban del favor de Donnag. Otros iban prácticamente tan cargados como Rig: con hachas atadas a la espalda, ballestas pensadas para manos humanas colgando de sus cintos, largos cuchillos enfundados sujetos a sus piernas y garrotes de púas en las manos. Necesitarían todas esas armas y muchas más, se dijo Fiona. Necesitarían suerte y la bendición de los dioses ausentes.

¿Y ella qué necesitaba? reflexionó la guerrera. ¿Una buena dosis de sentido común? ¿Qué hacía ella allí? Cometer una falta de decoro tras otra, se reprendió. Asociarse con ladrones, que posiblemente también eran considerados asesinos, hacer tratos con un despreciable jefe ogro y mandar una escuadrilla de aquellos seres. Estaba segura de que la Orden Solámnica no lo aprobaría. Y en lo más profundo de su ser, ella tampoco lo hacía. Tal vez la expulsarían de la Orden si descubrían lo que había hecho. ¿Y su hermano? ¿Qué pensaría Aven de los extremos hasta los que era ella capaz de llegar en sus esfuerzos por pagar su rescate?

—Aven —musitó; todo estaría bien, todo esto, se dijo, si conseguía obtener su libertad. Ya tendría tiempo para expiar sus acciones cuando su hermano estuviera junto a ella.

No obstante… su sensibilidad se veía asaltada por ciertas dudas. Tal vez debería abandonar todo eso ahora.

—¡Fiona! —llamó Maldred, que acababa de salir del palacio de Donnag y trotaba hacia ella, con una amplia sonrisa en el rostro—. Dhamon está bien, viene de camino.

La dama relegó sus preocupaciones a un rincón de su mente y aguardó a que el otro llegara junto a ella. El hombretón posó una mano sobre su hombro.

—Eso es una buena noticia —replicó, alzando la vista hacia su bien afeitado rostro—. Me alegro de que no le haya ocurrido ninguna desgracia durante el derrumbamiento. —No obstante sus palabras, Fiona parecía imperturbable ante la noticia, pues quería aparecer estoica e indiferente ante su tropa de ogros—. Y esta información sobre Dhamon te ha llegado debido…

—¿Recuerdas? Soy un ladrón que flirtea con la magia. —Los ojos de Maldred se clavaron en los de ella—. Dhamon encontró un modo de salir de la montaña a muchos kilómetros del lugar por el que salimos nosotros. Al menos tardará un día o dos más en llegar aquí.

—¿Y Rig?

Los labios del hombretón se curvaron hacia abajo.

—El marinero lo sigue. También él se encuentra bien. No te preocupes por su persona.

—No me preocuparé por él —repitió la mujer en voz baja.

Al cabo de dos mañanas, con la lluvia amainando hasta convertirse en casi una llovizna, Maldred salió del palacio de Donnag y fue al encuentro de Fiona en el jardín del caudillo ogro. No había flores, sólo innumerables hierbajos alimentados por las lluvias. La mayoría tenía espinas, con retorcidas enredaderas de un color gris verdoso que intentaban trepar por las pocas estatuas desperdigadas por el lugar o que enviaban sus apéndices a recorrer los senderos de adoquines. El jardín ocupaba un patio circular frente al imponente comedor de Donnag y perfumaba el ambiente con una mezcla de fragancias agradables y acres.

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