Rhys había elegido no marcharse del monasterio. En su momento no habría reconocido tal cosa, pero ahora se daba cuenta de la razón que había tenido para no marcharse. Había creído, en su orgullo y su arrogancia, que había alcanzado la perfección espiritual. El mundo no podía enseñarle nada. Majere ya no tenía nada más que enseñarle.
—Lo sabía todo —musitó Rhys a la oscuridad—. Me sentía feliz y satisfecho. El camino que recorría era llano y fácil y daba vueltas y vueltas en círculo. Llevaba recorriéndolo tanto tiempo que ya ni lo veía. Podría haber caminado por él a ciegas. Sólo tenía que seguir adelante y siempre estaría allí para mí.
»Me decía que el camino giraba en torno a Majere. En realidad giraba en torno a nada. El centro estaba vacío. Inconscientemente caminaba al borde de un precipicio y, cuando sobrevino el desastre y el camino se resquebrajó bajo mis pies, no tuve adonde ir. Caí en la oscuridad.
«Incluso entonces, Majere intentó salvarme. Me tendió la mano, pero yo lo rechacé. Tenía miedo. Se me había arrebatado mi cómoda y soleada vida. Culpé al dios cuando tendría que haberme culpado a mí mismo. Quizá no habría podido impedir que Lleu asesinara a mis padres si hubiese estado presente, pero sí tendría que haber sido más comprensivo con el dolor de mis padres. Tendría que haberles tendido la mano cuando vinieron a mí en busca de ayuda. En cambio, los rechacé, me sentí molesto con ellos por incomodar mi vida con su miedo y su angustia. No pensé en sus sentimientos, sólo en los míos. —Rhys alzó los ojos hacia el cielo que no veía.
«Sólo hallé la fe cuando la perdí. ¿Cómo pudo ocurrir semejante milagro? Porque tú, mi dios, nunca perdiste la fe en mí. Camino por la oscuridad sin temor porque tengo tu luz dentro de mí...
Un frío y pálido resplandor alumbró la cueva, un fulgor semejante al que se conocía como «vela de muertos», la llama macilenta que a veces se veía arder encima de una tumba y que la gente supersticiosa interpretaba como un presagio de muerte.
Un hombre se materializó en la gruta. Era de tez pálida y de una belleza fría. Tenía el cabello largo y oscuro y vestía suntuosamente con terciopelo negro y camisa de fino lino con encaje en los puños. Miró a Rhys con unos ojos sin principio ni final.
—Soy Chemosh, el Señor de la Muerte. ¿Y tú quién eres? —añadió el dios, encolerizado.
Rhys se puso de pie e hizo una reverencia; las cadenas tintinearon a su alrededor. Que detestara a Chemosh por el mal que había llevado al mundo no quitaba que fuera un dios, un dios ante el que toda la humanidad había de presentarse algún día.
—Me llamo Rhys Alarife, mi señor.
—¡Me importa un bledo cómo te llamas! —repuso malévolamente—. ¡Eres el amante de Mina! ¡Eso es lo que eres!
El monje se quedó mirando a Chemosh tan pasmado que no se le ocurrió qué contestar a una acusación tan sorprendente.
El propio Chemosh parecía tener dudas. El Señor de la Muerte echó un vistazo a la oscura gruta y reparó en las cadenas y en los restos grasientos del cerdo salado, el agua fétida y el mal olor, porque Rhys no había podido hacer sus necesidades en otro sitio.
—Esto no es exactamente lo que yo llamaría un nido de amor —comentó el dios. Miró a Rhys con desagrado—. Ni tú tienes pinta de amante.
—Soy un monje de Majere, mi señor —aclaró Rhys.
—Eso ya lo veo —repuso Chemosh, que frunció los labios al echar un vil tazo a la túnica andrajosa de Rhys la cual había adquirido un matiz anaranjado con la luz espectral—. Entonces la cuestión que se plantea es: si no eres el amante de Mina, ¿qué significas para ella? Te trajo aquí, un monje larguirucho comido por las pulgas. —Chemosh se acercó más a él—. ¿Por qué?
—Tendrás que preguntárselo a ella, mi señor —dijo Rhys.
Habló con serenidad, aunque le costó esfuerzo. Asiendo firmemente el trozo de madera de su cayado, el monje le pidió en silencio a Majere que le diera valor. Su espíritu aceptaría la infalibilidad de la muerte, pero su carne mortal se estremecía y el estómago se le acalambraba.
—¿Por qué le eres leal? —demandó Chemosh, irritado—. ¿Por qué todo el mundo le es leal? ¡Juro por el Dios Supremo que nos creó y por Caos que nos destruirá que no lo entiendo!
Su ira se desató en la caverna como un viento tórrido. Sudoroso, Rhys se hincó la afilada punta de la astilla en la palma de la mano y se valió del dolor para evitar desmayarse.
—Te encadena a una pared y te atormenta... Veo la marca de su cólera en tu mejilla. O te ha abandonado aquí para que mueras de hambre o...
Chemosh hizo una pausa y miró al monje de hito en hito.
—Tiene pensado regresar. Para torturarte. ¿Por qué? Tienes algo que quiere, por eso lo hace. ¿Qué es, Rhys Alarife? Ha de tener un gran valor...
Rhys habría podido explicárselo, pero hacerlo iba en contra de sus convicciones. El alma de una persona era de su exclusiva propiedad, enseñaba Majere. Revelar o no sus misterios era decisión de cada cual. Mina, fuera por la razón que fuera, había decidido mantener su secreto, no se lo había contado a Chemosh. Aunque tuviera el alma negra por sus crímenes, le pertenecía a ella y a nadie más. Y revelar su secreto era cosa de ella.
Rhys guardó silencio. Un hilillo de sangre resbalaba por la palma de su mano y entre los dedos.
—Tu carne podrá desafiarme, pero tu espíritu no —dijo Chemosh con un timbre tan gélido como el aire de una tumba—. Los muertos no me pueden mentir. Cuanto tu espíritu se encuentre ante mí en la Sala del Tránsito de Almas me contarás todo lo que sabes.
«Y entonces os llevaréis una gran decepción, mi señor —pensó tristemente el monje—. Porque, a decir verdad, yo no sé nada.»
Chemosh se acercó más con la mano extendida hacia él.
—Te mataré rápidamente. No sufrirás, como te habría ocurrido en manos de Mina.
Rhys se dio por enterado con un leve asentimiento de cabeza. El corazón le latía de prisa y tenía la boca seca. Ya no podía hablar. Respiró hondo, sin duda lo que sería su última inhalación, y se preparó para lo que vendría a continuación. Cerró los ojos para no contemplar el horror del temible dios y encomendó su espíritu a Majere.
Sintió la bendición del dios fluir a través de él, y con su bendición llegó una serenidad sublime y un ladrido.
El ladrido de un perro. Justo fuera de la cueva. Y junto al ladrido de Atta sonó la voz aguda de Beleño.
—¡Rhys! ¡Hemos vuelto! ¡Eh, he conocido a tu dios! Me dio su bendición...
Rhys abrió los ojos, perdida por completo la serenidad. Chemosh se volvió a medias y miró hacia la boca de la gruta. —¿Qué es esto? ¿Un kender y un perro?
—Mis compañeros de viaje —contestó el monje—. Dejad que se vayan, señor. Son inocentes que se han visto envueltos en todo esto por casualidad.
—El kender afirma que ha conocido a tu dios... —Chemosh miraba a Beleño, intrigado.
—Es un kender, mi señor —adujo Rhys a la desesperada.
En ese inoportuno momento Beleño gritó...
—¡Eh, Rhys, he venido a negociar con esa tal Mina! —La voz y las pisadas del hombrecillo resonaron en la gruta—. ¡ Atta , no tan rápido!
—¿Negociar con Mina? —repitió Chemosh—. No parece tan inocente. Me parece que ahora tendré dos almas a las que interrogar...
—¡Beleño, no entres aquí! —gritó Rhys—. ¡Huye! ¡Llévate Atta y...!
—Cállate, monje —ordenó el Chemosh, que le puso la mano sobre la boca.
El frío de la muerte penetró en los miembros del monje. El terrible frío era como agujas de hielo en el riego sanguíneo. Un dolor desgarrador, gélido, atormentó su cuerpo. Gimió y forcejeó.
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