Tampoco había considerado quitarse la vida aunque la vergüenza lo hería en lo más vivo. Recurrir al modo fácil de escapar al oprobio quedaba para la Sangre; la Guardia de la Muerte luchaba hasta el final. Musenge mandaba la guardia personal de Tuon, pero le tocaba a él, como oficial superior de la Guardia a este lado del Océano Aricio, traerla de vuelta sana y salva. Se estaba registrando hasta el último rincón de la ciudad con una u otra excusa, y cada embarcación mayor que un bote de remos, pero en la mayoría de los casos lo llevaban a cabo hombres que ignoraban lo que buscaban, desconocedores de que la suerte del Retorno podía depender de su diligencia. Era su deber. Por supuesto, la familia imperial era dada a intrigas más complicadas que el resto de la Sangre, y la Augusta Señora Tuon jugaba a menudo un juego realmente profundo con una habilidad astuta y mortífera. Sólo unos pocos sabían que había desaparecido otras dos veces con anterioridad y que se la había dado por muerta e incluso se habían hecho los preparativos para la ceremonia funeraria, todo arreglado por ella misma. Sin embargo, hubiera desaparecido por las razones que fueran, él tenía que encontrarla y protegerla. Hasta ahora no tenía ni la más mínima idea de cómo. Tragada por la tormenta. O quizá por la Dama de las Sombras. Había habido incontables intentos de raptarla o asesinarla, empezando el día de su nacimiento. Si la hallaba muerta, tendría que descubrir quién la había matado, quién había dado la orden, y vengarla costara lo que costara. También eso era su deber.
Un hombre esbelto entró en la habitación desde el pasillo sin llamar. Por la tosca chaqueta que vestía podría haberse tratado de uno de los mozos de cuadra de la posada, pero ningún lugareño tenía ese cabello claro y esos ojos azules, que recorrieron la pieza como para memorizar todo lo que había en ella. Metió una mano en la chaqueta, y Karede pensó en dos modos distintos de matarlo con sus propias manos en el breve momento que tardó el hombre en sacar una pequeña placa de marfil bordeada en oro y con el Cuervo y la Torre cincelados. Los Buscadores de la Verdad no tenían que llamar. Matarlos estaba muy mal visto.
—Márchate —le dijo el Buscador a Ajimbura mientras guardaba la placa una vez que estuvo seguro de que Karede la había reconocido. El hombrecillo siguió en cuclillas, inmóvil, y las cejas del Buscador se enarcaron por la sorpresa. Hasta en las colinas Kaensada todos sabían que la palabra de un Buscador era ley. Bueno, quizás en los poblados fortificados más remotos no; no si creían que nadie conocía la presencia del Buscador allí. Pero Ajimbura sabía a qué atenerse.
—Espera fuera —ordenó secamente Karede, y Ajimbura se incorporó con prontitud.
—Escucho y obedezco, excelso señor —murmuró. Antes de salir, sin embargo, estudió abiertamente al Buscador como para asegurarse de que éste supiera que se había fijado bien en su rostro. Algún día iba a conseguir que le cortaran la cabeza.
—Algo muy preciado, la lealtad —dijo el hombre de cabello claro al tiempo que miraba el escritorio, después de que Ajimbura hubo cerrado la puerta tras él—. ¿Estáis involucrado en los planes de lord Yulan, oficial general Karede? No habría esperado que un Guardia de la Muerte formara parte de eso.
Karede retiró dos pisapapeles de bronce con forma de leones y dejó que el mapa de Tar Valon que sujetaban se enrollara sobre sí mismo. El otro aún no lo había desenrollado.
—Debéis preguntar a lord Yulan, Buscador. La lealtad al Trono de Cristal tiene más valor que el aliento de la vida, seguida de cerca por saber cuándo guardar silencio. Cuanto más se habla de una cosa, más sabrá de ella quien no debería.
Nadie aparte de la familia imperial reprendía a un Buscador o a quien fuera la Mano que lo guiaba, pero al tipo no pareció afectarlo. Por el contrario, tomó asiento en el mullido sillón del cuarto, unió las manos por las puntas de los dedos formando un ángulo agudo y observó por encima del vértice a Karede, que como opción tenía que mover su propia silla o dejar al hombre casi a su espalda. La mayoría de la gente se habría sentido muy nerviosa teniendo a un Buscador detrás; la habría puesto nerviosa incluso hallarse con un Buscador en la misma habitación. Karede ocultó una sonrisa y no se movió. Sólo tenía que girar levemente la cabeza, y estaba entrenado para ver claramente lo que captaba por los rabillos de los ojos.
—Debéis sentiros orgulloso de vuestros hijos —dijo el Buscador—. Dos siguiendo vuestros pasos en la Guardia de la Muerte, y el tercero aparece en la lista de los muertos con honor. Vuestra esposa se habría sentido muy orgullosa.
—¿Cómo os llamáis, Buscador?
El silencio que siguió era ensordecedor. Si eran pocos los que reprendían a los Buscadores aún eran menos los que les preguntaban el nombre.
—Mor —llegó finalmente la respuesta—. Almurat Mor.
Conque Mor. En tal caso, tenía un antepasado que había viajado con Luthair Paendrag y se sentía enorgullecido con razón. Sin acceso a los libros genealógicos, cosa para la que ningún da’covale tenía permiso, Karede no podía saber si alguna de las historias sobre su propia ascendencia era cierta —cabía la posibilidad de que también él tuviera un antepasado que hubiera seguido al gran Hawkwing—, pero no importaba. Los hombres que trataban de apoyarse en los hombros de sus antecesores en vez de hacerlo en sus propios pies a menudo acababan una cabeza más bajos, en especial los da’covale .
—Llámame Furik. Ambos somos propiedad del Trono del Cristal. ¿Qué quieres de mí, Almurat? No charlar sobre mi familia, creo.
Si sus hijos estuvieran en apuros, el tipo no los habría mencionado tan pronto, y Kalia estaba ya más allá de todo sufrimiento. Por el rabillo del ojo vio plasmarse en el rostro del Buscador la lucha en la que se debatía, aunque lo disimuló bastante bien. El hombre había perdido el control de la entrevista… como debía de haber esperado que ocurriera, enseñando su placa como si un Guardia de la Muerte no estuviera dispuesto a clavarse una daga en el corazón obedeciendo una orden.
—Te contaré una historia —dijo lentamente Mor—, y luego me dices qué te parece. —Sus ojos se clavaron en Karede, estudiándolo, evaluando y sopesándolo como si estuviese en una plataforma de subastas, puesto a la venta—. Esto llegó a nuestro conocimiento hace pocos días. —Con «nuestro» se refería a los Buscadores—. Empezó entre las gentes del lugar, que hayamos podido averiguar, aunque aún no hemos dado con la fuente original. Parece ser que una muchacha con acento seandarés ha estado sacando oro y joyas mediante presiones a los mercaderes aquí, en Ebou Dar. Se mencionó el título de Hija de las Nueve Lunas. —Hizo un gesto de indignación, y durante un momento las puntas de los dedos se le pusieron blancas de apretarlas unas contra otras con fuerza—. Ninguno de los lugareños parece entender lo que significa ese título, pero la descripción de la chica es sorprendentemente precisa. Sorprendentemente exacta. Y nadie recuerda haber oído ese rumor antes de la noche siguiente a… Al descubrimiento del asesinato de Tylin —terminó, prefiriendo referirse al suceso menos desagradable para precisar la fecha.
—Acento seandarés —repitió Karede con voz inexpresiva, a lo que Mor asintió con la cabeza—. Y ese rumor ha trascendido a nuestra propia gente. —No era una pregunta, pero Mor volvió a asentir. Un acento seandarés y una descripción exacta, dos cosas que ningún lugareño podría inventarse. Alguien estaba jugando un juego muy peligroso. Peligroso para sí mismo y para el imperio—. ¿Cómo se ha tomado el palacio de Tarasin los últimos acontecimientos? —Habría Escuchadores entre los sirvientes e incluso, a estas alturas, probablemente entre los propios sirvientes ebudarianos, y lo que oían los Escuchadores se transmitía enseguida a los Buscadores.
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