Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños
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El hombre que le había gritado le lanzó una fulminante mirada bajo el borde de un reluciente yelmo rematado por un penacho rojo de crin de caballo. Sujetando fácilmente las riendas de su brioso caballo castrado gris con una sola mano cubierta por guantelete, se inclinó hacia Richard.
— Apártate, imbécil, o te aplastaremos como a un ratón.
Richard reconoció el acento del hombre; era el mismo de Adie. No sabía de qué país era Adie, pero aquellos hombres procedían del mismo lugar.
Richard se encogió de hombros y retrocedió un paso.
— He dicho que lo siento. No tenía ni idea de que hubiera asuntos tan urgentes.
— Combatir al Custodio siempre es un asunto urgente.
Richard retrocedió otro paso.
— No discutiremos sobre eso. No perdáis tiempo; estoy seguro de que ahora mismo debe de estar escondido en un rincón, temblando, esperando que lleguéis a vencerlo.
Los oscuros ojos del oficial brillaron como el hielo. Richard trató de ocultar un estremecimiento. ¿Cuándo aprendería a no ser tan guasón? Suponía que era la consecuencia de su tamaño.
A Richard nunca le había gustado pelearse, pero a medida que crecía se fue convirtiendo en el blanco de otros que deseaban demostrar su valor. Antes de que le fuera entregada la Espada de la Verdad , que le enseñó que a veces era necesario dar rienda suelta a la furia que siempre había reprimido, aprendió que con una sonrisa y un comentario jocoso podía calmar los agitados ánimos de sus rivales y desarmar a aquellos que trataban de provocarlo en busca de pelea. Richard era consciente de su fuerza, y la confianza que ello le daba lo había conducido a un humor fácil y frívolo. En ocasiones no podía evitarlo y hablaba sin pensar.
— Eres atrevido. Tal vez seas uno de los que se han dejado engatusar por el Custodio.
— Os aseguro de que vos y yo combatimos al mismo enemigo.
— Los esbirros del Custodio acechan tras la arrogancia.
Justo cuando pensaba que no tenía que meterse en líos y que ya era hora de emprender la retirada, el soldado hizo gesto de desmontar. En ese mismo instante dos poderosas manos lo agarraron y dos hombres enormes, uno a cada lado, lo levantaron en vilo.
— Lárgate, caballerete —dijo el gigante de su derecha al hombre a caballo—. No te metas donde no te llaman. —Richard trató de torcer el cuello, pero únicamente distinguió el cuero marrón de los uniformes d’haranianos de los hombres que lo sujetaban por detrás.
El soldado se quedó paralizado con un pie fuera del estribo.
— Luchamos en el mismo bando, hermano. Tenemos que interrogar a ese tipo y luego enseñarle algo de humildad. Le…
— ¡Largo he dicho!
Richard abrió la boca para decir algo. Inmediatamente el musculoso brazo del d’haraniano de su derecha emergió de debajo de una gruesa capa de lana marrón oscuro y una enorme manaza le tapó la boca. Richard vio una banda de metal dorado justo por encima del codo con relucientes salientes afilados como cuchillas. Aquellas bandas eran armas letales que se usaban para desgarrar al enemigo en un combate cuerpo a cuerpo. Richard a punto estuvo de asfixiarse con su propia lengua.
La mayoría de los soldados d’haranianos eran altos y fornidos, pero aquellos dos eran auténticos gigantes. Peor aún, no eran soldados regulares. Richard había visto antes hombres como ésos, con las bandas doradas justo encima de los codos. Eran los guardaespaldas de Rahl el Oscuro. Rahl no daba ni un paso sin dos de sus guardias pegados a sus talones.
Los dos d’haranianos mantenían a Richard en vilo sin ningún esfuerzo; en sus manos estaba indefenso como una muñeca de trapo. Durante las dos semanas de frenética carrera hasta Aydindril no solamente apenas había comido, sino que apenas había descansado. El combate contra los mriswith sólo unas horas antes le había consumido la poca energía que le quedaba. No obstante, el miedo confirió a sus músculos una reserva de fuerzas. Claro que, contra aquellos dos, no sería suficiente.
El oficial a caballo hizo ademán de nuevo de pasar una pierna sobre el flanco del caballo para desmontar.
— Os he dicho que es nuestro. Vamos a interrogarlo. Si sirve al Custodio, le arrancaremos una confesión.
El d’haraniano situado a la izquierda de Richard replicó en tono grave y amenazador:
— Si desmontas, te cortaré la cabeza y la usaré para jugar a los bolos. Lo estábamos buscando y ahora que lo hemos encontrado es nuestro. Cuando acabemos con él podrás interrogar a su cadáver cuanto quieras.
El jinete se quedó paralizado a medio desmontar y fulminó a los dos d’haranianos con la mirada.
— Te lo repito, hermano: luchamos en el mismo bando. Ambos combatimos la maldad del Custodio. No luchemos entre nosotros.
— ¡Si quieres discutir hazlo con la espada, si no, largo de aquí!
Los casi doscientos soldados a caballo contemplaban a los dos d’haranianos sin demostrar especial emoción y, sobre todo, sin temor. Después de todo, ellos eran sólo dos por lo que, pese a su imponente tamaño, no representaban una seria amenaza. Claro que sólo un estúpido pensaría eso. Richard había visto tropas de D’Hara por toda la ciudad y no tardarían en hacer acto de aparición si algunos de los suyos estaban en dificultades.
Pero al oficial no parecían preocuparle excesivamente los otros d’haranianos.
— Vosotros sólo sois dos, hermanos. No sería una lucha igual.
El d’haraniano situado a la izquierda de Richard echó un indiferente vistazo a la hilera de jinetes, entonces volvió la cabeza y escupió.
— En eso tienes razón, caballerete. Egan, mi compañero, se hará a un lado para equilibrar la lucha. Me basto y me sobro para encargarme de ti y de tus gallardos hombres. Pero piensa bien lo que haces, «hermano», porque si tu pie toca el suelo, te juro que caerás muerto.
Con gélida mirada, el oficial de reluciente armadura y capa carmesí evaluó a los dos d’haranianos un momento. Luego, mascullando una maldición en una lengua extranjera, volvió a dejar todo el peso sobre la silla.
— Tenemos asuntos más importantes de los que ocuparnos —anunció—. No podemos perder tiempo. Es vuestro.
A un gesto suyo la columna de jinetes se puso en marcha al trote, y a punto estuvo de pisotear a Richard y a sus dos captores. Mientras los dos enormes d’haranianos arrastraban a Richard desde el centro de la calle, la gente se dispersaba para dejarles paso como si tuvieran ojos en la nuca. Las ahogadas protestas de Richard se perdieron en el ruido de la ciudad. Por mucho que lo intentara, no llegaba a sus armas. Sus pies rozaban la nieve sin llegar a tocar el suelo.
Pese a su resistencia, antes de que tuviera tiempo de pensar qué hacer, los d’haranianos se introdujeron en una estrecha y oscura callejuela limitada por una posada y otro edificio con postigos cerrados.
Al fondo de la calleja cuatro figuras embozadas esperaban ocultas en la sombra.
8
Los dos colosales d’haranianos dejaron suavemente a Richard en el suelo. Tan pronto como sus pies se posaron en tierra, la mano encontró la empuñadura de la espada. Los dos d’haranianos separaron los pies, adoptaron una pose relajada y unieron las manos a la espalda. Las cuatro figuras embozadas situadas en el oscuro fondo de la calleja echaron a andar hacia él.
Rápidamente Richard decidió que huir era mejor que luchar, por lo que no llegó a desenvainar la espada sino que echó a correr a un lado. Dio una voltereta sobre la nieve y se puso de pie de un salto. Su espalda chocó contra el frío muro de ladrillos. Jadeando, se cubrió con la capa de mriswith. Un instante después la capa adoptó el mismo color que el muro y Richard se desvaneció.
Ahora que ya no podían verlo sería fácil escapar. Mejor huir que luchar. Sólo tenía que recuperar el aliento.
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