Por lo tanto, tenemos muchos motivos para celebrar la gloria de nuestro país; por esa razón, he declarado mañana fiesta nacional. Mañana disfrutad con merecida y orgullosa alegría; es vuestra recompensa. Esta noche, a modo de prolegómeno, podemos dar la espalda a un pasado reciente con un sencillo gesto de libertad. Celebrad esta noche encendiendo todas las luces de vuestra casa, corriendo las cortinas, abriendo completamente las ventanas. El peligro ha quedado atrás. Dejemos que el mundo vea donde vivimos, nos vea otra vez tal como somos.
¡Larga vida a la causa de la libertad! ¡Adelante, Gran Bretaña! ¡Dios salve al Rey!
Notas hológrafas de J.L. Sawyer
XXVIII
Nuestro grupo de negociadores voló de regreso a Inglaterra un día después de la partida de Churchill. Después de una larga carrera sobre el lago, el gran hidroavión blanco despegó de las quietas aguas de Stora Várten. Se elevó lentamente en un giro amplio sobre losárboles de la campiña y los empinados tejados de Estocolmo. El humor de todos los que íbamos en él era de gran euforia. Ninguno de nosotros se quedaba mucho tiempo en su asiento; en todos los rincones posibles, por estrechos que fueran, y en el pasillo, había excitados corrillos en los que se hablaba con entusiasmo sobre lo que habíamos logrado, sobre la forma en que lo habíamos hecho y sobre el brillante futuro que habíamos ayudado a crear.
Cuando, unas horas más tarde, el piloto anunció que volábamos a lo largo de la costa de Gran Bretaña, busqué un asiento junto a una ventanilla y miré afuera para regocijarme con la vista de los campos verdes, la línea blanca de las rompientes, el mar azul. Nos hallábamos en algún lugar sobre el Canal, siguiendo la costa del sur de Inglaterra, no muy alto sobre las olas ni muy lejos de la tierra. Pude ver los pequeños sitios de recreo junto al mar, altos acantilados blancos, lejanas colinas. En este día de sol brillante y desde el avión, el campo parecía como si nunca hubiese sido dañado por la guerra. Yo sabía que, vista de cerca, la realidad era diferente; desde aquella atalaya tan alta y a aquella velocidad era posible ver Inglaterra tal como había sido, tal como volvería a ser.
Cerca de Southampton, una escuadrilla de cazas Spitfire, de la RAF, apareció más arriba de nosotros. Los aviones hicieron todo tipo de acrobacias y pasadas alrededor de nosotros mientras avanzábamos lentamente sobre el mar. Aquella alegre escolta nos acompañó hasta el Solent. Cuando nuestro avión empezó a prepararse pare el amerizaje, los cazas se alejaron un poco y formaron una V alargada, luego dieron una última pasada sobre nosotros; dentro de la cabina, el sonido de sus motores era claramente audible. Después desaparecieron tierra adentro, mientras nuestro pesado y lento hidroavión se posaba espectacularmente sobre las rizadas aguas de Southampton.
Media hora más tarde, cuando una lancha de la Armada Real nos dejó en tierra, una pequeña multitud nos aplaudió cortésmente. Pasamos por las formalidades del desembarco en medio de cierto aturdimiento, atreviéndonos apenas a creer en que el radical cambio de humor de la población que ya podíamos sentir fuera algo normal y permanente.
Yo me moría de ganas de llegar a casa y ver a Birgit, de estar con ella los últimos días antes de que naciera el niño, pero los problemas para desplazarse en tiempo de guerra todavía no eran cosa del pasado. Tras dar la noticia del armisticio, el gobierno había dispuesto que el día fuera festivo, y no circulaban los trenes ni los autobuses; así que no teníamos posibilidad de dejar Southampton hasta la mañana siguiente.
De este modo, pasé una noche más lejos de casa. La Cruz Roja encontró alojamiento para nosotros en un pequeño hotel alejado del centro de la ciudad. Los muelles y gran parte de la zona comercial habían sido destruidos durante los bombardeos así que no había muchas opciones. Decidí pasarlo lo mejor posible. Tan pronto como dejé mi maleta en el dormitorio bajé para reunirme con los demás.
En la planta baja había una alta figura mirando por la ventana. Llevaba uniforme militar y sostenía la gorra debajo del codo izquierdo. Cuando oyó mis pasos en la escalera, se volvió para mirarme y se colocó frente a mí cuando yo iba a pasar.
—¿Es usted el señor Joseph Sawyer?
—Sí. —Y sentí el primer estremecimiento de angustia.
—Soy el jefe de escuadrilla Piggott, señor, destinado al Grupo 1 de la Real Fuerza Aérea, Lincolnshire. Quisiera hablar con usted en privado. Será cuestión de unos pocos minutos.
—Se trata de Jack, ¿no es así? —dije en seguida, al percibir la gravedad del tono de voz del militar—. Me trae malas noticias de mi hermano.
El oficial me señaló una puerta que daba a una pequeña sala de espera. La mantuvo abierta para que yo pasara delante de él, luego la cerró detrás de nosotros. Todo en las maneras del hombre indicaba que las noticias que iba a darme eran las peores.
—Me temo que se trata de su hermano, señor.
—¿Ha resultado muerto?
—No. Me alivia el poder decirle que no. Pero ha sido malherido.
—¿Es muy grave?
—Sus heridas son importantes pero parece que su vida no corre peligro. Yo no le he visto, pero antes de venir a hablar con usted pude hablar con el médico que lo atiende. Su hermano está hospitalizado y sedado. Es joven y fuerte; los médicos creen que con el tiempo su recuperación será completa.
—¿Puede decirme cuáles son sus heridas?
—No conozco detalles, señor Sawyer, pero me han dicho que, entre otras cosas, tiene una pierna fracturada, varias costillas rotas, fractura de cráneo, muchos cortes y contusiones. Resultó herido cuando su avión fue derribado. Pasó dieciocho horas en un bote neumático de emergencia antes de que lo rescataran. Nuestros pilotos corren esta suerte bastante a menudo. Si conseguimos rescatarlos y llevarlos a un hospital antes de que pasen demasiado tiempo expuestos a los elementos, su recuperación es bastante rápida. Hacemos todo lo que podemos.
—¿Cuándo pasó eso?
—Su avión fue derribado unas horas antes de la madrugada del domingo. Su hermano regresaba de un bombardeo contra Hamburgo cuando su Wellington fue alcanzado por el fuego antiaéreo. Sólo hay otro superviviente. El oficial de navegación, creo.
Permanecimos un instante en silencio. Mientras trataba de asimilar la noticia, el oficial de la fuerza aérea se quedó cortésmente a mi lado.
El último ataque de la guerra, me había dicho Churchill. El último que íbamos a lanzar, había dicho.
XXIX
Desde mi accidente durante el Blitz de Londres, seis meses antes, no había probado una gota de alcohol. Tenía un motivo: yo no tenía idea de qué podía ser lo que desencadenaba mis alucinaciones lúcidas pero a menudo sucedían cuando estaba adormilado o cuando mi atención divagaba. Algo instintivo me decía que la bebida podía incrementar mi propensión a un ataque. Hasta entonces, me había sido relativamente fácil mantenerme alejado del alcohol. En ciertos momentos —como había sucedido en Estocolmo, cuando en muchos de los brindis por el tratado de paz había corrido el champaña—, había podido encontrar alternativas no alcohólicas sin armar mucho ruido.
Pero aquella primera noche de paz era algo especial para todos: el Día de la Paz en Europa. Aunque fuera por una vez había que desmelenarse.
Después de que se marchara el jefe de escuadrilla Piggott, estuve tratando de decidir si llamaría a mis padres (quienes no tenían la menor idea de dónde estaba ni de qué había estado haciendo en las últimas semanas) o dejaría de lado mis planes para la noche y encontraría el modo de atravesar el país para ver a J.L. en el hospital. Vi una cabina telefónica en el vestíbulo del hotel y marqué el número de mis padres. No me contestó nadie. Supuse que habrían ido a ver a Jack. Estaba dando vueltas indeciso junto a la recepción, preguntándome qué hacer, cuando me vio Mike Brennan, el cuáquero asesor de Pittsburgh. Después de eso, ya no hubo más dudas ni más argumentos.
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