Robert Jordan - Encrucijada en el crepúsculo

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Encrucijada en el crepúsculo: краткое содержание, описание и аннотация

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Mat Cauthon huye con la hija de las Nueve Lunas mientras la Sombra y el imperio seanchan emprenden una persecución implacable. Por su parte, las Aes Sedai sienten un inmenso flujo de Poder en un lejano paraje del oeste y temen que sea obra de los Renegados o incluso de la propia Sombra.
La heredera del Trono de Andor, rodeada de enemigos y de amigos siniestros que planean su destrucción, puede caer en manos de la Sombra y arrastrar consigo al Dragón Renacido, y Egwene al’Vere pone sitio al centro de poder Aes Sedai, pero ha de vencer con rapidez para evitar que los Asha’man sean los únicos capaces de defender el mundo del Oscuro.
Tras limpiar la mitad masculina de la Fuente Verdadera, Rand al’Thor se ve obligado a correr grandes riesgos sin saber con certeza quiénes son sus aliados y quiénes son sus enemigos.

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No podían ser más distintas. La señora Anan, una regia mujer con pinceladas grises en el cabello, se encontraba sentada en una de las dos estrechas camas construidas contra las paredes y parecía centrada en el bastidor de bordar, sin que en absoluto diera la impresión de ser una guardiana. Un gran aro de oro adornaba cada una de sus orejas y su Cuchillo de Esponsales colgaba de un collar de plata ajustado al cuello con el mango de piedras rojas y blancas reposando en el inicio del busto, visible por el estrecho y profundo escote de su vestido ebudariano que tenía un lado de la falda recogido con puntadas para que se vieran las enaguas amarillas. Llevaba otro cuchillo, éste de hoja larga y curva, metido en el cinturón, pero eso era costumbre en Ebou Dar. Setalle se había negado a ponerse un disfraz, cosa que tampoco estaba mal. Nadie tenía motivos para perseguirla, y encontrar ropas para todos los demás ya había sido un buen problema. Selucia, una bonita mujer de tez cremosa, se había sentado en el suelo cruzada de piernas, entre las camas; un pañuelo oscuro le cubría la cabeza afeitada y en su rostro había una expresión huraña, aunque normalmente hacía gala de una dignidad suficiente para que la señora Anan pareciera frívola en comparación. Sus ojos eran tan azules como los de Egeanin y más penetrantes, y había organizado más jaleo que ésta a la hora de afeitarse el resto del cabello. No le gustaba el vestido azul ebudariano que le habían facilitado porque a su entender el profundo escote era indecente, pero la disfrazaba de un modo tan eficaz como si llevara máscara. Pocos hombres que vieran el impresionante busto de Selucia serían capaces de mantener los ojos mucho tiempo en su rostro. El propio Mat habría disfrutado de esa vista un instante o dos, pero estaba Tuon, sentada en la única banqueta que había en la carreta, con un libro encuadernado en cuero sobre el regazo, y le costó muchísimo mirar cualquier otra cosa. Su futura esposa. ¡Luz!

Tuon era menuda, no sólo baja, sino también casi tan delgada como un muchacho, y el vestido suelto de paño marrón, comprado a uno de los trabajadores del espectáculo, la hacía parecer una cría disfrazada con las ropas de su hermana mayor. En absoluto el tipo de mujer que le gustaba, sobre todo con sólo una sombra del negro pelo crecido de unos pocos días cubriéndole el cuero cabelludo. Sin embargo, si se pasaba eso por alto era bonita —de un modo discreto— con aquel rostro en forma de corazón y sus carnosos labios, y sus ojos grandes, cual oscuros estanques de serenidad. Esa absoluta calma casi lo ponía nervioso. Ni siquiera una Aes Sedai estaría serena en sus circunstancias. Los jodidos dados rodando en su cabeza no ayudaban precisamente a mejorar las cosas.

—Setalle me ha mantenido informada —dijo, arrastrando las palabras y en un tono frío mientras Mat cerraba la puerta. Mat había aprendido a notar diferencias en el acento seanchan; el de Tuon hacía que el de Egeanin diera la impresión de que la mujer tenía la boca llena de papilla, pero todos poseían esa cualidad de arrastrar las palabras, esa pronunciación lenta—. Me contó la historia que te has inventado sobre mí, Juguete. —Tuon seguía insistiendo en llamarlo así, como hacía en el palacio de Tarasin. Entonces no le había importado. Bueno, no mucho.

—Me llamo Mat… —empezó.

Ni se dio cuenta de dónde salió la taza de loza que apareció en la mano de ella, pero se las ingenió para echarse al suelo a tiempo de que la taza se estrellara contra la puerta en lugar de hacerlo en su cabeza.

—¿Has dicho que soy una sirvienta, Juguete? —Si su tono había sido frío antes, ahora era como el más crudo invierno. Apenas alzó la voz, pero también sonó dura como el hielo. Su expresión habría hecho que un juez de la horca pareciera un tarambana—. ¿Una sirvienta ladrona? —El libro resbaló de su regazo cuando se puso de pie y se agachó a recoger el orinal blanco con tapa—. ¿Una sirvienta desleal?

—Necesitaremos eso —dijo Selucia con deferencia al tiempo que le quitaba el recipiente de las manos. Lo dejó a un lado con cuidado y se agachó a los pies de Tuon casi como si estuviera lista para arrojarse contra Mat ella misma, así de chusca resultaba la escena. Aunque no había mucho que pareciese chusco en ese momento.

La señora Anan alargó la mano hacia uno de los estantes que había sobre su cabeza y le tendió otra taza a Tuon.

—De éstas tenemos de sobra —murmuró.

Mat le asestó una mirada indignada, pero los ojos color avellana de la mujer chispearon divertidos. ¡Divertidos! ¡Se suponía que tenía que vigilar a esas dos! Un puño aporreó la puerta de entrada.

—¿Necesitáis ayuda ahí dentro? —inquirió Harnan con incertidumbre. Mat se preguntó a cuál de los dos se estaría dirigiendo.

—Todo está controlado —respondió Setalle mientras pasaba tranquilamente la aguja por la tela del bordado que el bastidor mantenía tensa. Viéndola habríase dicho que no había nada más importante que su labor—. Sigue con tu trabajo y no te entretengas. —No era ebudariana, pero desde luego había asimilado a fondo las costumbres del país. Tras un momento, se oyó el sonido de unas botas bajando los peldaños de fuera. Al parecer Harnan también había pasado demasiado tiempo en Ebou Dar.

Tuon giró la otra taza entre las manos como si examinara las flores que tenía pintadas, y sus labios esbozaron una sonrisa tan leve que podría haber sido incluso obra de la imaginación de Mat. Era muy bonita cuando sonreía, pero esa sonrisa había sido de las que indicaban que ella sabía cosas que él ignoraba. Acabaría saliéndole urticaria si seguía haciendo eso.

—No quiero que se me conozca como una sirvienta, Juguete.

—Me llamo Mat, no… eso otro —repuso mientras se ponía de pie y comprobaba la reacción de la cadera con cautela. Para su sorpresa, no le dolía más que antes de tirarse sobre el suelo de madera. Tuon enarcó una ceja y sopesó la taza en la mano—. No iba a decirle a la gente del espectáculo que había raptado a la Hija de las Nueve Lunas —añadió, exasperado.

—¡La Augusta Señora Tuon, palurdo! —dijo secamente Selucia—. ¡Lleva el velo!

¿El velo? Tuon había llevado uno en palacio, pero no desde entonces. La menuda muchacha gesticuló con deferencia, cual una reina dando su venia.

—No tiene importancia, Selucia. Todavía es ignorante. Tenemos que educarlo. Pero cambiarás esa historia, Juguete. No pienso ser una sirvienta.

—Es demasiado tarde para cambiar nada —dijo Mat, sin quitar ojo a aquella taza. Las manos de la chica parecían frágiles, con las largas uñas de antaño ahora cortadas, pero recordaba su gran rapidez—. Nadie os está pidiendo que seáis una sirvienta. —Luca y su esposa sabían la verdad, pero tenía que haber un motivo de cara a todos los demás para justificar que Tuon y Selucia estuvieran confinadas y vigiladas en la carreta. La solución perfecta había sido que se trataba de un par de criadas, a punto de ser despedidas por robo, que habían intentado delatar a su señora revelando la huida con su amante. En cualquier caso, a Mat le pareció el motivo perfecto. Para la gente del espectáculo fue otro detalle que daba más veracidad al idilio. Creyó que Egeanin iba a tragarse la lengua mientras él se lo explicaba a Luca. Quizás había sabido cómo se lo tomaría Tuon. Luz, ojalá se pararan los dados. ¿Cómo podía pensar un hombre con ese ruido en la cabeza?

—No podía dejaros allí para que dieseis la alarma —prosiguió pacientemente. Eso era verdad, por otra parte—. Sé que la señora Anan os lo ha explicado. —Pensó añadir que había dicho aquella tontería de que era su esposa por culpa de los nervios. ¡Debía de pensar que era un completo palurdo! Sin embargo, creyó mejor no volver a sacar a colación el tema. Si ella estaba dispuesta a pasarlo por alto, tanto mejor—. Sé que ya os ha dicho esto, pero os prometo que nadie os hará daño. No queremos un rescate, sólo escapar con la cabeza pegada al cuerpo. Tan pronto como se me ocurra un modo de enviaros de vuelta sana y salva, lo haré. Lo prometo. Hasta entonces trataré de que estéis lo más cómoda posible. Tendréis que aguantar lo otro.

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