“Muy bien, Grgat Dranna Rzinika, ¿te importaría decirme por qué abordaste mi nave?”
“Estaba huyendo.”
“¿De quiénes?”
“De los dioses.” La computadora traducía las palabras de manera casi monótona, pero a Dev no hacía falta tener un diploma en alienología detectar la amargura y disgusto en la voz de una criatura.
“¿¿Por qué?” Cuando el nativo dudó por un momento, Dev agregó, “Recuerda que no podrán oírte mientras estés en esta nave. Puedes hablar libremente.”
“¡Los odio!” explotó Grgat repentinamente. “Son crueles e insensibles. Preferiría apoyar a los demonios del espacio exterior que seguir viviendo bajo el dominio de estos dioses.”
“Así que, ¿soy un demonio?”
Grgat la miró cuidadosamente. “No, pareces un mortal como yo, aunque sí tienes poderes místicos. Pero vienes del reino sostenido por los demonios, y... Y yo quisiera que me llevaras contigo.”
Dev se apartó de la puerta hacia la cama donde estaba sentado su nativo. Se sentó en la esquina opuesta, con precaución de no hacer ningún movimiento repentino o amenazante. “No intento discutir,” dijo, “pero debo saber tus motivos. ¿ Por qué odias a los dioses? ¿ Por qué arriesgas tu vida para escapar de ellos?”
Las manos en forma de garras del alienígena temblaban nerviosamente. “Porque asesinaron a mi esposa, Sennet. La mataron sin piedad sólo por seguir sus instintos naturales. Ellos—”
Dev interrumpió su incipiente discurso. “¿Sennet se pronunció en contra de ellos?”
“No, esa es la ironía. Era una leal y auténtica creyente. Siempre me regañaba para que fuera más entregado.”
“Entonces, ¿por qué la mataron?”
“Porque se embarazó. Nuestro pueblo ya alcanzó su cuota máxima asignada, incluso después que algunas personas murieron—incluyendo a nuestra única hija—nos negaron el permiso para incrementar la población. Debía ser nuestro turno, pero cuando Sennet quedó encinta los dioses enviaron a uno de sus mensajeros a sacar al bebé de su vientre. Frente a todo el pueblo, le rogó y le suplicó al ángel que no se llevara a nuestro bebé. Fue más respetuosa a medida que rogaba, pero aún así—sólo para mostrarle la futilidad de discutir con los dioses—la mataron. Luego, porque nuestro pueblo está muy bajo la cuota, le dieron la asignación a la próxima pareja en la lista.”
Cuando terminó de hablar, Grgat estaba mirando sus pies, evitando por completo la mirada de Dev. “No puedo adorar a quienes le hicieron algo tan cruel a una seguidora tan leal como Sennet. No me importa que sean dioses, o que puedan matarme con un solo pensamiento—no puedo adorarlos.”
“No,” dijo Dev con suavidad—tan suavemente que su computador casi no pudo captarlo y traducirlo. “No, no esperaría que lo hicieras.” Todos sus instintos salieron de ella para poner un brazo reconfortante alrededor de los hombros de Grgat—pero a la vez temía que el alienígena malinterpretara el gesto. Sus manos permanecieron sosegadamente en su regazo.
Grgat continuó como si no la hubiera escuchado. “Es por lo que, cuando tu nave llegó hace unos días, resolví esconderme abordo y viajar hacia el reino de los demonios. Seguramente no podían ser peores que los dioses que tuve que soportar. Cuando subieron una carga de oro a bordo de tu nave esta tarde, me escondí adentro. Estuve escondido aquí hasta que me encontraste. No les haré daño, lo juro.”
“Te creo,” dijo Dev. Luego agregó como un segundo pensamiento, “debes estar terriblemente hambriento, si has estado aquí todo el día sin comida.”
“Lo estoy. Pero espero sufrir.”
“Eso no tiene sentido. Aún los peores prisioneros tienen derecho a comer—y cualquiera que sea tu situación, estás por encima de eso. La química de tu cuerpo no es muy distinta a la de nosotros—creo que podremos encontrar algo nutritivo para ti o algo a lo que estés acostumbrado.”
Dev se puso de pie, fue hacia la puerta y la abrió. “Bakori,” llamó, sacando su cabeza.
El astrogador apareció por debajo. “¿Sí, capitana?”
“Nuestro prisionero no ha comido durante algún tiempo. Vaya a la cocina y prepare algo para ayudarlo hasta que podamos decidir qué haremos con él.”
“Sí, señora.”
Mientras el astrogador se movía para cumplir con su orden, Roscil Larramac también apareció abajo. “¿Comenzó a hablar?”
“Bastante bien,” respondió Dev. “Tiene muchos problemas afuera.”
“También tiene muchos problemas aquí adentro. Quiero hablar con él. Vamos a subir.” Larramac puso la escalera al nivel de Dev.
Dev le advirtió a Grgat que el dueño de la nave quería hablar con él, y que Larramac no le haría daño. El nativo se veía nervioso—apenas se hacía a la idea de hablar con Dev—pero obviamente no estaba en posición de rehusarse.
Cuando Larramac entró, Dev le contó lo que Grgat le había dicho hasta ahora. Cuando terminó, Larramac permaneció en silencio durante un momento, acariciando su perilla pensativamente. Finalmente dijo, “Si lo llevamos con nosotros, podríamos tener problemas con estas deidades locales, quienes quiera que sean. ¿Merece la pena, Dev?”
“Aún no tengo suficiente información. Pero intento obtenerla.” Dirigiéndose a Grgat, dijo, “Tendremos que saber un poco más antes de poder ayudarte. Dinos absolutamente todo lo que sepas sobre los dioses.”
Cabalga con el momento. Incluso si es desagradable, siempre habrá otro dentro de poco.
—Anthropos, La Mente Sana
Antes del Comienzo, explicó Grgat, nada existía además de la Bruma Primigenia que se impregnaba en el universo. Era uniforme y amorfa. Luego, tras un período de eras, comenzó a convertirse en distintas entidades, que eventualmente se convirtieron en dioses y demonios. Primero, ambas razas convivieron en armonía. Juntas, crearon las estrellas y los mundos con los restos de la Bruma Primigenia e impusieron el orden en el caótico cosmos.
Pero, luego de muchos eones, ambas razas tuvieron una disputa. Los dioses querían crear criaturas mortales con las cuales pudieran compartir las maravillas del universo; los demonios, de manera egoísta, procuraron evitar que hubiera otros seres y guardar sus secretos sólo para ellos. Ambas filosofías resultaron incompatibles, y una guerra fue su consecuencia natural.
Los cielos estallaron en fuego mientras ambas especies luchaban por la supremacía. Las estrellas explotaron, y varios planetas fueron devastados en las batallas en las que se enfrentaron. Finalmente, para evitar más destrucción, los dioses pidieron y recibieron una tregua. El planeta Dascham fue creado como un lugar donde los dioses podían experimentar con la vida a su antojo, mientras que los demonios acordaron vagar por los cielos y no interferir con los asuntos de Dascham.
Los dioses construyeron una montaña llamada Orrork, la cual convirtieron en su hogar y donde aún habitan. Una vez que se establecieron allí, hicieron a los miembros de la raza daschamesa a su propia imagen para ayudarles a estudiar los misterios del universo.
Primero, los dioses y los mortales se mezclaban como iguales. Pero después, algunos daschameses malvados se hicieron vanidosos y creyeron ser mejores que los dioses. Comenzaron una revuelta que los dioses, con sus poderes supremos, rápidamente reprimieron—la Hora de la Quema. Pero los dioses sabían que sus creaciones, los daschameses, eran imperfectos—su obstinada arrogancia siempre los conduciría a desafiar a sus creadores. Algunos dioses pensaron en destruir a todos los daschameses y comenzar sus experimentos con vidas nuevas, pero otros de sus colegas se opusieron.
Eventualmente, los dioses decidieron que conservarían a los daschameses, pero como esclavos, únicamente hechos para adorarlos y para llevar a cabo trabajos manuales para servirles. Los dioses mantendrían una supervisión constante sobre sus desobedientes sirvientes, siempre alertas ante alguna señal de rebelión. Además, los dioses crearon a los ángeles para recordarle a los daschameses acerca de su estado degradado y para reprimir y castigar a todos quienes vayan en contra de la voluntad de los dioses.
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