Margaret Weis - Ámbar y Hierro

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El mundo de Krynn no cesa de cambiar e incluso los dioses pueden verse sorpendidos. Y si eso ocurre con ellos, ¿qué oportunidades puede tener un simple mortal? Atrapados por unas fuerzas a los que ninguno de ellos podría enfrentarse solo, un pequeño pero decidido grupo de aventureros se unen en un esfuerzo desesperado por evitar una invasión.
Mina, tan enigmática como siempre, logra escapar para emprender una búsqueda que pondrá a prueba su voluntad. Mientras tanto, el mal se extiende por el mundo, ganando terreno día a día. Cuando incluso el alma de Krynn está en juego, hay que encontrar héroes aun en los lugares más oscuros.

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—¡Arrodíllate ante mí! —ordenó Mina.

Krell cayó a sus pies hecho un ovillo fláccido y envilecido.

—¡De ahora en adelante, me servirás! —le dijo Mina.

Krell balbució algo ininteligible.

Mina lo pateó, y el hombre chilló de dolor.

—¡Sí, sí! ¡Te serviré! —gimoteó.

Mina pasó ante el encogido Krell y fue hacia la puerta. La tocó y la hizo estallar en una llamarada ambarina. Cruzó a través de una lluvia de cenizas y salió al corredor oscuro. Miró el muro de piedra y lo derritió dejando a la vista una escalera de caracol, por la que ascendió los escalones que giraban en espiral hasta llegar a las almenas.

—Cuando regrese mi señor Chemosh dile que he ido a conseguir lo que su corazón anhela —resonó su voz en los oídos de Krell.

Krell permaneció encogido en el suelo. Le daba pánico abrir los ojos por miedo a ver a Mina. Finalmente, sin embargo, el suelo de piedra empezó a hacerle daño en las huesudas rodillas. El frío le tenía la carne de gallina y le arrugaba las partes pudendas. Krell se pellizcó un brazo y soltó un chillido; después gimió y maldijo.

No cabía duda. Mediana edad, cabello canoso, calvicie incipiente, piel cetrina y estómago fofo; ya había cumplido su deseo.

Era, de nuevo, un hombre vivo.

11

Mientras Ausric Krell pasaba un mal rato dentro del Castillo Predilecto, Beleño lo pasaba peor aún fuera de él. Tendría que haber reconocido a los discípulos zombis de Chemosh nada más verlos. Si hubiese estado prestando atención se habría dado cuenta de que los dos hombres que se acercaban por la calzada —los que había creído que eran enviados del dios para salvar a Rhys— no eran hombres en absoluto. A su alrededor no había el reconfortante halo luminoso, en su interior no alentaba vida alguna. Sólo eran unos bultos en la noche. Atta se había dado cuenta, y sus ladridos habían sido de advertencia, no de bienvenida. Ahora la perra estaba a su lado, temblorosa, gruñendo y enseñando los dientes.

Los dos Predilectos se detuvieron, miraron fijamente a Beleño con los vacíos ojos y el kender empezó a sentir inquietud. No sabía muy bien por qué, aunque le parecía recordar algo que había dicho Gerard sobre el esposo de alguien a quien habían cortado en pedazos. Pero cuando el alguacil lo comentó, él estaba pensando en qué habría de cena y no le había prestado atención.

Los Predilectos que había visto con anterioridad se habían mostrado muy dóciles todos mientras no estuvieran intentando seducir a alguien, y hasta el momento ningún humano —fuera o no Predilecto— había intentado seducirlo a él (aparte de aquella ramera en un callejón de Palanthas, y se le notaba que estaba completamente borracha).

Con todo, a Beleño no le gustaba la forma en la que esos dos lo estaban mirando. Los Predilectos no solían molestarse siquiera en dedicarle una ojeada; simplemente hacían caso omiso de él, y el kender había acabado por preferir que fuera así.

—Lo siento, chicos —dijo Beleño al tiempo que hacía un gesto con la mano—. Me equivoqué, creía que erais otros. Alguien vivo. —Esto último lo masculló entre dientes.

No sabía qué hacer. ¿Debería pasar a su lado caminando con desenvoltura y un festivo «¡juju!» o sería mejor dar media vuelta y echar a correr? El instinto votaba por dar la vuelta y salir pitando, y Beleño estaba a punto de obedecer cuando vio que uno de los hombres sacaba un cuchillo.

—¿Qué haces? —preguntó su compañero—. Es un kender.

—Sí, soy un kender —ratificó Beleño mientras retrocedía.

—No me importa —replicó el hombre con voz desagradable—. Voy a mandarlo con Chemosh.

—Es un kender —reiteró su compañero con asco—. Chemosh no quiere kenders.

—Tiene razón, ¿sabes? —le aseguró Beleño al del cuchillo—. Es como ponen en las posadas, lo de «no servimos a kenders». No se admiten kenders en el Abismo.» He visto los letreros, los hay por todas partes.

Miró a su alrededor con inquietud, pero no había ayuda a la vista, sólo la calzada vacía. Continuó retrocediendo poco a poco.

—A Chemosh le da igual —insistió el Predilecto—. Para él, un muerto es un muerto, y matar hace que el dolor desaparezca. —Esgrimiendo el cuchillo, avanzó hacia Beleño. El kender reparó en unas manchas oscuras que tenía la hoja.

«Asesiné a una mujer anoche —añadió el Predilecto en tono coloquial—. Destripé a la zorra. No logré que jurara entregarse a Chemosh, pero el dolor cesó. Inténtalo tú. Ayúdame a matar a este renacuajo.

Encogiéndose de hombros, el otro Predilecto recogió un trozo de madera para usarlo como garrote y los dos se dirigieron hacia Beleño.

Los Predilectos ya no asesinaban para obtener conversos para Chemosh, comprendió el kender con consternación. ¡Ahora mataban por matar!

Estaba a punto de señalar a los Predilectos con el dedo, dispuesto a derrumbarlos como había hecho con el minotauro, cuando recordó de repente que su magia no funcionaría con ellos. El corazón, que se le había caído a los pies, le subió de repente por las entrañas para finalmente aferrado por la garganta y sacudirlo.

Beleño había perdido un tiempo precioso para huir con su amago de lanzar un hechizo. Lo compensó al girar sobre sus talones rápidamente y salir como alma que lleva un diablo... o dos.

—¡ Atta !, corre! —dijo jadeante, y la perra salió disparada detrás de él.

Beleño era bueno en carreras cortas de velocidad; había practicado mucho a fuerza de superar a alguaciles, amas de casas enfadadas, granjeros furiosos y mercaderes iracundos. El repentino despliegue de velocidad pilló desprevenidos a los Predilectos y puso distancia entre él y sus perseguidores durante un poco de tiempo, pero ya estaba cansado por el esfuerzo de atravesar las dunas y trepar por peñascos afilados. Le faltaba energía para mantener la velocidad inicial y las fuerzas empezaron a flaquearle. Las rodadas en la calzada y alguno que otro parche de tierra y hierbas secas, así como las botas untadas con grasa de cerdo, no lo ayudaban precisamente.

Entretanto, los Predilectos habían aumentado su velocidad. Al estar muertos podían correr un mes seguido si querían, mientras que él imaginó que aguantaría sólo unos segundos más. No se molestó en mirar atrás, pero tampoco hacía falta ya que oía la respiración fuerte y las pisadas, y sabía que lo estaban alcanzando.

Atta ladraba con ferocidad, medio corriendo en pos de Beleño y medio girándose para amenazar a los Predilectos.

El kender respiraba ya con resuellos ásperos y dolorosos, tropezaba en el terreno irregular. Estaba a punto de caer rendido.

Uno de los Predilectos lo aferró por la punta de la camisa que ondeaba al viento, y Beleño pegó un tirón en un intento de soltarse, pero tropezó en un enorme parche de hierbas secas y se fue de bruces al suelo. Dispuesto a vender cara su vida, rodó sobre sí mismo y de repente se encontró en medio de lo que sólo podía describirse como una explosión de saltamontes.

Nubes de aquellos insectos saltadores y voladores zumbaron en el aire. Habían estado metidos entre las malas hierbas y se habían enfurecido al verse molestados tan bruscamente. Los saltamontes se le metían a Beleño en los ojos, por la nariz, se le colaban por el cuello de la camisa y por los pantalones. Rodó para quitarse del parche de hierba al tiempo que se daba palmetazos, cachetes y se retorcía. Atta corría en círculos mientras lanzabas dentelladas y mordiscos a los insectos. Beleño se quitó varios de los ojos y entonces vio, con gran asombro, que los saltamontes se habían lanzado al ataque contra los Predilectos.

Los dos hombres estaban literalmente cubiertos de insectos, con saltamontes prendidos por todas partes del cuerpo. Tenían dentro de la boca, se amontonaban sobre los ojos, se apelotonaban en los agujeros de la nariz. Los frenéticos insectos zumbaban al treparles por el cabello, los brazos, las piernas, y aún seguían saliendo más de las hierbas a todo lo largo del borde de la calzada.

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