Acabó de anudarse el pañuelo de seda negra al cuello, tapándose la cicatriz, y metió las puntas bajo la chaqueta. La posibilidad de que en Jurador hubiera alguien que conociera a un hombre de Ebou Dar que llevaba un pañuelo negro… En fin, que las probabilidades parecían buenas incluso sin mediar su suerte. Por supuesto, siempre había que contar con el factor de ser ta’veren , pero si eso iba a conducirlo a darse de bruces con Suroth o un puñado de sirvientes del palacio de Tarasin, aunque se quedara en la cama envuelto hasta la cabeza en una manta el encuentro seguiría produciéndose. A veces uno tenía que confiar en la suerte. El problema era que, al despertar por la mañana, los dados habían empezado a rodar de nuevo en su cabeza. Y todavía seguían repicando dentro de su cráneo.
—Lo prometí —dijo.
Era estupendo vestir de nuevo ropa decente. La chaqueta era de un fino paño verde, bien confeccionada, y le llegaba casi a las rodillas y a las bocas dobladas de las botas. No tenía bordados —quizá no le habría ido mal alguno que otro—, pero sí un poco de encaje en las bocamangas. Y una buena camisa de seda. Ojalá tuviera un espejo. Uno necesitaba ofrecer su mejor aspecto en un día como ése. Cogió la capa de la cama y se la echó sobre los hombros. Nada chabacano, como las de Luca. De color gris oscuro, casi tan oscuro como la noche. Sólo el forro era rojo. El cierre era un sencillo broche de plata de nudos, del tamaño de sus pulgares.
—Ella dio su palabra, Bayle —intervino Egeanin—. Su palabra. Jamás la incumplirá. —Hablaba con absoluta convicción. Al menos, con más convicción de la que tenía Mat. Pero a veces un hombre tenía que correr riesgos, aunque se estuviera jugando el cuello. Lo había prometido. Y contaba con su suerte.
—Sigue siendo una locura —rezongó Domon. Pero se apartó a regañadientes de la puerta cuando Mat se puso el sombrero negro de ala ancha. Es decir, cuando Egeanin le indicó que se apartara con un seco gesto de la cabeza. No obstante, no se borró su gesto ceñudo.
La mujer salió del carromato detrás de Mat, también ceñuda y toqueteándose la peluca negra. Quizá todavía se sentía incómoda con ella o quizá no le encajaba tan bien al tener debajo el pelo crecido de un mes. No era suficiente para llevar la cabeza descubierta, de todos modos. No hasta que hubiese al menos otros doscientos kilómetros entre ellos y Ebou Dar. Puede que no fuera seguro hasta que cruzaran a Murandy por las montañas Damona.
El cielo estaba despejado, el sol empezaba a asomar por el horizonte, invisible todavía tras la pared de lona del recinto, y el aire era templado sólo si se comparaba con una tormenta de nieve. No con esa frialdad nítida de una mañana de finales de invierno en Dos Ríos, pero sí ese fresquito que traspasaba poco a poco y convertía en vaho el aliento. La gente del espectáculo iba corriendo de aquí para allí como hormigas alborotadas a las que les han pateado el hormiguero, llenando el aire de preguntas a voz en cuello queriendo saber quién había cambiado de sitio los aros de malabares o había cogido prestado el par de calzas rojas con lentejuelas o movido su plataforma de actuación. Tenía toda la apariencia del inicio de un disturbio, pero en realidad no había cólera en ninguna de las voces. Gritaban y agitaban los brazos todo el tiempo, pero nunca se llegaba a las manos cuando había una representación en perspectiva, y de algún modo todos los artistas estarían en sus puestos y listos antes de que se diera acceso a los primeros espectadores. Serían lentos en recoger los bártulos para ponerse en camino, pero actuar significaba dinero y para eso se movían con diligencia.
—Realmente piensas que puedes casarte con ella —masculló Egeanin, que caminaba a su lado, tan enérgicos sus pasos que pateaba el repulgo de la desgastada falda de paño marrón. No había nada de refinado en Egeanin. Ni que llevara un vestido ni que no, daba la impresión de necesitar una espada en el puente de su barco—. No hay otra explicación para esto. Bayle tiene razón. ¡Estás loco!
—La cuestión es —dijo Mat con una sonrisa—, ¿tiene intención de casarse conmigo? A veces la gente más dispar se casa. —Cuando uno sabía que iban a colgarlo, lo único que podía hacer era mirar sonriente la horca. Así que Mat sonrió y la dejó plantada allí, ceñuda. Creyó oírle mascullar maldiciones entre dientes, aunque Mat no entendía la razón. No era ella la que tenía que casarse con la última persona en el mundo con la que querría hacerlo. Una noble, toda ella fría reserva y altanería, cuando lo que le gustaba eran camareras de sonrisa pronta y ojos prometedores. La heredera de un trono, y no uno cualquiera: el Trono de Cristal, el trono imperial de Seanchan. Una mujer que conseguía que la cabeza le girara como una peonza y lo dejaba preguntándose si la retenía cautiva o era a la inversa. Cuando el destino lo trincaba a uno por el cuello, sólo quedaba sonreír.
Mantuvo un andar garboso hasta que tuvo a la vista el carromato púrpura sin ventanas, y entonces perdió el paso. Un grupo de acróbatas, cuatro hombres flexibles que llevaban el nombre artístico de Hermanos Chavana aunque saltaba a la vista que procedían de distintos países, no sólo de madres diferentes, salieron precipitadamente de un carromato verde cercano a la par que gritaban y gesticulaban violentamente unos a otros. Echaron un vistazo hacia el carromato púrpura y otro a Mat, pero estaban demasiado enfrascados en la discusión y corrían demasiado deprisa para dedicarle más atención. Gorderan estaba recostado contra una de las ruedas púrpuras y se rascaba la cabeza mientras miraba con el entrecejo fruncido a las dos mujeres que se encontraban al pie de la escalerilla del carromato. Dos mujeres. Ambas envueltas en capas oscuras, ocultos los rostros, si bien no cabía error en el pañuelo floreado que colgaba fuera de la capucha de la más alta. Bien. Tendría que haber adivinado que Tuon querría estar acompañada por su doncella. Las nobles nunca iban a ninguna parte sin una doncella. Se apostara un céntimo o una corona, al final la cosa se reducía a lanzar los dados. Había tenido ocasión de traicionarlo. Empero, estaba apostando porque una mujer hiciera la misma elección dos veces seguidas. O que la hicieran dos mujeres. ¿Qué necio apostaría por eso? Fuera como fuese, tenía que lanzar los dados. El caso es que ya habían empezado a rodar.
Respondió a la fría mirada de Selucia con una sonrisa y se quitó el sombrero para hacer una elegante reverencia a Tuon. No exagerada en exceso, sólo con un ligero floreo con la capa.
—¿Lista para ir de compras? —Faltó poco para que añadiera «milady», pero hasta que no tuviera a bien dirigirse a él por su nombre…
—Hace una hora que lo estoy, Juguete —repuso fríamente Tuon. Como sin darle importancia le levantó el borde de la capa y observó el forro de seda roja y la chaqueta antes de soltar la prenda—. El encaje te va. A lo mejor encargo que se lo pongan a tus ropas si te hago escanciador.
La sonrisa de Mat se borró un instante. ¿Podría hacerlo da’covale aunque se casara con él? Tendría que preguntárselo a Egeanin. Luz, ¿por qué las mujeres nunca facilitaban las cosas?
—¿Queréis que os acompañe, milord? —preguntó despacio Gorderan, sin mirar directamente a las mujeres. Se metió los pulgares en el cinturón, tampoco mirando directamente a Mat—. Sólo para llevar los paquetes, quizá.
Tuon no pronunció palabra y se limitó a seguir mirando a Mat, esperando, mientras los grandes ojos se tornaban más fríos de segundo en segundo. Los dados repicaban y brincaban en su cabeza. Sólo vaciló un instante antes de despedir al Brazo Rojo con un gesto de la cabeza. Bueno, quizás un par de segundos. Tenía que confiar en su suerte. En la palabra de la muchacha. La confianza es el sabor de la muerte. Pisoteó aquella idea. Esto no era una canción, y ningún viejo recuerdo podía guiarlo. Los dados seguían rodando dentro de su cabeza.
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