Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños
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- Название:La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños
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— ¿Puedes seguir corriendo? —preguntó, jadeante.
— No he sido yo quien ha parado.
Richard conocía bien la ciudad que se extendía desde el palacio hasta campo abierto. Así pues, pudo guiar a Kahlan entre la masa de gente confusa y aterrada que profería alaridos, tanto por estrechas calles limitadas por edificios como por avenidas flanqueadas por árboles hasta llegar a las afueras de Tanimura.
Habían ascendido hasta la mitad de la ladera de una de las colinas que rodeaban el valle en el que se asentaba la ciudad, cuando Richard sintió una sacudida en el suelo, acompañada por un ruido sordo que a punto estuvo de derribarlo. Sin mirar atrás pasó un brazo alrededor de Kahlan y se lanzó con ella hacia un corte profundo en el granito. Sudorosos y exhaustos se abrazaron mientras el suelo temblaba.
Asomaron la cabeza justo a tiempo de contemplar cómo la luz desgajaba las macizas torres y los sólidos muros de piedra del Palacio de los Profetas como hojas de papel en un huracán. Fue como si toda la isla Halsband se hiciera mil pedazos. Trozos de árboles y enormes pedazos de los jardines volaban por el aire junto a piedras de todos los tamaños y medidas. Un cegador destello levantó una cúpula de oscuros escombros. El río se quedó sin agua y sin puentes.
La cortina de luz se expandió como un anillo con un tremendo estruendo. La ciudad situada más allá de la isla soportó como buenamente pudo el desastre.
El cielo se iluminó, como si la bóveda celeste llameara en solidaridad con el deslumbrante núcleo de ras de tierra. Los lados de la trémula campana de luz que se formó en el cielo descendían en cascada hasta el suelo a kilómetros de distancia de la ciudad. Richard recordó qué era aquel límite; era el escudo exterior que nadie que llevara un rada’han podía atravesar.
— Realmente eres el portador de la muerte —musitó Kahlan, mirando sobrecogida el espectáculo—. No tenía ni idea de que fueras capaz de algo así.
— Ni yo —replicó Richard, casi sin aliento.
Una ráfaga de aire ascendente arrancó la hierba que cubría la ladera de la colina. Ambos se agacharon hasta que la rugiente nube de arena y tierra hubo pasado.
Cuando todo quedó en silencio, cautelosamente asomaron la cabeza. La noche había regresado. En la súbita oscuridad apenas se distinguía nada, aunque tampoco era necesario ver para saberlo: el Palacio de los Profetas había sido borrado de la faz de la tierra.
— Lo has logrado —dijo al fin Kahlan.
— Lo hemos logrado —repuso él, con la vista fija en el oscuro agujero que se había abierto en el centro de las luces de la ciudad.
— Me alegra que entraras a buscar el libro. Ardo en deseos de saber qué más dice sobre ti. Bueno —comentó con una sonrisa—, creo que Jagang tendrá que buscarse otro hogar.
— Eso es cierto. ¿Estás bien?
— Perfectamente. Pero me alegro de que haya pasado. —Me temo que sólo acaba de empezar. Vamos, la sliph nos llevará de vuelta a Aydindril.
— Aún no me has dicho qué es esa sliph.
— No lo creerías. Tendrás que verla con tus propios ojos.
— Estoy impresionada, mago Zorander —comentó Ann, apartando la vista.
— No he sido yo —rezongó Zedd, quitándose el mérito.
Ann se enjugó las lágrimas y dio gracias a que estaba oscuro y el mago no las viera, aunque le costaba mantener una voz serena.
— Tal vez no has prendido tú la hoguera, pero has hecho un excelente trabajo amontonando leña. Realmente impresionante. Había visto una red de luz destrozar una habitación, pero esto…
Zedd le colocó una consoladora mano sobre el hombro.
— Lo siento, Ann.
— Sí, bueno, no quedaba otro remedio.
Zedd se apretó el hombro como para decirle que lo entendía.
— Me pregunto quién encendió la pira —comentó el mago.
— Las Hermanas de las Tinieblas poseen Magia de Resta. Supongo que una de ellas activó accidentalmente la red.
— ¿Accidentalmente? —Zedd lanzó un incrédulo resoplido y retiró la mano.
— No hay otra explicación.
— Yo diría que no ha sido un accidente —susurró Zedd. Ann creyó detectar un tono de orgullo y nostalgia en la voz del mago.
— ¿Qué supones tú?
Zedd hizo caso omiso de la pregunta.
— Será mejor que nos reunamos con Nathan.
— Sí —replicó Ann, acordándose de repente del Profeta. Apretó la mano de Holly—. Lo dejamos aquí. No puede andar muy lejos.
Ann miró hacia las lejanas colinas iluminadas por la luz de la luna. Vio un grupo que se dirigía al norte: un coche y personas, en su mayoría a caballo. Eran tantas que las sintió: Hermanas de la Luz. Gracias al Creador habían podido escapar después de todo.
— Pensaba que podías localizarlo mediante ese infernal collar.
— Así es —replicó Ann, que empezó a buscar entre la maleza—, y por eso sé que tiene que estar aquí, en alguna parte. Tal vez está herido por la explosión. Puesto que el hechizo ha sido destruido, Nathan debió de cumplir con la parte que le correspondía con el escudo exterior. Ayúdame a buscar.
También Holly buscaba, pero sin alejarse. Zedd se dirigió hacia un lugar despejado y plano. Guiándose por las ramas y los arbustos inclinados o rotos, buscaba cerca del centro del nodo, donde debía de concentrarse el poder. Ann miraba entre las rocas. Zedd la llamó.
La Prelada cogió a Holly de la mano y corrió hacia el viejo mago.
— ¿Qué has encontrado?
Zedd señaló. Incrustado en una hendidura en un bloque redondo de granito, de pie para que no dejaran de verlo, había algo redondo. Ann lo sacó y lo observó, incrédula.
— Es el rada’han de Nathan.
Holly ahogó un grito.
— Oh, Ann, tal vez está muerto. Tal vez la magia lo mató.
Ann examinó el collar. Estaba cerrado.
— No, Holly —la tranquilizó, y le acarició el pelo—. Si hubiera muerto, encontraríamos algún indicio. ¿Qué le habrá pasado?
— ¿Que qué le habrá pasado? —Zedd se rió entre dientes—. Pues que se ha liberado. Metió el collar en esa roca para asegurarse de que lo vieras; es su modo de dedicarte un corte de mangas. Nathan quería que supiéramos que se ha quitado el collar él solito. Supongo que enlazó el poder del nodo con el collar, o algo así. Bueno —suspiró—, sea como sea, se ha marchado. Ahora quítame el mío.
Ann bajó la mano con la que sostenía el rada’han y fijó la mirada en la oscuridad.
— Tenemos que encontrarlo.
— Primero quítame el collar como me prometiste, y luego vete a buscarlo. Pero sin mí, desde luego.
Ann sintió que la sangre le hervía.
— Tú te vienes conmigo.
— ¿Qué? ¡Ni hablar! ¡No pienso hacerlo!
— Te digo que vienes.
— ¿Vas a romper tu promesa?
— No, pienso cumplirla tan pronto como encontremos a ese irritante Profeta. No tienes ni idea de los líos que puede llegar a armar.
— Pero ¿para qué me necesitas a mí?— gritó Zedd.
— Vendrás conmigo quieras o no, y no hay más que hablar. Cuando lo encontremos te quitaré el collar. Pero antes no.
Zedd blandió los puños, furioso, mientras Ann iba a por los caballos. Su mirada se dirigió hacia la lejana colina, hacia el grupo de Hermanas que se dirigían al norte. Al llegar junto a los caballos, se agachó delante de Holly.
— Holly, tu primer deber como novicia de las Hermanas de la Luz será cumplir una misión urgente y de vital importancia.
— ¿Qué es, Ann? —preguntó la niña, muy seria.
— Es imperativo que Zedd y yo encontremos a Nathan. Espero que no tardemos mucho, pero debemos darnos prisa, antes de que se aleje demasiado.
— ¡Antes de que se aleje! —vociferó Zedd a su espalda—. Ha tenido horas. Nos lleva demasiada ventaja. A saber dónde estará. No lo alcanzaremos nunca.
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