Margaret Weis - Ámbar y Hierro

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El mundo de Krynn no cesa de cambiar e incluso los dioses pueden verse sorpendidos. Y si eso ocurre con ellos, ¿qué oportunidades puede tener un simple mortal? Atrapados por unas fuerzas a los que ninguno de ellos podría enfrentarse solo, un pequeño pero decidido grupo de aventureros se unen en un esfuerzo desesperado por evitar una invasión.
Mina, tan enigmática como siempre, logra escapar para emprender una búsqueda que pondrá a prueba su voluntad. Mientras tanto, el mal se extiende por el mundo, ganando terreno día a día. Cuando incluso el alma de Krynn está en juego, hay que encontrar héroes aun en los lugares más oscuros.

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Un ladrido le respondió, una lengua áspera le lamió la cara, una zarpa con uñas duras lo rascó, y entonces Beleño recordó todo.

—¡Rhys! —Dio un respingo y alargó la mano para tocar la del monje. Su amigo estaba mojado también y su tacto sólo era ligeramente tibio.

Beleño no tenía ni idea de por qué la gruta que anteriormente había estado totalmente seca se iba llenando de agua de mar ahora, pero al parecer era justamente eso lo que ocurría. Oía el gorgoteo del agua entre los cascotes que alfombraban el suelo de la caverna. Todavía no era muy profunda; un chorrillo, de momento. Puede que el agua se quedara así, como un chorrillo, pero también podía ser que no, que decidiera ponerse a inundarlo todo. Si la gruta se inundaba no tendrían escapatoria; el agua seguiría subiendo más y más...

—Rhys —llamó firmemente el kender, y esta vez hablaba en serio—. Tenemos que salir de aquí.

Golpeó con la mano en las piedras para dar énfasis a sus palabras.

—¡Ay! —gritó, y al momento añadió un rotundo—: ¡Mierda!

Había dado con la mano en una astilla de madera que se le había clavado en la parte carnosa de la palma. Se la sacó y estaba a punto de lanzarla lejos, cuando se le ocurrió que encontrar una astilla de madera en esa gruta era muy raro. Siendo un kender, Beleño era curioso por naturaleza —incluso en una situación tan grave— y pasó suavemente los dedos sobre el trocito de madera. Notó que era alargado y suave y que acababa en puntas afiladas en los dos extremos.

—Ah, ya sé. Es parte del bastón de Rhys —dijo con tristeza al tiempo que cerraba la mano sobre el fragmento—. Se lo guardaré como recuerdo. Eso le gustará.

Beleño soltó un suspiro y reposó la dolida cabeza en los brazos mientras se preguntaba cómo iban a salir de aquel sitio horrible. Se sintió mareado y somnoliento, y de nuevo volvió a ser un kender pequeño, sólo que esta vez su padre intentaba enseñarle a forzar una cerradura.

—Se hace por el tacto y por el sonido —le explicaba su padre—. Pones la ganzúa aquí y la mueves a un lado y a otro hasta que notas que engancha...

Beleño alzó la cabeza tan de prisa que lo asaltó un intenso dolor en la parte posterior de los globos oculares, pero no se dio cuenta. No mucho. Bajó la vista hacia la astilla que tenía en la mano, a pesar de que no podía verla al estar tan oscuro dentro de la gruta, pero tampoco le hacía falta ver. Todo se hacía por el tacto y el sonido.

El único problema era que Beleño nunca había tenido éxito a la hora de forzar una cerradura. En muchos sentidos había sido, como su padre se lamentaba a menudo, un fracaso de kender.

—Esta vez no —se juró, decidido—. Esta vez tendré éxito. ¡He de hacerlo! He de hacerlo —repitió quedamente.

Buscó a tientas hasta dar con uno de los grilletes que ceñían las muñecas a Rhys. El agua seguía subiendo, pero Beleño rechazó esa idea.

Atta gimoteaba suavemente y lamía la cara a Rhys; se dejó caer a su lado y se pegó una panzada en el agua. El hecho de que hubiese chapoteado resultó desconcertante, pero Beleño no se permitió pensar en ello. Tenía otras cosas en las que pensar, la primera de todas convencer a su mano de que dejara de temblar, Eso le llevó unos segundos, y luego, conteniendo el aliento y sacando la lengua, cosa que era esencial para tener éxito en forzar con ganzúa, insertó la astilla en la cerradura del grillete.

—¡No te rompas, por favor!—le dijo a la astilla, y entonces recordó que el bastón habla sido un objeto bendecido por el dios, de modo que quizá la astilla también lo era.

»¡Y yo también!», se acordó de repente. Supongo que nunca habrás ayudado a nadie a forzar una cerradura —masculló, dirigiéndose al dios—, pero por favor, Majere, ¡por favor, ayúdame a hacer esto!

El sudor le goteaba a Beleño por la punta de la nariz. Meneó la astilla a uno y otro lado en el dispositivo de la cerradura intentando encontrar lo que quiera que fuera que se suponía que tenía que encontrar para que chascara y se abriera. Sólo sabía que lo sentiría, lo engancharía y, si tenía suerte, oiría el chasquido al deslizarse las muescas.

Se concentró, aislándose de todo, y de repente se apoderó de él una dulce sensación, una sensación de gozo, una sensación de que rodo en este mundo le pertenecía y de que si no hubiera cerrojos, puertas cerradas ni secretos, el mundo sería un lugar mucho mejor. Sintió el gozo de una calzada abierta, de no dormir nunca en el mismo sitio dos veces, de encontrar una prisión que era cálida y seca y un carcelero tan agradable como Gerard. Sintió el gozo de topar con cosas interesantes que relucían, que olían bien, o que eran suaves o brillantes. Sintió el gozo de saquillos llenos a rebosar.

La astilla tocó lo que se suponía que debía tocar y algo chasqueó, y aquél fue el sonido más maravilloso del universo.

El grillete se abrió en la mano de Beleño.

—¡Padre! —gritó, excitado—. Padre, ¿has visto esto?

No tuvo tiempo de esperar a tener respuesta, que sin duda habría tardado demasiado, ya que su padre se había ido hacía mucho tiempo a forzar cerraduras en otra existencia. Gateando sobre los cascotes y por el agua, sujetando firmemente la astilla, Beleño encontró el grillete que sujetaba la otra muñeca de Rhys y metió la astilla en la cerradura, en la que también sonó el chasquido.

El kender dedicó unos instantes a sacar la cabeza a Rhys del agua y a incorporarlo sobre una piedra, tras lo cual rebuscó debajo del agua hasta dar con los pies de su amigo. Tuvo que sacárselos de debajo de un montón de escombros, pero Atta lo ayudó y, tras más maniobras expertas de forzar cerraduras, oyó otros dos chasquidos inmensamente satisfactorios y Rhys quedó libre.

Algo estupendo, porque para entonces el nivel del agua en la gruta había subido tanto que, incluso con la cabeza levantada, el monje corría peligro de ahogarse.

Beleño se puso en cuclillas junto a su amigo.

—Rhys, si puedes recobrar el sentido ahora sería muy conveniente, porque me duele la cabeza y las piernas me flojean y hay un montón de piedras en el camino, por no hablar del agua. No creo que pueda sacarte de aquí, así que si puedes levantarte y caminar...

El kender aguardó, optimista, pero su amigo no se movió.

Entonces Beleño soltó otro profundo suspiro, se guardó la preciada astilla en un bolsillo, se agachó y, aferrando a Rhys por los hombros, intentó arrastrarlo por el suelo de la gruta.

Consiguió moverlo menos de un palmo y entonces los brazos y las piernas le fallaron. Se sentó en el agua con un chapoteo y se limpió el sudor.

Atta gruñó.

—No puedo, Atta —farfulló el kender—. Lo siento, lo he intentado, de verdad que sí, pero...

La perra no le gruñía a él. Beleño oyó el ruido de pies —de muchos pies-chapoteando en el agua. Entonces brilló una luz que le hizo daño en los ojos y seis monjes de Majere, vestidos con túnica naranja portando antorchas encendidas, pasaron presurosos junto al kender.

Dos de ellos sostuvieron las antorchas; los otros cuatro se agacharon, recogieron cuidadosamente a Rhys por brazos y piernas y lo sacaron de la gruta a toda prisa. Atta corrió en pos de ellos.

Beleño se quedó sentado en la oscuridad, solo, sin salir de su asombro. La luz de las antorchas volvió. Un monje se paró a su lado y lo miró.

—¿Estás herido, amigo?

—No —contestó el kender—. Sí. Bueno, tal vez un poco.

El monje posó la mano fresca en la frente de Beleño, y el dolor desapareció. La fuerza fluyó de nuevo a sus miembros.

—Gracias, hermano —dijo Beleño mientras el monje lo ayudaba a ponerse de pie. Todavía se sentía un poco inestable—. Supongo que os envía Majere, ¿verdad?

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