Margaret Weis - Ámbar y Hierro

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El mundo de Krynn no cesa de cambiar e incluso los dioses pueden verse sorpendidos. Y si eso ocurre con ellos, ¿qué oportunidades puede tener un simple mortal? Atrapados por unas fuerzas a los que ninguno de ellos podría enfrentarse solo, un pequeño pero decidido grupo de aventureros se unen en un esfuerzo desesperado por evitar una invasión.
Mina, tan enigmática como siempre, logra escapar para emprender una búsqueda que pondrá a prueba su voluntad. Mientras tanto, el mal se extiende por el mundo, ganando terreno día a día. Cuando incluso el alma de Krynn está en juego, hay que encontrar héroes aun en los lugares más oscuros.

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El monje no contestó, pero no dejó de sonreír, así que Beleño, que sabía que Rhys tampoco era hablador e imaginando que quizá eso fuese normal entre los monjes, interpretó ese silencio por una respuesta afirmativa.

Mientras Beleño y el monje caminaban hacia la boca de la gruta, el kender iba pensativo y, antes de salir, asió al monje por la manga y dio un tirón.

—Hablé con Majere en lo que podría decirse un tono incisivo —dijo con remordimiento— Fui muy descortés y tal vez herí sus sentimientos. ¿Querrás decirle que lo siento?

—Majere sabe que hablaste así impulsado por el cariño hacia tu amigo —contestó el monje—. No está enfadado. Cree que tu lealtad te honra.

—¿De veras? —Beleño enrojeció de satisfacción. Después lo asaltó la culpabilidad—. Me ayudó a forzar las cerraduras. Me bendijo. Supongo que debería rendirle culto, peto no puedo. No parece correcto.

—Lo que creamos no es importante —dijo el monje—. Lo importante es creer.

El monje hizo una inclinación de cabeza a Beleño, que se sintió muy azorado por semejante muestra de respeto e hizo una torpe reverencia a su vez, doblándose por la cintura, con lo que varios objetos valiosos que no recordaba que tenía se le cayeron del bolsillo de la camisa. Se agachó para buscarlos dentro del agua, y sólo después de haberlos recogido o haber aceptado que habían desaparecido fue cuando se dio cuenta de que el monje y la antorcha ya no estaban.

Para entonces, el kender no necesitaba luz. Se hallaba envuelto en un extraño fulgor ambarino en el que no había reparado hasta ese momento.

Salió de la gruta, convencido de que jamás se había alegrado tanto de marcharse de un sitio, mientras juraba que nunca volvería a pisar otra mientras viviera. Miró en derredor con la esperanza de hablar con el monje, ya que no había entendido muy bien eso de creer y en qué creer.

No había monjes.

Pero sí estaba Rhys, sentado en un altozano, e intentaba tranquilizar a Atta , que le lamía la cara y se le subía encima, a punto de tirarlo con sus frenéticas muestras de afecto.

Beleño soltó un grito de alegría y corrió colina arriba.

Rhys lo rodeó entre sus brazos y lo estrechó contra sí.

—Gracias, amigo mío —dijo con voz entrecortada.

El kender notó que le venía un resuello y no le habría importado dejarlo escapar, pero en ese momento Atta le saltó encima y lo derribó, y el resuello se ahogó en babas de perra.

Cuando Beleño pudo quitarse de encima a la excitada perra, vio que Rhys se ponía de pie y miraba hacia el mar con una expresión maravillada.

La plateada luz de Solinari brillaba fríamente sobre una isla en mitad del mar. La roja luz de Lunitari iluminaba una torre, negra contra las estrellas, que apuntaba hacia el cielo como una oscura acusación.

—¿Estaba eso ahí antes? —preguntó Beleño al tiempo que se rascaba la cabeza y se sacaba otro escarabajo del pelo.

—No —contestó Rhys.

—¡Jo, chico! —exclamó el kender, impresionado—. Me pregunto quién lo habrá puesto ahí.

Y, aunque nunca lo habría imaginado, sus palabras eran el eco de las de los dioses.

16

Lo primero que Chemosh vio al entrar en su castillo fue a Ausric Krell vivito y coleando; y tan en cueros como había llegado (de culo) al mundo. El formidable Caballero de la Muerte estaba acuclillado en una esquina del gran salón lamentándose de su mala fortuna y tiritando.

Al oír entrar al Señor de la Muerte, Krell se incorporó de un brinco y se puso a gritar con rabia.

—¡Mira lo que me ha hecho, mi señor! —La voz se alzó hasta ser un chillido estridente—. ¡Mira!

Chemosh miró y deseó no haberlo hecho. Ver el cuerpo desnudo, fofo, panzudo, pálido como la tripa de un pez, velludo, del hombre de mediana edad bastaba para revolver el estómago hasta a un dios. Miró a Krell con una expresión mezcla de asco y cólera.

—Así que Zeboim te ha echado el guante —comentó fríamente Chemosh—. ¿Dónde está?

—¡No fue Zeboim! —Krell arañaba el aire con las manos de pura furia, como si lanzara zarpazos al cuerpo de alguien—. ¡Esto me lo hizo Mina! ¡Mina!

—No me mientas, escoria —increpó Chemosh; pero, mientras refutaba la afirmación de Krell, el Señor de la Muerte sintió que una terrible duda asaltaba su mente—. ¿Dónde está Mina? ¿Sigue encerrada?

Krell se puso a reír y el semblante se le crispó con desprecio y miedo.

—¡Encerrada! —repitió mientras el regocijo gorjeaba en su garganta como si aquello fuera lo más divertido que había oído jamás.

—El miserable se ha vuelto loco —masculló Chemosh, que dejó al delirante Krell para ir en busca de Mina.

La noche estaba alumbrada por un fulgor ambarino que brillaba a través de las ventanas y que se colaba por las grietas de las paredes y las rajas de la mampostería. I ,e costaba trabajo ver por culpa de la cegadora luz y, mientras se protegía los inmortales ojos, sus dudas se acrecentaron.

Se dirigía a los aposentos de Mina cuando el castillo se sacudió y los muros temblaron. Un estruendo atronador y rechinante —un sonido como sólo había oído antes en una ocasión— hizo que se quedara inmóvil, estupefacto. La última vez que había oído semejante fragor fue cuando nació el mundo y las montañas se elevaron, los abismos se abrieron entre ellas y los mares hirvieron, blancos de espuma y de la gloria de la creación.

Chemosh intentó ver lo que ocurría, pero la luz era demasiado fuerte. Subió corriendo la escalera que llevaba a las almenas y, al llegar arriba, se frenó en seco.

Sobre una isla recién formada con roca negra se alzaba la Torre del Mar Sangriento. La torre reflejaba un brillo ambarino y allí, en las almenas, estaba Mina con los brazos extendidos; a los ojos deslumbrados del dios parecía que la joven la sostuviera en las manos. Entonces Mina se desplomó sobre las losas de piedra y se quedó tendida en el suelo, inmóvil.

Chemosh era incapaz de hacer algo más que mirar de hito en hito.

Zeboim salió del mar, caminó por el éter y se detuvo junto a Mina.

Los tres primos abandonaron sus mansiones celestiales y descendieron para contemplar a Mina.

El hombre-toro, Sargonnas, pasó por encima de la muralla del castillo y se plantó en el patio, desde donde fulminó con la mirada a Chemosh. Kiri-Jolith, armado y equipado para la batalla, también apareció, acompañado por la Sanadora, Mishakal, hermosa y fuerte. Habbakuk acudió, y también Branchala, con su arpa, y el viento tocó las cuerdas y creó un sonido lúgubre.

Morgion observaba desde las sombras, los miraba a todos con aborrecimiento y sin embargo allí presente, entre ellos. Chislev, Shinare y Sirrion estaban juntos, unidos por el asombro. Reorx se atusaba la barba; abrió la boca para decir algo, pero después, consciente del peso del silencio, el dios de los enanos la cerró de golpe y pareció sentirse incómodo. Hiddukel se mostraba sombrío y nervioso, convencido de que aquello perjudicaría a sus negocios. Zivilyn y Gilean fueron los últimos en llegar, ambos muy metidos en una conversación a la que pusieron fin en cuanto vieron a los otros dioses.

—Falta uno de nosotros —dijo Gilean con tono grave—. ¿Dónde está Majere? —Estoy aquí. —Majere avanzó lentamente entre ellos, sin mirar a ninguno, fijos los ojos en Mina, y su semblante reflejaba una aflicción indecible. —Zivilyn me ha dicho que tú sabes algo de esto. —Así es, Guardián del Libro. —Majere no apartó la vista de Mina.

—¿Desde cuándo lo sabes?

—Desde hace muchos, muchísimos eones, Guardián del Libro. —¿Y por qué lo mantuviste en secreto? —inquirió Gilean. —No me correspondía a mí revelarlo —contestó Majere—. Lo juré solemnemente.

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