Los Fieles siempre eran amables con ella y trataban de incluirla en sus actividades o conversaciones. Pero Elspeth era tan tímida que cada vez que alguien le hablaba, se escabullía.
Valthonis trataba a Elspeth como trataba al resto de los Fieles; con una cortesía gentil y reservada, sin mostrarse distante, pero siempre un poco apartado. Entre el Dios Caminante y los Fieles se levantaba un muro que nadie podía cruzar. Valthonis era mortal. Como había adoptado la forma de un elfo, no envejecía igual que los humanos, pero acusaba su constante caminar. Siempre dormía a la intemperie y rechazaba el abrigo de una casa o un castillo; y nunca abandonaba el camino, ya lo azotara el viento y la lluvia, bajo el sol o la nieve. Su delicada piel estaba curtida y bronceada. Era delgado y enjuto, sus ropas (camisa y pantalón, botas y una capa de lana) estaban gastadas de tanto viajar.
Los Fieles lo observaban con admiración, conscientes en todo momento del sacrificio que había hecho por la humanidad. Para ellos, casi seguía siendo un dios. ¿Qué sería él para sí mismo? Nadie lo sabía. Solía hablar de Paladine y de los dioses de la luz, pero siempre como un mortal habla de los dioses, devoto y reverente. Nunca hablaba como si hubiera sido uno de ellos.
Los Fieles solían especular entre ellos si Valthonis recordaría que había sido el dios más poderoso del universo. A veces interrumpía sus palabras, su mirada se perdía a lo lejos y arrugaba la frente, como si tratara de concentrarse con gran esfuerzo para recordar algo inmensamente importante. Los Fieles creían que en aquellas ocasiones Valthonis debía de vislumbrar lo que una vez había sido, pero cuando trataba de atrapar el recuerdo, éste se escabullía, tan efímero como la bruma del amanecer. Por su propio bien, rogaban que nunca llegara a recordar.
Los Fieles se habían dado cuenta de que, en esos momentos, Elspeth siempre se acercaba un poco más a él. Aquel que entonces diera la casualidad que mirara a la elfa, la vería sentada, inmóvil y tranquila, con la mirada clavada en Valthonis, como si él fuera lo único que veía, lo único que deseaba ver. Después, la expresión de Valthonis se suavizaba, sacudía levemente la cabeza, sonreía y retomaba la conversación.
El número de Fieles cambiaba de un día a otro, pues unos decidían unirse a Valthonis en su eterno caminar mientras otros partían. Valthonis nunca les pedía que se quedasen, ni que marchasen. Tampoco le prestaban juramento, pues él no lo aceptaría. Provenían de todas las razas y formas de vida, ricos y pobres, sabios e ignorantes, de alta y baja alcurnia. Nadie cuestionaba a aquellos que se unían a él, pues Valthonis no lo habría permitido.
Todos los Fieles sin excepción recordaban el día en que el ogro había salido del bosque y se había plantado delante de Valthonis. Más de uno se llevó la mano a la espada, pero una mirada de Valthonis bastó para detenerlos. Siguió hablando con aquellos que lo rodeaban, a quienes les suponía un gran esfuerzo escucharlo, pues no lograban olvidarse del ogro. El ser gigantesco avanzaba pesadamente y les lanzaba miradas torvas, gruñendo a quien se atreviera a acercarse demasiado.
Los que conocían a los ogros aseguraban que se trataba del jefe de una tribu, porque llevaba una pesada cadena de plata al cuelo y el mugriento chaleco de piel estaba adornado con innumerables cabelleras y otros trofeos espeluznantes. Era enorme. Los más altos del grupo no le llegaban más que al pecho y desprendía tal pestilencia que llegaba hasta el cielo. Los acompañó una semana y en todo ese tiempo no le dirigió la palabra a nadie, ni siquiera a Valthonis.
Entonces, una tarde, cuando estaban sentados alrededor del fuego, el ogro se puso de pie y caminó pesadamente hasta Valthonis. Los Fieles se pusieron en guardia al instante, pero Valthonis les ordenó envainar las armas y que volvieran a sentarse. El ogro se quitó la cadena plateada y se la ofreció al Dios Caminante.
Valthonis puso la mano sobre la cadena y pidió a los dioses que la bendijesen. Después, se la devolvió. El ogro gruñó satisfecho. Volvió a colgarse la cadena del cuello y, con otro gruñido, los abandonó y se internó en el bosque, acompañado por el estruendo de sus pisotadas. Todos dejaron escapar un suspiro de alivio. Más adelante empezaron a llegar historias de Blode que contaban que un ogro con una cadena de plata se esforzaba por aliviar las miserias de su pueblo e intentaba detener la violencia y terminar con el derramamiento de sangre. Entonces los Fieles recordaron a su compañero el ogro y quedaron maravillados.
A lo largo del camino también solían unírseles kenders. Saltaban alrededor de Valthonis como si fueran grillos y lo acosaban con multitud de preguntas, como por qué las ranas tenían bultos y las serpientes no y por qué el queso es amarillo si la leche es blanca. Los Fieles hacían muecas, pero Valthonis respondía pacientemente a todas sus preguntas e incluso parecía divertirse cuando algún kender andaba cerca. Los kenders siempre eran una dura prueba para sus seguidores, pero éstos ponían todo su empeño en seguir el ejemplo del Dios Caminante y hacían acopio de paciencia y entereza. Incluso, se resignaban a que les robaran todas sus pertenencias.
Los gnomos se acercaban para discutir a grandes rasgos con el Dios Caminante los diseños de sus últimos inventos. El los estudiaba y, haciendo gala de gran diplomacia, les indicaba los errores del diseño que más probablemente causarían heridos o muertos.
Los elfos siempre acompañaban a Valthonis y muchos permanecían con él largos periodos de tiempo. También se contaban muchos humanos entre los Fieles, aunque tendían a quedarse menos tiempo que los elfos. Tampoco era raro que los paladines de Kiri-Jolith y los caballeros solámnicos acudieran a Valthonis para hablar sobre sus misiones, pedirle su bendición o formar parte de su séquito. Durante un tiempo también viajó con ellos un enano de las colinas. Se trataba de un sacerdote de Reorx que decía que iba en recuerdo de Flint Fireforge.
Valthonis recorría cada camino y calzada, y sólo se detenía para descansar y dormir. Incluso sus frugales comidas las tomaba caminando. Cuando llegaba a una ciudad, recorría las calles y se detenía a hablar con los que se encontraba, pero nunca se quedaba mucho tiempo en el mismo sitio. En muchas ocasiones los clérigos le pedían que diera sermones o conferencias. Valthonis siempre se negaba. Él hablaba mientras caminaba.
Muchos eran los que buscaban su conversación. La mayoría le eran devotos y deseaban escuchar y asimilar todas sus palabras. Pero también había quienes eran escépticos, aquellos que sólo querían discutir, burlarse o reírse de él. En esos momentos más que nunca, los Fieles tenían que practicar el autodominio, pues Valthonis únicamente les permitía intervenir si la persona se ponía violenta, e incluso entonces parecía más preocupado por la seguridad de aquellos que lo rodeaban que por la de sí mismo.
Un día tras otro, los Fieles llegaban y se iban. Pero Elspeth siempre estaba a su lado.
Aquel día, mientras recorrían los sinuosos caminos que cruzaban las montañas Khalkist, en algún lugar cerca del valle maldito de Neraka, los Fieles se sorprendieron al ver que la silenciosa Elspeth abandonaba su habitual lugar, en el extremo del grupo y, deslizándose sigilosamente, se ponía un paso por detrás de Valthonis. Él no se dio cuenta, pues estaba hablando con un seguidor de Chislev sobre cómo podría evitarse los expolios cometidos por el Señor de los Dragones en aquellas tierras.
Los Fieles se percataron del movimiento de Elspeth y les pareció extraño, pero no le dieron más importancia. Más tarde volvieron la vista a aquel momento y, afligidos, desearon haberle prestado más atención.
A Galdar le sobrevenían sentimientos contradictorios cuando pensaba en su misión. Iba a reencontrarse con Mina y no estaba muy seguro de cómo se sentía al respecto. Por una parte se alegraba. No la había visto desde que los habían obligado a separarse en la tumba de Takhisis, cuando ella se había entregado a los brazos del Señor de la Muerte. Él había intentado detenerla, pero el dios le había arrebatado a Mina. A pesar de todo, Sargas habría estado dispuesto a buscarla, pero Galdar le había dado a entender que tenía cosas más importantes que hacer en nombre de su dios y su pueblo que andar corriendo detrás de una jovencita mortal.
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