Jean Rabe - Redención

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¿Existe la redención para un héroe caído o no hay marcha atrás? Poseído por la maldición de una escama de dragón, Dhamon Fierolobo teme la muerte y el poder insidioso de sus propios demonios. En una carrera contra el tiempo y el destino a través de Ansalon, Dhamon busca compensar sus pasados errores. En su camino se cruzan agentes de un misterioso dragón: si no consigue vencerlos, es posible que pierda su alma.

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—He aguardado mucho tiempo —dijo la imagen de Fiona, adoptando todavía la voz del marinero—. Ha transcurrido casi un año desde la última vez que alguien pasó por aquí.

—N… n… no comprendo. —La mujer retrocedió un paso—. ¿Qué sucede? ¿Rig? ¿Dónde está Rig? ¿Qué…? —Dio medía vuelta para huir, pero la imagen de Fiona alargó veloz una mano para sujetarla de la muñeca.

La solámnica chilló, pues su duplicado tenía un tacto tan helado como el hielo más gélido.

—¡Suéltame!

—Pero, querida Fiona, de verdad te he estado esperando.

La imagen la hizo girar sobre sí misma, mientras sus dedos se hundían profundamente en la carne de la mujer y la hacían sangrar, y los alfileres al rojo vivo que eran los ojos se clavaban en su rostro.

Con la mano libre, Fiona sacó uno de los cuchillos de su cinturón y lo hundió en el pecho de su doble; la hoja penetró, pero no brotó sangre, y la criatura no pareció sentir nada.

—Hace tanto tiempo que no ha habido gente real aquí —repitió el duplicado de la solámnica.

La imagen de Fiona ya no exhibía la voz de Rig, sino que usaba una que era baja, musical e inhumana. Echó un vistazo al cuchillo que sobresalía de su pecho y sonrió maliciosa.

—Ha… ha… hablabas con la voz de Rig —tartamudeó Fiona—. Me engañaste, me hiciste creer que… ¿qué eres, en realidad?

—Tu mente hizo que mi voz sonara así, dulce Fiona.

El duplicado de la mujer abrió la boca de par en par, y allí donde debería haber habido dientes no había más que motas de luz centelleante.

—Tenías la misma voz de Rig, y tienes mi aspecto, y…

—Tengo el aspecto de mis víctimas, Fiona. Es lo que hago, es lo que todos los de mi especie hacen.

—Una vez que me hayas matado —declaró la mujer—, mis ropas yacerán también vacías.

El duplicado de la dama asintió con la cabeza, y los cabellos flotaron en el aire como hilillos de humo teñido de rojo.

—Cierto, mis hermanos y yo matamos a toda la gente que vivía aquí, éramos muy codiciosos, entonces. Y estúpidos. Diezmamos la población en exceso, y por eso ahora no matamos muy a menudo. Sólo nos alimentamos, y hace mucho tiempo que no me he alimentado. Viene tan poca gente a esta isla ahora, Fiona. Debemos proteger a nuestro ganado y permitir que la manada se multiplique.

—¿Sois una especie de vampiros, entonces? —El color desapareció del rostro de la solámnica, que había oído leyendas sobre esos espantosos no muertos—. Por el aliento de Vinas Solamnus, ¿sois…?

—No somos vampiros —la imagen de Fiona lanzó una risita—; somos productos de Caos.

El duplicado estudió a la dama, y los refulgentes ojos acariciaron su figura y ahondaron en su mente, para intentar, sin éxito, comprender a su última víctima.

—Eres de lo más interesante… Fiona. Tu memoria es turbulenta, nombres y rostros que se intercambian sin parar. No obstante, Rig es el nombre más importante para ti. Ese hombre parece ser el centro de todo. —La imagen de Fiona calló un instante, luego siguió hablando con la voz del marinero—: Resultas más clara y se te puede estudiar mejor cuando piensas en Rig, pero el resto de tus pensamientos guerrean entre sí y son imprecisos. Crecen y menguan como el mar.

—¿Eres una criatura de Caos? ¿El dios?

—Un engendro de Caos, nacido en el Abismo más profundo. Soy muerte y poder, y me encuentro solo ahora en esta ciudad. Mis hermanos se marcharon después de que nos alimentáramos en exceso de la gente del lugar. Los devoramos a todos, también a sus niños y mascotas, y a los que vinieron a buscarlos. Cuando no quedó nadie, los míos siguieron su camino, pero yo me quedé, y ahora me alimento de los pocos que de cuando en cuando pasan por aquí.

—¡Matasteis… a todos los habitantes de esta ciudad!

—Eso fue hace mucho tiempo ya. Nos alimentamos de sus recuerdos, y cuando no les quedó ninguno ya no tuvieron futuro. Se convirtieron en nada hace muchos, muchos años —respondió la criatura usando la voz de Rig—. Dejaron de existir.

—Es peor que el asesinato.

—Dejaron sus atavíos tras ellos. Patéticas ropas y pertenencias que dejaban constancia de su breve existencia.

—¡Repugnantes no muertos!

Fiona luchó contra la dominación de su diabólica imagen, pero su cuerpo se negó a responder; intentó coger el otro cuchillo, pero los dedos ya no cooperaron.

—Soy muerte y poder —repitió el duplicado de la solámnica con la voz de Rig—. Soy hambre, y debo saciarme. —Se inclinó al frente, y mientras los ojos cegaban a su víctima, los labios se separaron y motas de luz centellearon.

—No —replicó desafiante la auténtica Fiona—. ¡No lo conseguirás! —Pero se sentía impotente, vencida ya—. Por favor, no.

La imagen duplicada de la dama sostuvo con suavidad la cabeza de la solámnica entre las manos, se acercó más, y la besó.

La atmósfera se había tornado repentinamente fría, y Dhamon podía contemplar su propio aliento congelado. Soltó los pergaminos que había estado examinando y dio media vuelta, sin ver nada alarmante, aunque oyó algo que en un principio le pareció curiosamente similar al arrullo de una paloma. Escuchó con más atención, y comprendió que eran las risas suaves y lejanas de una mujer. Y él conocía la voz de aquella mujer.

«¿Feril? ¿Se trataba de Feril?». Abrió los ojos de par en par y su pulso se aceleró. Feril era la primera y única mujer que había amado realmente, una kalanesti de Ergoth del Sur que había sido uno de los pocos que sobrevivieron a la maldición de relacionarse con él. La joven, muy sensatamente, lo había abandonado hacía mucho, y aunque él no había visto a la muchacha en bastante tiempo, su amor por ella seguía siendo intenso.

—Feril —la palabra sonó en forma de susurro esperanzado.

Las risas se convirtieron en frágiles risitas, y la voz cambió, se metamorfoseó, pero siguió siendo dolorosamente parecida a la de Feril. En su expectación, Dhamon no advirtió que la temperatura de la estancia descendía a medida que las cantarinas risas se acercaban.

—¿Feril?

«Por favor, por todos los dioses desaparecidos, que se trate de ella», pensó.

Las risitas persistieron, pero ahora entendió algunas palabras: «Dhamon, amante mío, abrázame, te echo de menos». No, estaba equivocado, no se trataba de Feril, le habían engañado; pero se trataba de otra persona a la que amaba.

—¿Riki?

Podía tratarse de ella. La voz era fina y agradable y tenía un cierto dejo elfo.

«Amante mío. Amante mío. Amante mío», oyó Dhamon.

—Riki.

Estuvo seguro entonces de que era la semielfa, y el alivio anegó sus emociones. Necesitaba hablar con Riki, tenía la imperiosa necesidad de hablarle para poder arreglar algunas cosas, para asegurarse de que ella estaba bien y bien cuidada.

«¿Había tenido al niño ya? ¿Estaba éste bien? ¡Su hijo! No; no podía haberlo tenido —pensó—, aún no. Era demasiado pronto; aunque no tardaría en suceder, puede que dentro de unos cuantos días, una semana, en menos de un mes».

«Amante mío. Amante mío. Amante mío».

Sí, Riki lo llamaba así a menudo, cuando se encontraban juntos. Amante mío.

—Riki, ¿dónde estás? ¡Riki, soy yo, Dhamon! ¡Estoy aquí, Riki!

Sin embargo, tras pronunciar su nombre se reprendió a sí mismo. Aunque la semielfa incluso después de casada había seguido a Dhamon numerosas veces, no podía haberío seguido hasta allí… dondequiera que aquello estuviera. Sencillamente no era posible. ¿O sí lo era?

Las risas y las amorosas palabras eran sin lugar a dudas de Riki.

—Imposible.

—Nada es imposible, Dhamon. Estoy aquí, y te he echado de menos. ¿Me has echado de menos tú también?

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