Margaret Weis - Ámbar y Sangre

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Con este título finalizan las aventuras de la guerrera Mina.
El mundo de Krynn siempre tiene sorpresas para los incautos, pero la revelación de que una mortal, que primero dedicó su vida al Dios Único y luego a Chemosh, es a su vez una diosa, rebasa todos los límites conocidos. Para Mina, significa caer en la locura al conocer la verdad.
Los dioses de la Oscuridad y de la Luz se muestran ansiosos por tener a Mina como una de los suyos, ya que ella puede romper el equilibrio de poder en el cielo. Pero Mina tiene sus propios planes.

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—No es habitual que un mortal se compadezca de un dios, hermano Rhys. No es habitual que un dios merezca la compasión de un mortal.

—No os compadezco, señora —repuso Rhys—. Siento tristeza por ella y por vos.

—Gracias, hermano, por haberla cuidado. Sé que estás cansado y aquí encontrarás descanso todo el tiempo que quieras. Pero si pudieras olvidar tu cansancio un poco más, hermano, tendríamos que hablar, tú y yo.

Rhys se sentó a la mesa, que todavía estaba cubierta de migas del bizcocho de jengibre.

—Lamento la destrucción que asoló Solace y las vidas que se perdieron, Dama Blanca—dijo Rhys—. Me siento responsable. No debería haber llevado a Mina allí. Sabía que Chemosh estaba buscándola. Tendría que haber imaginado que intentaría llevársela...

—Tú no eres responsable de las acciones de Chemosh, hermano —lo tranquilizó Mishakal—, Fue positivo que tú y Mina estuvierais en Solace cuando Krell os atacó. Si hubieras estado solo, no habrías podido derrotarlo a él ni a sus Guerreros de los Huesos. Tal como ocurrió, mis sacerdotes y los de Majere, los de Kiri-Jolith, los de Gilean y otros más estaban allí para ayudarte.

—Muchos inocentes perdieron la vida en la batalla...

—Y Chemosh tendrá que responder por sus vidas —aseguró Mishakal con dureza—. Rompió el juramento de Gilean al intentar raptar a Mina. Ha provocado la ira de todos los dioses, incluyendo la de sus propios aliados, Sargonnas y Zeboim. Una fuerza de minotauros ya marcha hacia el castillo de Chemosh, cerca de Flotsam, con órdenes de arrasarlo. El Señor de la Muerte ha huido de este mundo y está atrincherado en la Sala de la Muerte. Sus clérigos están siendo perseguidos y destruidos.

—¿Ya a estallar otra guerra? —preguntó Rhys consternado.

—Nadie lo sabe —contestó Mishakal muy seria—. Eso depende de Mina. De las decisiones que tome.

—Perdonadme, Dama Blanca, pero Mina no está preparada para tomar decisiones. Se encuentra muy confundida.

—Yo no estoy tan segura —repuso Mishakal—. Fue Mina quien tomó la decisión de ir a Morada de los Dioses. Ninguno de nosotros se lo sugirió. Su instinto es lo que la atrae hacia allí.

—¿Qué espera encontrar? ¿De verdad va a reunirse con Goldmoon, como ella cree?

—No —contestó Mishakal sonriente—. El espíritu de mi amada servidora, Goldmoon, está muy lejos de aquí, su alma prosigue su viaje. No obstante, Mina sí se dirige a Morada de los Dioses en busca de una madre. Busca a la madre que la creó con alborozo y también busca a la madre oscura, Takhisis, que le dio la vida. Debe decidir a cuál de las dos sigue.

—Y mientras no tome esa decisión, los conflictos religiosos continuarán —concluyó Rhys, afligido.

—Ésa es una triste verdad, hermano. Si Mina tuviera toda una eternidad para decidir, al final encontraría su camino. —Mishakal suspiró—, Pero no tenemos una eternidad. Como tú temes, lo que ha comenzado como un conflicto se convertirá en una guerra total.

—Llevaré a Mina a Morada de los Dioses —prometió Rhys—. La ayudaré a encontrar su camino.

—Tú eres su guía, su guardián y su amigo, hermano. Pero no puedes llevarla a Morada de los Dioses. Únicamente una persona puede hacerlo. Aquel al que el destino de Mina está inextricablemente unido. En caso de que él decida hacerlo. Tiene derecho a negarse.

—No lo entiendo, Dama Blanca.

—Los dioses de la luz hicieron una promesa a la humanidad: los mortales son libres para elegir su propio destino. Todos los mortales.

Rhys percibió el énfasis que daba a la palabra «todos» y lo encontró extraño, como si quisiera incluir a algún mortal que pudiera considerarse excepcional. Preguntándose lo que querría decir, reflexionó sobre sus palabras y de pronto lo comprendió.

—«Todos los mortales» —repitió—. Incluso aquellos que una vez fueron dioses. ¡Os referís a Valthonis!

—Mina se dirige a Morada de los Dioses en busca de su madre, pero también en busca de su padre. Valthonis, quien una vez fue Paladine, no está sujeto al edicto de Gilean. Valthonis es el único que puede ayudarla a encontrar su camino.

—Y Mina ha jurado matar a la única persona que podría salvarla.

—Sargonnas es listo, mucho más listo que Chemosh. Su plan es ofrecerle a Mina que decida: la oscuridad o la luz. Gilean no puede interponerse en esa situación. Y Sargonnas también ofrece una opción a Valthonis. Un amargo dilema para Mina, para Valthonis y para ti, hermano. Con el nuevo día, puedo enviaros a ti y a Mina y a aquellos que decidan acompañaros a encontraros con Valthonis, si todavía estás resuelto a seguir ese camino. Te daré esta noche para que lo pienses, pues podría estar enviándote a tu propia muerte.

—No necesito una noche para pensarlo, Dama Blanca. Estoy decidido —afirmó Rhys—. Haré todo lo que pueda para ayudar tanto a Mina como a Valthonis. No temo por él. No está solo en su camino. Cuenta con los Fieles, sus guardianes voluntarios, que han jurado protegerlo...

—Cierto —lo interrumpió Mishakal con una sonrisa deslumbrante—. Cuidan de él los muchos que lo quieren.

Después suspiró y añadió en voz baja:

—Pero la decisión no es de ellos. La decisión debe ser de Valthonis y de nadie más...

3

Elspeth, la elfa fronteriza, había estado con Valthonis desde el principio. Era uno de los Fieles, aunque a menudo no repararan en ella. Cuando Valthonis había decidido exiliarse del panteón de los dioses, lo había hecho para mantener el equilibrio, roto tras la desaparición de su homologa oscura, Takhisis. Una vez tomada la decisión de ser mortal, había adoptado la forma de un elfo y se había unido a ese pueblo en su amargo exilio de sus tierras ancestrales. No fue él quien pidió tener fieles. Él quería recorrer su penoso camino en soledad. Aquellos que lo acompañaban lo hacían por decisión propia y la gente los había bautizado como «los Fieles».

Todos los Fieles recordaban perfectamente su primer encuentro con el Dios Caminante. Podían decir incluso qué hora del día era y si brillaba el sol o llovía, pues sus palabras les habían llegado al corazón y habían cambiado sus vidas para siempre. Sin embargo, no recordaban haber visto a Elspeth, aunque tenían la certeza de que ella debía de estar con él en ese momento, sencillamente porque no podían recordar ni una sola vez que no lo estuviera.

Elspeth era una mujer de edad indeterminada y siempre vestía la camisa sencilla y tosca y los pantalones de piel característicos de los elfos fronterizos, aquellos elfos que nunca se habían sentido cómodos en la civilización y que preferían habitar las regiones más solitarias y aisladas de Ansalon. Su melena blanca se apoyaba en los hombros. Sus ojos eran de un azul transparente. Tenía un bello rostro, pero siempre impasible; en raras ocasiones demostraba emoción alguna.

Elspeth seguía aislada incluso en compañía de los Fieles. Éstos entendían por qué, o al menos eso creían, y siempre se mostraban amables con ella.

Elspeth era muda. Le habían cortado la lengua. Nadie sabía con certeza cómo había acabado tan horriblemente mutilada, aunque abundaban los rumores. Algunos decían que la habían asaltado y que su atacante le había cortado la lengua para que no pudiera delatarlo. Otros afirmaban que los gobernantes de Silvanesti eran quienes la habían mutilado. Se sabía que cortaban la lengua de todo aquel que se atreviera a hablar en su contra.

El rumor más atroz, y al que no solía dársele crédito, contaba que Elspeth se había cortado la lengua a sí misma. Nadie sabía por qué habría hecho tal cosa. ¿Qué palabras temía tanto decir que se había mutilado para no pronunciarlas jamás?

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