Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños

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Las cuatro figuras entraron en la zona iluminada. Las capas que llevaban se abrieron dejando al descubierto prendas de cuero del mismo marrón oscuro que los uniformes de los d’haranianos. Richard vio cuatro cuerpos torneados cubiertos de los pies a la cabeza, con una estrella amarilla entre los vértices de una media luna estampada a la altura del estómago.

Al reconocer esa estrella amarilla y la media luna, Richard se quedó como si le hubieran propinado un mazazo en la cabeza. Demasiadas veces su rostro, cubierto con su propia sangre, había descansado sobre ese emblema. Instintivamente se quedó paralizado sin desenvainar la espada ni siquiera respirar. Por un instante el pánico se apoderó de él y únicamente podía ver ese símbolo que tan bien conocía.

Mord-sith.

La que iba en cabeza se retiró la capucha dejando al descubierto una larga melena rubia recogida en una gruesa trenza. Sus ojos azules recorrieron el muro delante del cual se encontraba Richard.

— ¿Lord Rahl? ¿Lord Rahl, dónde…?

Richard parpadeó.

— ¿Cara?

Justo cuando relajó la concentración permitiendo así que la capa se tornara de nuevo negra y los ojos de la mujer se posaran en él, el cielo se desplomó sobre ellos.

Con un rugido, un poderoso aleteo y un destello de colmillos, Gratch se lanzó en picado. Casi al instante los hombres empuñaron sus espadas, pero no fueron tan rápidos como las mord-sith. Antes de que los hombres llegaran a desenvainar ellas ya asían los agiels. Pese a que en apariencia no eran más que delgadas varas de cuero rojo, Richard sabía que en realidad eran armas de estremecedor poder; no en vano lo habían «entrenado» con uno.

El joven se lanzó contra el gar y lo derribó contra el muro más alejado antes de que los dos hombres y las cuatro mujeres pudieran alcanzarlo. Gratch lo empujó bruscamente a un lado, deseoso de enfrentarse a la amenaza.

— ¡Deteneos! ¡Deteneos todos! —El grito de Richard paralizó a los seis humanos y al gar. El joven no sabía quién llevaba las de ganar en un combate y tampoco le interesaba averiguarlo. Entró en acción plantándose frente a Gratch antes de que se decidieran de nuevo a atacar. Dando la espalda al gar extendió los brazos a ambos lados.

— Gratch es amigo mío. Sólo quiere protegerme. Si no os movéis, no os hará ningún daño.

Gratch abrazó a Richard por la cintura con uno de sus peludos brazos y lo estrechó contra la tensa y rosada piel de su estómago y pecho. En el estrecho callejón resonó un gruñido de afecto hacia Richard y de amenaza hacia los demás.

— Lord Rahl —dijo Cara en voz baja, mientras que los dos hombres envainaban de nuevo las espadas—, estamos aquí para protegeros.

Richard se liberó del brazo del gar y lo tranquilizó.

— No pasa nada Gratch. Los conozco. Has hecho bien, como te pedí, pero ahora ya está. Cálmate.

Gratch emitió un ronroneo que retumbó contra los muros que convertían el callejón en una especie de estrecho y oscuro cañón. Richard sabía que era un sonido de satisfacción. Había ordenado a Gratch que lo siguiera volando o saltando de un tejado a otro, pero sin dejarse ver a menos que algo ocurriera. Y eso había hecho. Richard no había visto ni rastro de él hasta que se dejó caer sobre ellos.

— Cara, ¿qué estáis haciendo aquí?

La mord-sith le tocó un brazo con reverencia y pareció sorprenderse de notarlo sólido. A continuación hundió un dedo en la espalda del joven y sonrió de oreja a oreja.

— Ni siquiera Rahl el Oscuro podía volverse invisible. Mandaba sobre las bestias, pero no podía hacerse invisible.

— Gratch es un amigo; yo no mando sobre él. Y tampoco es que me vuelva invisible exactamente… Cara, ¿qué estáis haciendo aquí?

— Protegeros —respondió la mujer con aire perplejo.

— ¿Y ellos? —Richard señaló hacia los dos hombres—. Dijeron que iban a matarme.

Los aludidos permanecieron quietos como estatuas gemelas.

— Lord Rahl —dijo uno de ellos—, moriríamos antes de permitir que os ocurriera algo malo.

— Casi os habíamos alcanzado cuando os topasteis con esos elegantes jinetes —explicó Cara—. Dije a Egan y Ulic que trataran de rescataros sin lucha, pues podríais salir herido. De saber que tratábamos de salvaros, esos jinetes habrían intentado mataros. No podíamos arriesgarnos.

Richard echó un vistazo a los dos hombretones rubios. Las correas de cuero negro, las planchas metálicas y los cinturones de su uniforme les quedaban como un guante sobre sus musculosos cuerpos. En el centro del pecho, grabado sobre el cuero, se veía una ornamentada «R» y bajo ella dos espadas cruzadas. Uno de los dos, Richard no sabía si Egan o Ulic, confirmó las palabras de Cara. Puesto que tanto Cara como las demás mord-sith lo habían ayudado en D’Hara dos semanas atrás, gracias a lo cual logró vencer a Rahl el Oscuro, se sentía inclinado a creerlas.

Poco podía imaginar él qué sucedería cuando liberó a las mord-sith del yugo a Rahl; una vez libres, decidieron convertirse en sus guardianas y protegerlo hasta la muerte. No parecía haber modo de hacerlas cambiar de opinión.

Otra de las mujeres llamó a Cara en tono de advertencia y señaló con la cabeza la entrada del callejón. Los viandantes aminoraban la marcha al pasar, echaban un vistazo y los observaban. Pero con una fulminante mirada, los soldados los obligaron a apartar la vista y seguir adelante.

— Aquí no estamos seguros… —dijo Cara a Richard, agarrándolo por el antebrazo— aún. Venid con nosotros, lord Rahl.

Sin esperar respuesta ni cooperación la mujer lo empujó hacia las sombras del fondo del callejón. Con un mudo gesto Richard tranquilizó a Gratch. Cara levantó la parte inferior de una contraventana suelta y lo hizo entrar delante de ella. La ventana por la que entraron era la única en una habitación solamente amueblada con una polvorienta mesa, tres velas, varios bancos y una solitaria silla. En un lado habían apilado su impedimenta.

Gratch plegó las alas y logró colarse en el interior. Se quedó cerca de Richard, en silencio, observando a los demás. Pero ellos, una vez sabían que era amigo de Richard, no parecían en absoluto inquietos por la presencia de un enorme gar que no les perdía de vista.

— ¿Cara, qué es lo que estáis haciendo aquí? —preguntó Richard por tercera vez.

— Ya os lo he dicho: protegeros —respondió ella con el ceño fruncido, como si lo considerara algo obtuso. Esbozando una maliciosa sonrisa añadió—: Y parece que hemos llegado justo a tiempo. El amo Rahl debe consagrarse a lo suyo, a ser la magia contra la magia, y dejarnos a nosotras que seamos el acero contra el acero. —La mord-sith extendió una mano hacia sus compañeras—. En palacio no hubo tiempo para presentaciones. Éstas son mis Hermanas del agiel: Hally, Berdine y Raina.

Richard escrutó los tres rostros a la titilante luz de las velas. En el palacio de D’Hara tenía tanta prisa que solamente recordaba a Cara, la mord-sith que había hablado en nombre de las demás y a la que había amenazado con un cuchillo hasta convencerse de que decía la verdad. Al igual que Cara, Hally era rubia, de ojos azules y alta. Berdine y Raina eran algo más bajas; Berdine tenía los ojos azules y pelo castaño ondulado que se recogía en una trenza. Raina era morena y tenía una mirada que lo taladraba; escrutaba su alma en busca de fuerza, debilidad y carácter, como sólo una mord-sith era capaz de hacer. Pero, debido a los ojos oscuros, el examen de Raina parecía más incisivo y penetrante. Richard les sostuvo la mirada.

— ¿Vosotras estabais entre las mord-sith que me guiaron en el palacio? —Las mujeres asintieron—. En ese caso os debo gratitud eterna. ¿Y las demás?

— Las otras se han quedado en palacio, por si regresabais antes de que nosotras os encontrásemos —respondió Cara—. El comandante general Trimack insistió en que Ulic y Egan nos acompañaran, pues forman parte de la guardia personal del amo Rahl. Partimos una hora después de vos y tratamos de alcanzaros. —La mujer sacudió la cabeza en gesto de admiración—. Pero, aunque no perdimos tiempo, nos sacasteis casi un día de ventaja.

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