Margaret Weis - Ámbar y Hierro

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El mundo de Krynn no cesa de cambiar e incluso los dioses pueden verse sorpendidos. Y si eso ocurre con ellos, ¿qué oportunidades puede tener un simple mortal? Atrapados por unas fuerzas a los que ninguno de ellos podría enfrentarse solo, un pequeño pero decidido grupo de aventureros se unen en un esfuerzo desesperado por evitar una invasión.
Mina, tan enigmática como siempre, logra escapar para emprender una búsqueda que pondrá a prueba su voluntad. Mientras tanto, el mal se extiende por el mundo, ganando terreno día a día. Cuando incluso el alma de Krynn está en juego, hay que encontrar héroes aun en los lugares más oscuros.

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El Señor de la Muerte lo sujetó firmemente, el tacto cruel le congelaba la sangre. Rhys cayó de rodillas.

Atta entró en la gruta a todo correr, vio a su amo arrodillado, obviamente atormentado por el dolor, y a un hombre inclinado sobre él. A Atta no le gustó ese hombre. Había en él algo cruel, algo que la asustaba. Para empezar, no tenía olor. Todas las cosas vivas y todas las cosas muertas tenían un olor, algunos agradables, y otros no tanto, pero ese hombre no, y eso la asustaba. En eso, el hombre era como esa mujer escandalosa y aborrecible del mar y como el monje que acababa de poner sobre ella las afables manos. Ninguno de los tres olía a nada, y para la perra eso era misterioso y aterrador.

Atta estaba asustada; el sencillo corazón se estremecía, el instinto la urgía a dar media vuelta y huir, pero ese hombre extraño le estaba haciendo daño a su amo y eso no podía permitirlo. La ira le hinchió el corazón y saltó para atacar. No se tiró a la garganta, porque el hombre estaba de espaldas a ella, inclinado sobre Rhys, así que en lugar de eso decidió lisiar a su enemigo. La sabiduría transmitida por su antiguo ancestro, el lobo, le indicó cómo derribar a un adversario más grande: tirarse a la pierna, romper el hueso o cortar un tendón.

La perra hincó los dientes en el tobillo de Chemosh.

La apariencia de un dios se formaba con la esencia de esa divinidad tejida en un avatar con aspecto mortal para las mentes humanas. Esa forma era visible para el ojo humano, era perceptible al tacto mortal. La imagen del dios podía hablarles a los mortales, oírlos y reaccionar ante ellos. Puesto que el avatar del dios estaba hecho de esencia inmortal no sentía el dolor ni el placer de la carne. A menudo el dios fingía que sí a fin de dar a los mortales una mayor impresión de estar vivo. En el caso de Chemosh y su amor por Mina, a veces el dios llegaba incluso a inducirse a sí mismo a creer esa mentira.

Era imposible que Chemosh hubiera sentido los afilados dientes de Atta hundirse en su pierna, pero los sintió. En realidad, los dientes que Chemosh notó no eran los de Atta , sino los de la ira de Majere. Así había sido como la Dragonlance de Huma, bendecida por todos los dioses del Bien, asestó un golpe al avatar de Takhisis que la diosa sintió y que la obligó a abandonar el mundo, escupiendo amenazas y desafíos. Los dioses tenían el poder de infligirse dolor unos a otros, aunque eran renuentes a hacerlo porque todos sabían las terribles consecuencias que podría tener semejante acción. Los dioses recurrían a medidas tan drásticas sólo cuando era evidente que el equilibrio estaba a punto de irse abajo, porque Caos se encontraba justo más allá y esperaba con ansia que la guerra estallara en los cielos. Si tal cosa ocurriera, los dioses se destruirían entre sí y darían a Caos la victoria largo tiempo pretendida: el fin de todas las cosas.

Un dios atacaba rara vez a otro dios de forma directa, y se circunscribía a actuar únicamente a través de los mortales. El ataque tenía un alcance limitado y no era probable que ocasionara a su avatar un daño grave, sólo lo suficiente para hacer que la otra deidad comprendiera que había cometido una transgresión, que había ido demasiado lejos, que había sobrepasado el límite.

La cólera de Majere mordió el tobillo de Chemosh con los dientes de Atta , y el Señor de la Muerte rugió de rabia. Le dio la espalda a Rhys y sacudió la pierna de forma que obligó a la perra a soltarlo. Alzando el pie sobre el animal, Chemosh iba a enseñarle a Majere lo que pensaba de él haciendo papilla a su chucho.

Rhys todavía sujetaba la astilla del bastón en la palma ensangrentada. Era su única arma y la clavó con todas sus fuerzas en la espalda del dios. La cólera de Majere hundió profundamente el afilado trozo de madera en el Señor de la Muerte. Chemosh dio un respingo; la pierna alzada para aplastar a la perra se sacudió violentamente, con descontrol. Atta se incorporó e interpuso el cuerpo entre él y Rhys. Enseñando los dientes, se enfrentó al dios, desafiante.

En ese momento Beleño entró corriendo en la gruta, prietos los puños.

—Rhys, aquí estoy... —El kender enmudeció y miró de hito en hito—. ¿Quién eres tú? ¡Espera! ¡Creo que te conozco! Me resultas muy familiar... ¡Oh, dioses! —Beleño se puso a temblar de pies a cabeza—. ¡Claro que te conozco! ¡Eres la muerte!

—Al menos, soy la tuya —repuso fríamente Chemosh, que alargó la mano parar estrangular al kender.

El suelo sufrió una repentina y violenta sacudida que tiró a Chemosh. Las paredes de la caverna se estremecieron y se resquebrajaron. Fragmentos de roca y polvo llovieron sobre ellos y entonces, con un ligero temblor, la tierra se asentó y volvió la tranquilidad.

Dios y mortales se miraron unos a otros. Chemosh estaba a gatas; Atta se había tumbado sobre la tripa y lloriqueaba.

El Señor de la Muerte se puso de pie y, haciendo caso omiso de mortales, alzó la vista hacia la oscuridad.

—¿Quién de vosotros sacude el mundo? —gritó, prietos los puños—. ¿Tú, Sargonnas? ¿Zeboim? ¿Tú, Majere?

Si hubo respuesta los mortales no la oyeron. Rhys estaba a punto de desmayarse, consumido por el dolor y apenas consciente de lo que ocurría a su alrededor. Beleño tenía los ojos cerrados, esperando que a la siguiente sacudida el suelo se abriera y se lo tragara; mejor eso que tener la fría mirada de la muerte clavada en él.

—Nos veremos en el Abismo, monje —prometió Chemosh y desapareció.

—Uf, chico —dijo Beleño, tembloroso—, me alegro de que se haya ido. Pero ya podría habernos dejado un poco de luz. Esto está más negro que las tripas de un gobblin. Rhys...

La tierra volvió a sacudirse.

Tapándose con un brazo la cabeza y con el otro alrededor de Atta , Beleño se tiró aplastado contra el suelo.

Las grietas en las paredes de la gruta se ensancharon. Rocas, piedrecillas, pegotes de tierra y unos pocos escarabajos llovieron sobre el kender. Entonces se produjo un estruendo horroroso, chirridos y rozamientos, y Beleño apretó los ojos con fuerza y esperó el fin.

Los violentos zarandeos del suelo cesaron y, de nuevo, todo volvió I quedarse silencioso, tranquilo. Sin embargo el kender no se fiaba y mantuvo cenados los ojos. Atta empezó a retorcerse y a culebrear debajo del brazo con el que la ceñía prietamente. La soltó y la perra se zafó de él. Entonces Beleño sintió a uno de los escarabajos que le andaba por el pelo, y eso le hizo abrir los ojos. Atrapó al escarabajo y lo arrojó lejos.

Atta empezó a ladrar con fuerza y Beleño se limpió la arenilla de los párpados y miró a su alrededor; resultó que tanto daba si tenía los ojos abiertos o cerrados porque de una forma o de otra lo envolvía la oscuridad.

Atta seguía ladrando.

Al kender le daba miedo ponerse de pie por si se golpeaba la cabeza contra algo, así que fue tanteando con las manos y avanzó a gatas guiándose por los frenéticos ladridos de la perra.

—¿ Atta ?-Tendió la mano y tocó el cuerpo peludo del animal, que empujaba algo con la pata una y otra vez sin dejar de ladrar.

Beleño buscó a tientas y encontró los ojos y la nariz de su amigo; los ojos estaban cerrados, pero el antebrazo de Rhys tenía un tacto cálido. Respiraba, pero debía de estar inconsciente.

—¡Rhys! —exclamó el kender con alivio. La mano del kender tocó la cabeza de Rhys y notó algo cálido y suave.

La perra dejó de dar con la pata al monje y se puso a lamerle la mejilla.

—No creo que unos lametones le sirvan de mucho, Atta —comentó Beleño mientras la apartaba a un lado—. Tenemos que sacarlo de aquí.

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