Terry Goodkind - El Libro de las sombras contadas. Las Cajas del Destino
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La mujer no se ruborizó pero sonrió de nuevo. Era una sonrisa extraña, una sonrisa especial que esbozaba con los labios apretados y sin mostrar los dientes; el tipo de sonrisa de alguien que decide confiar en otra persona. Sus ojos centelleaban. Era una sonrisa cómplice.
Richard se llevó la mano a la parte posterior de su dolorida cabeza, se palpó el chichón y con los dedos comprobó si sangraba. En contra de lo que esperaba, no. Entonces volvió a fijar la vista en la mujer, preguntándose qué habría ocurrido, qué habría hecho ella y cómo. Primero estaba lo del trueno silencioso, luego había arrojado a uno de los hombres al vacío, otro había matado al jefe en vez de a ella y después se había matado.
—Bueno, Kahlan, amiga mía, ¿puedes decirme por qué nosotros estamos vivos y ellos han muerto?
—¿Lo dices en serio? —inquirió la mujer sorprendida.
—¿El qué?
—Lo de amiga —respondió en tono vacilante.
—Pues claro. —Richard se encogió de hombros—. Acabas de decir que no te abandoné. Eso sólo lo haría un amigo, ¿no? —El joven le sonrió.
—No lo sé —replicó Kahlan, volviendo la cabeza. Manoseó una manga del vestido y bajó la vista—. Yo nunca he tenido un amigo. Excepto, quizá, mi hermana... —La voz de Kahlan expresaba un profundo pesar.
—Bueno, ahora tienes uno —repuso el joven en su tono más jovial—. Después de todo, acabamos de pasar juntos un mal trago. Nos ayudamos y hemos logrado sobrevivir.
La mujer se limitó a asentir. Richard dejó vagar la mirada por el Ven, el bosque que tan bien conocía. A la luz del sol, el verde de los árboles parecía luminoso y exuberante. Unas manchas marrones a la izquierda le llamaron la atención; correspondían a árboles muertos o moribundos rodeados por otros sanos. Hasta esa mañana, en que encontró la enredadera y ésta lo mordió, no había sospechado que hubiera llegado hasta allí arriba, hasta el Límite. Richard casi nunca se internaba en el bosque Ven tan cerca del Límite. Otras personas se mantenían a kilómetros de distancia y los únicos que se aproximaban eran los viajeros que pasaban por el camino del Buhonero o los cazadores, aunque se cuidaban de guardar las distancias. El Límite era la muerte. Se decía que quien se aventuraba en el Límite no sólo arriesgaba la vida sino también el alma. Los guardianes se encargaban de mantener lejos a la gente.
—¿Y qué hay de lo otro? —preguntó, mirándola de soslayo—.Merefiero a que sigamos vivos. ¿Cómo es posible?
—Creo que los buenos espíritus nos protegieron —contestó Kahlan, rehuyendo los ojos del joven.
Richard no creyó ni media palabra pero, por mucho que deseara conocer la respuesta, no iba a obligarla a decir algo que no quería. Su padre le había enseñado a respetar el derecho de los demás a guardar sus secretos. A su debido tiempo, y si lo deseaba, Kahlan se le confiaría, pero él no la forzaría.
Todo el mundo tiene secretos, incluso él mismo. De hecho, el asesinato de su padre y los acontecimientos de ese día habían removido cosas en las que el joven prefería no pensar.
—Kahlan —dijo, procurando que su voz sonara tranquilizadora—, ser amigos no significa que tengas que contármelo todo.
La mujer no lo miró, pero asintió.
Richard se puso de pie. La cabeza le dolía, al igual que la mano, y ahora se daba cuenta de que también el pecho, donde aquel hombre lo había golpeado. Para acabarlo de rematar, recordó que tenía hambre. ¡Michael! Había olvidado por completo la fiesta de su hermano mayor. El joven miró al sol y supo que iba a llegar tarde. Ojalá no se perdiera el discurso. Se llevaría a Kahlan consigo, le contaría a su hermano lo de aquellos hombres y le proporcionaría a su nueva amiga protección.
Tendió la mano a Kahlan para ayudarla a levantarse. Ésta lo miró sorprendida. Richard no retiró la mano. La mujer lo miró a los ojos y aceptó la ayuda.
—¿Es que ningún amigo te ha tendido la mano? —inquirió Richard con una sonrisa.
—No —contestó ella, apartando los ojos.
El joven percibió que se sentía incómoda y cambió de tema.
—¿Cuándo ha sido la última vez que comiste algo?
—Hace dos días —repuso ella sin mostrar ninguna emoción.
Richard enarcó las cejas.
—Entonces debes de estar más hambrienta que yo. Vamos, te llevaré a casa de mi hermano. —El joven se asomó por el borde del precipicio y añadió—: Tendremos que decirle lo de los cuerpos. Él sabrá qué hacer. —Y volviéndose otra vez hacia ella, preguntó—: Kahlan, ¿sabes quiénes eran esos hombres?
—Se los conoce como «cuadrilla» —contestó la mujer con mirada dura—. Son, bueno, son como asesinos a sueldo que van en grupos de cuatro. Matan a personas. —Su rostro recuperó la tranquila serenidad que mostraba la primera vez que Richard la vio—. Creo que cuantas menos personas sepan que estoy aquí, más segura estaré.
El joven se sobresaltó; nunca había oído nada parecido. Se pasó la mano por el pelo, tratando de pensar. Su mente se vio asaltada de nuevo por sombríos pensamientos. Por alguna razón, lo aterrorizaba lo que la mujer pudiera decir, pero tenía que preguntar. Y así lo hizo, mirándola fijamente a los ojos y, esta vez, esperando la verdad:
—Kahlan, ¿de dónde vino esa cuadrilla?
La mujer estudió el rostro del joven unos momentos antes de contestar.
—Supongo que me siguieron el rastro por la Tierra Central y a través del Límite.
Richard notó una sensación de frío en la piel y un picor que le subía por los brazos hasta la nuca, poniéndole de punta los finos pelos de esa zona. Una ira profundamente enterrada dentro de sí se despertó y sus secretos se removieron.
Tenía que estar mintiendo. A nadie se le ocurriría cruzar el Límite.
Absolutamente a nadie.
Nadie podía entrar ni salir de la Tierra Central. El Límite era una suerte de infranqueable muralla desde antes de que él naciera.
Era una tierra mágica.
3
Michael vivía en una enorme estructura de piedra blanca, bastante apartada del camino. Los tejados de pizarra, colocados en ángulos e inclinaciones muy diversas, se unían en caprichosas formas, rematadas por una claraboya emplomada que dejaba pasar la luz al salón principal. El acceso a la casa, flanqueado por imponentes robles blancos que lo resguardaban del brillante sol de la tarde, atravesaba una buena extensión de prados antes de llegar a los jardines de diseño simétrico, dispuestos a ambos lados. Los jardines estaban en plena floración. Estaba tan avanzado el año que Richard supuso que las flores se habrían criado en invernaderos para aquella ocasión tan especial.
Los invitados, vestidos de punta en blanco, paseaban por los prados y jardines e hicieron que Richard se sintiera fuera de lugar. Era consciente que debía de presentar un aspecto desastroso, con el atuendo que se ponía para ir al bosque, sucio y manchado de sudor, pero no quería perder tiempo pasando por su casa y aseándose. Además, estaba de un humor sombrío y no le importaba su aspecto. Tenía cosas más importantes en que pensar.
Kahlan, por su parte, no desentonaba tanto. Viéndola en su insólito pero llamativo vestido, nadie diría que también ella acababa de salir del bosque. Teniendo en cuenta la cantidad de sangre que se había vertido en el Despeñadero Mocho, era sorprendente que no se hubiera manchado.
En vista de lo mucho que había alterado a Richard saber que había llegado de la Tierra Central atravesando el Límite, Kahlan no había dicho ni media palabra más sobre el tema. Richard necesitaba tiempo para reflexionar sobre ello, y ella no insistió. En vez de eso, la mujer le hizo preguntas sobre la Tierra Occidental, sobre cómo eran sus gentes y dónde vivían. El joven le describió la casa que habitaba en el bosque del Corzo y le contó que trabajaba como guía para los viajeros que se dirigían a la ciudad del Corzo, o salían de ella, y debían cruzar el bosque.
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