Jean Rabe - Redención
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—Encontraré un cubo —le indicó Dhamon—. Tiene que haber algo en esta ciudad que…
La solámnica dio media vuelta, y se dirigió a la tienda más próxima.
—De acuerdo —convino él—. Tú buscarás el cubo.
—Descendería ahí abajo para conseguir algo de beber —manifestó Ragh, ocupando el lugar de la mujer junto al pozo—, si estuviera seguro de que las piedras no iban a ceder.
El draconiano se inclinó sobre el borde y miró al fondo con anhelo. Rozó una piedra con la rodilla, y varias de las colindantes se movieron.
—Creo que un viento fuerte podría derribarlo. —Alzó la mirada y sus ojos se encontraron con los de Dhamon—. Aquí no debe haber vivido nadie desde hace años.
—Sí, eso es seguro. —Su compañero indicó el sumidero situado detrás del edificio inclinado—. Es evidente que la gente se marchó cuando el terreno se tornó inestable.
—Tal vez. —La expresión del draconiano era dubitativa—. ¿Has echado una buena mirada a la entrada principal de la posada que hay allí?
Dhamon se apartó del pozo, movimiento que provocó que una piedra cayera al agua del fondo, y regresó a la calle principal. La posada mencionada por el draconiano se encontraba unos pocos edificios más allá y en una ocasión debió de resultar bastante impresionante, pues había tenido tres pisos de altura, aunque la mitad del superior había desaparecido. El edificio era una mezcla de madera y piedra, con la piedra pintada de color verde oscuro, si bien sólo quedaban partículas de aquel color. Un banco roto sobre el extenso porche estaba adornado con incrustaciones de trozos de conchas y cuentas de bronce. El letrero, caído y partido en dos sobre los peldaños, proclamaba que su nombre era Hostería La Esmeralda Hechizada. Unos pantalones aleteaban en los peldaños, con el cinturón enganchado en una rendija, lo que impedía que el viento se los llevara. La camisa que los acompañaba estaba atrapada bajo el banco, y también había zapatos y una pipa. Una bolsa de tabaco sobresalía de un bolsillo. Era como si alguien se hubiera quitado la ropa, la hubiera extendido en el suelo, y se hubiera marchado. Mientras Dhamon y Ragh echaban un vistazo, la brisa restalló helada a su alrededor, y el aliento empezó a desprenderse de sus bocas en forma de vaho blanquecino. A continuación, el viento se tornó ligeramente más cálido, lo que les provocó cierta inquietud.
—Tal vez no fueron los sumideros lo que hizo que la gente se marchara —comentó el draconiano, mientras comprobaba la resistencia de los peldaños y ascendía con precaución.
Dhamon oteó la calle, en la que se veían más prendas esparcidas por edificios, escaleras y carromatos volcados, allí donde el viento las había dejado.
—A lo mejor fue otra cosa. Echemos una rápida mirada, consigamos un poco de esa agua y algunas provisiones, y salgamos de aquí.
—Demuestras tener inteligencia para ser un humano. Tampoco yo quiero permanecer aquí más tiempo del necesario. —El sivak dio un suave empujoncito a la puerta para abrirla y asomó la cabeza al interior—. Primero pienso averiguar si esta ciudad tiene un nombre, para intentar descubrir dónde nos encontramos. Tiene que haber mapas en un lugar como éste, y con un poco de suerte encontraré uno. Luego, podemos buscar un modo de salir de aquí y proseguir nuestro camino… en pos de Nura Bint-Drax.
Dhamon siguió con la mirada a Ragh mientras éste se introducía en el edificio, cuya vieja puerta se cerró con un portazo tras el draconiano, y a continuación siguió la calle un poco más allá, en busca de una taberna. Esperaba encontrar jarras para agua, y quizás algunas botellas de bebidas alcohólicas con las que mantener alejado el frío otoñal. Mientras deambulaba, echó ojeadas a las ropas abandonadas y agujereadas por la arena que poblaban la calle. Su camino lo condujo hasta una panadería. Las hogazas de pan que vio tras el escaparate parecían ladrillos descansando sobre un lecho de arena; y si bien había indicios de que algunos insectos se habían dado un banquete con el pan, no había la menor señal de ratas o aves. Atisbando en las sombras, distinguió mostradores en el interior llenos de pastelillos endurecidos por el tiempo, así como un vestido y un delantal descoloridos, unas zapatillas y un sombrero que estaban tirados en el suelo en el centro de la habitación; no muy lejos se veía el vestido de una niña, una muñeca, y lo que parecía el collar de un perro.
—No hay gente, y no hay animales.
Se encaminó al siguiente edificio, uno que años atrás había sido vistosamente pintado con símbolos extraños, y resiguió uno de los dibujos con el dedo. Había visto algo parecido antes, puede que en un volumen arcano que le hubiera mostrado su amigo Maldred. Los restos de una cortina de cuentas tintineaban en el umbral, y el aroma de algo no desagradable surgía del interior. Se dijo que tal vez se trataba de la vivienda de un hechicero, y por lo tanto un lugar que contenía información sobre la extraña ciudad, de modo que olvidó momentáneamente la sed, el hambre y la cautela, y apartó las cuentas para pasar al interior.
Fiona se encontraba en el interior de una tienda de artículos para granjeros y había sujetado la puerta para que se mantuviera abierta y dejara pasar más luz. Las mercancías se hallaban pulcramente expuestas en estanterías que ocupaban tres de las paredes de la estancia, y, aunque en una primera ojeada no vio ningún cubo, sí descubrió una enorme jarra vidriada que se apresuró a coger. Apartó una telaraña y sopló el polvo de una sección de la parte superior del mostrador, depositó allí la jarra, y luego procedió a llenar una bolsa de cuero que había hurtado. En la estantería más próxima había una pequeña vajilla de plata deslustrada y también la añadió a su colecta.
—Dhamon debería estar haciendo esto, debería robar él, no yo —masculló en tono sombrío—. Él es el ladrón. Igual que su amigo ogro, Maldred. Un mentiroso. Mentiroso. Mentiroso.
Inspeccionó con más atención los estantes; había clavos de distintos tamaños, martillos, y todo un anaquel dedicado a utensilios de construcción. También había cuerdas. Eligió una para reemplazar la que estaba podrida en el pozo, y encontró asimismo media docena de faroles y una gran jarra de cristal llena de aceite. Tomó nota, mentalmente, de que debía regresar y llenar un par de los faroles de modo que tuvieran algo de luz cuando el sol desapareciera por completo; lo que sucedería muy pronto, a juzgar por la tenue luz anaranjada que se esfumaba ya de la tienda.
Había unas piezas de tela colocadas cerca del suelo, aunque ninguna le resultó atractiva; parecía un género ordinario y estaban cubiertas de polvo y telarañas. Descubrió un par de cuchillos de monte, y éstos fueron a parar rápidamente a su cinturón. Le servirían hasta que tuviera la suerte de tropezarse con una espada larga. De todos modos, no parecía haber ninguna arma auténtica o escudo allí dentro, por lo que tendría que buscar un armero cuando hubiera bebido hasta saciarse.
Palas, azadas y rastrillos estaban cuidadosamente apoyados tras el mostrador y en el centro de la pared trasera. Había recipientes con etiquetas en las que se leía «judías» «trigo» y «centeno», con cuyo contenido los insectos se habían dado todo un festín. Un barril contenía una masa de cebolletas, tan endurecidas y consumidas que podrían haber pasado por canicas.
Mientras miraba detrás del mostrador, Fiona se estremeció cuando una ráfaga de aire helado penetró en la tienda. Al cabo de unos instantes, el aire se tornó algo más cálido. En medio de la creciente oscuridad, la mujer contempló con fijeza un par de pantalones, una túnica negra y un guardapolvo, depositados, bien extendidos, sobre el suelo con unos zapatos situados en los extremos de los fruncidos dobleces de los pantalones. Un sombrero con alas estaba colocado a unos treinta centímetros del cuello de la túnica, y al final de la manga se veía un cálamo. Era como si el tendero, antes de partir para llevar a cabo algún misterioso recado, se hubiera quitado cuidadosamente las ropas y las hubiera dejado allí.
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