Terry Goodkind - El Libro de las sombras contadas. Las Cajas del Destino
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Algunos conocidos lo saludaron, pero Richard sólo respondía con una sonrisa inexpresiva o un rápido apretón de manos. Al joven le sorprendió que Kahlan, siendo como era de una tierra extraña, se sintiera tan cómoda entre tanta gente bien. Ya se le había ocurrido que ella debía de ser alguien importante, pues las bandas de asesinos no se toman tantas molestias por alguien insignificante.
A Richard le costaba sonreír a todo el mundo. Si los rumores de que había unos seres que provenían del Límite eran ciertos, toda la Tierra Occidental corría grave peligro. Los campesinos que habitaban las zonas aisladas del valle del Corzo ya no se atrevían a salir de noche y contaban historias de personas que habían sido devoradas. Richard había tratado de convencerlos de que esas personas habían muerto de muerte natural y luego los animales salvajes habían comido de los cuerpos. Era algo corriente. Pero los campesinos arguyeron que se trataba de bestias del cielo. Richard le quitó importancia diciendo que eran tontas supersticiones.
Hasta ahora.
Incluso rodeado de tanta gente, Richard sentía una abrumadora soledad. Estaba confuso y no sabía qué hacer. No sabía a quién recurrir. La única persona que le hacía sentir mejor era Kahlan, pero también lo asustaba. Lo sucedido en el precipicio lo asustaba. Richard tenía ganas de cogerla y abandonar la fiesta.
Zedd sabría qué hacer. Él vivía en la Tierra Central antes del Límite, aunque nunca hablaba sobre ello. Y luego estaba esa perturbadora intuición de que todo esto tenía algo que ver con la muerte de su padre, y que la muerte de su padre tenía algo que ver con sus propios secretos, los secretos que su padre le confiara a él y sólo a él.
—Lo siento, Richard —dijo Kahlan, poniéndole una mano sobre el brazo—. No sabía... lo de tu padre. Lo siento.
—Gracias. —Los aterradores acontecimientos de ese día casi se lo habían hecho olvidar, hasta que Chase volvió a mencionarlo. Pero sólo casi. El joven se encogió ligeramente de hombros. Esperó un momento a que pasara una mujer ataviada con un vestido azul de seda con volantes de encaje blanco alrededor del cuello, los puños y la pechera. El joven mantuvo la mirada gacha para no tener que responder a una eventual sonrisa—. Ocurrió hace tres semanas—. Contó brevemente a Kahlan lo sucedido y ésta lo escuchó.
—Lo siento, Richard. Quizá prefieras estar solo.
—No, está bien así —repuso él, obligándose a sonreír—. Ya he estado solo el tiempo suficiente y siempre ayuda hablar con un amigo.
La mujer le dedicó una fugaz sonrisa y un asentimiento, tras lo cual ambos se abrieron paso entre la multitud. Richard se preguntó dónde se habría metido Michael. Era extraño que todavía no hubiera hecho acto de presencia.
Aunque él había perdido el apetito sabía que Kahlan llevaba dos días sin comer. Debía de poseer un extraordinario dominio de sí misma, decidió Richard, pues estaba rodeada de sabrosos manjares que despedían un aroma tan delicioso que empezaba a cambiar de idea sobre lo de su apetito.
—¿Hambrienta? —le preguntó, inclinándose hacia ella.
—Mucho.
El joven la condujo hacia una larga mesa repleta de manjares. Había grandes fuentes humeantes de salchichas y carne, patatas cocidas, diversos tipos de pescado en salazón así como asado a la parrilla, pavo, montones de hortalizas crudas cortadas a tiras, enormes soperas con sopa de calabaza, cebolla y sopa picante. Tampoco faltaba el pan, el queso, la fruta, las tartas y los pasteles así como barriles de vino y cerveza. Los criados se encargaban de que las fuentes estuvieran siempre llenas. Kahlan los estudió.
—Algunas criadas llevan el pelo largo —comentó—. ¿Está permitido?
—Pues claro —respondió Richard, un tanto perplejo—. Todo el mundo puede llevar el pelo como prefiera. Mira —añadió señalando con disimulo al tiempo que se inclinaba hacia ella—. Esas mujeres de allí son consejeras. Algunas llevan el pelo corto; y otras largo, como deseen. ¿Acaso alguien te ha dicho alguna vez que te cortes el pelo? —inquirió, mirándola de soslayo.
—No. —La mujer enarcó una ceja—. Nadie me lo ha pedido nunca. Pero allí de donde vengo, la longitud del cabello de una mujer indica su posición social.
—¿Significa eso que eres una mujer importante? —Una sonrisa traviesa suavizó la pregunta—. Lo digo porque tienes una mata de pelo muy larga, y también hermosa.
—Algunas personas me creen importante —repuso Kahlan con una sonrisa triste—. Supongo que, después de lo de esta mañana, es inevitable que lo pienses. Sólo podemos ser lo que somos, nada más y nada menos.
—Bueno, si te hago alguna pregunta impropia de un amigo, te doy permiso para que me des un puntapié.
El rostro de Kahlan se iluminó con la misma sonrisa cómplice que le había dedicado antes. Richard sonrió nervioso.
Entonces se fijó en la comida y encontró uno de sus platos favoritos: costillas con salsa picante. Sirvió un poco en un plato y lo ofreció a la mujer.
—Prueba esto primero. Es un plato muy apreciado.
—¿Qué tipo de carne es? —preguntó Kahlan recelosa, manteniéndose a distancia del plato.
—Cerdo —contestó Richard un poco sorprendido—. Pruébalo. Es lo mejor que hay aquí, te lo aseguro.
Kahlan se relajó, cogió el plato y comió. Richard devoró media docena de costillas, saboreando cada bocado.
—Prueba esto también —sugirió el joven, sirviendo a ambos unas salchichas.
—¿De qué están hechas estas salchichas? —quiso saber Kahlan, nuevamente recelosa.
—De cerdo, ternera y especias de no sé qué tipo. ¿Por qué? ¿Hay cosas que no puedes comer?
—Sí, algunas —contestó la mujer, sin comprometerse, antes de hincar el diente a una salchicha—. ¿Puedes servirme un poco de sopa picante, por favor?
Richard le sirvió la sopa en un precioso cuenco blanco con reborde dorado y se lo cambió por el plato. La mujer asió el cuenco con ambas manos y probó la sopa.
—Está buena, justo como yo la hago —comentó con una sonrisa—. Me parece que nuestras tierras no son tan distintas.
Mientras Kahlan apuraba la sopa, Richard, sintiéndose mejor después de lo que había dicho Kahlan, cogió una gruesa rebanada de pan, puso encima tiras de carne de pollo y, cuando acabó la sopa, le cambió el cuenco por el pan. Kahlan aceptó la rebanada y, mientras comía, se fue retirando hacia un lado del salón. El joven dejó sobre la mesa el cuenco vacío y la siguió, estrechando de vez en cuando alguna mano que le tendían. Las personas que lo hacían criticaban con la mirada su aspecto. Al llegar a un lugar despejado cerca de una columna, la mujer se volvió hacia él.
—¿Podrías traerme un pedazo de queso?
—Por supuesto. ¿De qué clase?
—Cualquiera —respondió Kahlan, escrutando la multitud.
Richard volvió a abrirse paso hacia la mesa entre los muchos invitados y cogió dos pedazos de queso, de los cuales se zampó uno mientras regresaba junto a ella. Kahlan aceptó el otro pedazo pero, en lugar de comérselo, deslizó el brazo hacia el costado y lo dejó caer al suelo, como si hubiera olvidado que lo sostenía.
—¿No te gusta esta clase?
—Odio el queso —dijo la mujer en tono distante. No lo miraba a él, sino al otro lado del salón.
—¿Entonces por qué me lo has pedido? —Richard arrugó el ceño y su voz tenía un cierto deje de irritación.
—No dejes de mirarme —le dijo Kahlan, clavando en él los ojos—. Hay dos hombres detrás de ti, al otro lado del salón. Nos están vigilando. Quería saber si me vigilaban a mí o a ti. Cuando te mandé a por el queso, observaron cómo te marchabas y volvías. A mí no me prestaron ninguna atención. Es a ti a quien vigilan.
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