Jean Rabe - Redención

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¿Existe la redención para un héroe caído o no hay marcha atrás? Poseído por la maldición de una escama de dragón, Dhamon Fierolobo teme la muerte y el poder insidioso de sus propios demonios. En una carrera contra el tiempo y el destino a través de Ansalon, Dhamon busca compensar sus pasados errores. En su camino se cruzan agentes de un misterioso dragón: si no consigue vencerlos, es posible que pierda su alma.

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Debajo del mostrador había una jarra de monedas, casi llena por completo de monedas de acero. Fiona fue a coger el recipiente, pero vaciló.

—Soy una dama solámnica —dijo—; en nombre de Vinas Solamnus, ¿qué estoy haciendo? —Los dedos revolotearon dubitativos sobre la jarra—. Si al menos Rig estuviera aquí, él…

—Pero sí estoy aquí.

La mujer giró en redondo, buscando el origen de la voz.

—¡Rig! —El corazón le dio un salto de alegría—. ¡Sabía que me encontrarías! Yo… ¿dónde estás?

No vio a nadie; estaba totalmente sola en el establecimiento.

—Estoy en la trastienda. Detrás de la cortina. Te he echado mucho de menos, Fiona.

La dama soltó sin pensarlo la bolsa de cuero, apartó la cortina, y penetró precipitadamente en la oscuridad del otro lado.

—Esto no es la vivienda de un hechicero.

Dhamon estaba de pie en el centro de una habitación pequeña que, desde luego, no era la clase de habitación que habría sido decorada por ninguno de los hechiceros que él conocía. Las paredes estaban cubiertas de pieles de animales llamativamente teñidas, y por más de aquellos enigmáticos símbolos que había visto en el exterior del edificio; de colores más vivos éstos que los del exterior debido a que el sol no los había descolorido. Varios estantes estrechos exhibían cráneos de animales pequeños y cuencos de cristal con capas de arena de colores, lo que daba al lugar un aspecto, a la vez, bárbaro y llamativo. Había jarras llenas de sustancias secas, flores prensadas y hierbas, campanillas con símbolos pintados, colecciones de cuentas y bastones festoneados de plumas; todo ello, dispuesto de tal modo que parecía como si el local hubiera sido una tienda y todas aquellas curiosidades estuvieran a la venta. Había un impresionante tapiz, que mostraba un cuarteto de pegasos alzados sobre los cuartos traseros sobre el cuerpo de un oso de dos cabezas. Y también estaba el intrigante aroma que lo había atraído al interior. Emanaba de una bandeja repleta de raíces bulbosas: todas ellas en apariencia frescas y sin rastro del polvo que cubría todo lo demás.

—Hechicería, sí, pero no de algún camarada de Palin. Tal vez esas raíces sean comestibles, pero no estoy hambriento hasta ese punto.

Un registro reveló yesca y acero, y Dhamon encendió una recargada lámpara llena de un embriagador aceite almizcleño. La cabeza empezó a darle vueltas debido al sofocante aroma, que le producía la sensación de estar borracho, e hizo un movimiento para apagar la lámpara, pero se contuvo cuando la luz se propagó y bañó la estancia con un cálido resplandor. Descubrió, entonces, más curiosidades, incluidos algunos animales disecados: una serpiente enroscada, un lagarto de cola rizada y un erizo con seis patas, pero no consiguió encontrar un solo trozo de pergamino que le proporcionara alguna pista respecto a dónde se encontraban él y sus compañeros.

Cortinas y cuentas colgaban de una viga que recorría la parte trasera de la habitación, para separar, tal vez, la pequeña tienda de la vivienda del propietario. Quizás encontraría documentos allí.

Al aventurarse tras las ristras de cuentas, se encontró en una estancia mucho más grande con una mesa cubierta de arena que no le llegaba más arriba de las rodillas. Quitó el polvo y depositó la lámpara sobre la mesa, frunciendo el entrecejo al contemplar su aspecto desaliñado reflejado en la superficie. La mesa estaba hecha de nogal pulimentado y lucía incrustaciones de plata; se trataba, pues, de una auténtica obra maestra. Dispuestos alrededor de ella había unos cojines abullonados, todos con una capa de polvo y de caparazones de insectos, y en el centro de la mesa se veía un montón de huesos de dedos y patas de pollo fosilizadas, cubos de madera pintada y una copa que contenía hojas verdes secas.

Pañuelos y cintas colgaban del techo, y había hileras de estantes sobre los que reposaban diminutos animales disecados, cráneos de monos, esculturas de cristal de insectos, tarros con arena y polvos, y rollos de pergaminos de aspecto frágil. Los ojos de Dhamon se posaron en estos últimos. «A lo mejor sí hay un mapa aquí, después de todo», pensó.

Alargó la mano hacia el pergamino más grueso, y su mano rozó una talla de un oso del tamaño de una ciruela. Era uno de los innumerables animales tallados, cuyos tamaños iban desde el de una pequeña cereza al de una manzana grande, que se balanceaban de unas cuerdas desde las estanterías superiores. Unas cuñas de cristal de colores se balanceaban también en el aire y atrapaban la luz de la lámpara, que luego proyectaban en forma de figuras arremolinadas por toda la habitación. Observarlas le hacía sentirse mareado.

No se trataba de un hechicero; aquello era el establecimiento de una pitonisa, decidió, algo decepcionado. Una que hacía tiempo que se había marchado de aquella ciudad. Introdujo el pergamino bajo el brazo y al alargar la mano para coger los otros, su mirada se fijó en el cojín de mayor tamaño. Una túnica de color morado recorrida por hilos metálicos descansaba sobre él; no muy lejos había brazaletes, también pendientes, y una especie de complejo sombrero. Unas delgadas cartas de madera surgían del extremo de una manga, y sobre dos de los otros cojines estaban esparcidas más prendas abandonadas.

—Clientes que también desaparecieron hace tiempo. Deberíamos hacer todo lo posible por marcharnos de aquí cuanto antes —murmuró para sí, inquieto.

—¡Rig! ¡Rig! No te encuentro; está demasiado oscuro aquí dentro.

Una parte cuerda de Fiona sabía que era imposible que el marinero estuviera en ninguna parte de ese lugar, y también sabía que debía marcharse e ir en busca de Dhamon; pero aquella parte de ella se veía aplastada por la locura que había echado raíces en la Dama de Solamnia.

—¡Rig! Es muy difícil ver aquí dentro. Sal fuera conmigo. Esto está demasiado oscuro. Y hace frío; hace mucho, mucho frío.

—Helado como una tumba.

—¿Qué has dicho, Rig?

Echó una ojeada a su espalda, donde las cortinas se agitaban, y consideró la posibilidad de retroceder hasta la tienda para coger uno de aquellos faroles. Tal vez el ergothiano se escondía, herido, desfigurado por los dracs y los draconianos contra los que habían luchado en Shrentak. Quizá no quería que ella lo viera con cicatrices y deformidades; pero a ella no le importaba qué aspecto tuviera, ya que lo amaba.

—No importa si estás desfigurado —dijo con dulzura, a la vez que sus dedos tocaban su propio rostro afeado por el ácido—. Siempre te querré.

Calló unos instantes y escuchó, luego repitió:

—No te veo, Rig. ¿Qué dijiste?

—Dije que estoy aquí, mi adorada dama, aguardándote. Te he echado mucho de menos.

—También yo te he echado de menos, y…

Un remolino negro se separó de las sombras y giró sobre sí mismo como si se tratara de un pequeño torbellino; el negro remolino no produjo ninguna brisa, pero de él surgió una repentina oleada de frío intenso.

—¡Rig! —Fiona contempló con fijeza la masa en movimiento, en un intento de ver detrás de ella y encontrar al marinero, para advertirle de la presencia del misterioso remolino—. ¡Rig! Ten cuidado, cariño…

—Querida Fiona, no sabes cómo he rezado para que vinieras a buscarme.

La voz era la del ergothiano, pero la mujer comprendió, horrorizada, que emanaba del negro torbellino.

—¿Rig? —Abrió los ojos de par en par, llena de incredulidad—. Tú… tú… tú no puedes ser Rig. No eres…

De improviso la habitación se iluminó y todas las sombras quedaron desterradas por un sobrenatural resplandor amarillo que surgió del centro del remolino. Mientras la solámnica observaba, el torbellino se convirtió en llamas negras que lamían el aire, y luego se transformó en humo que ascendía en espiral. Las volutas dejaron de girar y se entrelazaron hasta adoptar una forma humana; entre tanto, el espectral fulgor disminuyó pero sin desaparecer del todo. Aunque por algún don mágico Fiona esperaba ver aparecer a Rig, lo que vio en su lugar fue un duplicado de sí misma.

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