Christopher Priest - El último día de la guerra

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El último día de la guerra: краткое содержание, описание и аннотация

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En 1936, los gemelos Sawyer regresan a Gran Bretaña con una medalla de bronce ganada en los Juegos Olímpicos de Berlín y con una joven judía escondida en su furgoneta. El amor por la joven alemana y la guerra que se avecina empezarán a distanciar a los dos hermanos, que emprenden caminos divergentes: Jack se convierte en piloto de bombarderos de la RAF, mientras que Joe es objetor de conciencia y voluntario de la Cruz Roja.
Cuando en 1941 se estudia la firma de un tratado de paz con Alemania, ambos son llamados por separado para asesorar a Winston Churchill: de sus respuestas depende el futuro de la guerra.

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—Creo que necesito cierto tiempo para pensarlo, Herr Hess.

—Sí, desde luego. Suponía que iba a decir eso. ¿Qué necesita pensar exactamente, y durante cuánto tiempo?

—Me gusta el trabajo en la Cruz Roja y nunca he pensado en dejarlo.

—Por supuesto, todo ese trabajo terminará cuando se acabe la guerra. En la nueva Europa no necesitaremos una Cruz Roja. Dentro de un mes, usted se quedará sin empleo. Seguramente, para usted, eso decidirá la cuestión.

—Hay también otras consideraciones.

—Dígamelas.

—Bueno, por ejemplo, estoy casado, señor. Mi esposa está esperando nuestro primer hijo...

—Ella también puede venir a Berlín. Y traer al niño. Eso no es un inconveniente.

Si hasta entonces una sola célula de mí pudiera haberse sentido tentada, en ese momento me habría dado cuenta de que lo que él proponía era algo totalmente imposible. Con el régimen nazi todavía en el poder, más allá de los «cambios» que pudiera haber, Birgit no regresaría nunca a Berlín. Por mi mente cruzó la pregunta de si acaso Hess sabría algo sobre los antecedentes de Birgit. Después de todo, me había hecho saber que controlaba lo que él llamaba inteligencia. Éste era un pensamiento inquietante en presencia de un hombre tan poderoso.

Hess cogió un tercer pastelillo, una pieza rectangular, amarilla y esponjosa, con una cubierta de algo que parecía mazapán. Mordió la mitad del dulce y, aparentemente disgustado por su sabor, tiró el resto al suelo, cerca de la gran librería acristalada. Miró a su alrededor en busca de un sitio donde dejar lo que tenía en la boca, pero finalmente lo escupió sobre la alfombra. Apuró su café, hizo con él unos ruidosos enjuagues para limpiarse los dientes y descargó todo otra vez en la taza.

—Sean cuales sean sus objeciones —continuó Hess—, usted pronto irá a Berlín. Pronto todo será posible. Usted no tiene que decidir nada hasta entonces. Pero permítame que le diga que yo he reafirmado mi decisión: creo que usted es el más indicado para trabajar conmigo.

Yo esperaba que esto señalara el final de la entrevista, pero de pronto Hess dio media vuelta y volvió junto a la gran ventana que daba a los establos.

—¡Ah! —dijo expresivamente—. Tenemos una compañía importante. Llegaron muy pronto. No los esperábamos antes de una hora, más o menos. Creo que, en ciertos aspectos, su Real Fuerza Aérea es fiable.

Miré por la ventana y al momento vi a qué se estaba refiriendo Hess. A poca altura sobre el bosque de pinos, aproximadamente a un kilómetro y medio hacia el oeste, un hidroavión cuatrimotor completamente pintado de blanco cruzaba el cielo hacia la izquierda. Iba tan bajo que a veces desaparecía detrás de las colinas cercanas.

—No veo ninguna identificación —dije—. ¿Por qué dice que ese avión es de la RAF?

—¡Deberíamos ir al lago para darles la bienvenida! —dijo Hess bruscamente—. Yo tenía que estar allí para recibir el avión, pero no creía que llegara tan temprano.

Me hizo una señal de que debía dejar la sala. Abrí la puerta y la sostuve para que él saliera. Hess avanzó dejando tras de sí una estela de olor a brillantina. En el vestíbulo no había nadie. Hess se volvió hacia mí y me dio la mano otra vez, con la misma flojedad en los dedos que antes.

—Cuando los pasajeros del hidroavión desembarquen, usted debe estar allí —dijo—. ¡Creo que se encontrará con una gran sorpresa, señor Sawyer!

Levantó una mano y después se alejó de prisa, subiendo de dos en dos los escalones de la ancha escalinata.

Como pensaba que debía informar inmediatamente de lo que Hess me había dicho, fui rápidamente a la oficina del doctor Burckhardt y llamé a la puerta. Tras un momento de espera, abrí la puerta y miré dentro: la habitación estaba vacía.

Recordando que en el vestíbulo donde había estado antes, más allá de la escalera, había varias puertas que daban al exterior, volví sobre mis pasos. Me apresuré y llegué ante dos escalones de piedra que daban acceso a un camino circular perfectamente pavimentado.

Me encontré con un espectáculo asombroso. La mayor parte de las personas con quienes había estado trabajando en el interior de la mansión y otras muchas más corrían en dirección al lago. Casi todas ellas iban a pie y atravesaban el césped hacia un muelle de madera que se internaba en el lago. Era patente que el avión había llegado antes de lo esperado. Dos limusinas negras rodaban por uno de los caminos del parque desapareciendo a veces entre los árboles mientras avanzaban también hacia el muelle de madera. Ya se podía ver el avión blanco y el zumbido de sus motores se oía claramente en el silencio del bosque. El hidroavión se dirigía volando bajo hacia el amplio lago que formaba parte de la propiedad.

Bajé los escalones y caminé apresuradamente por la suave pendiente del césped también yo en dirección al lago. El avión blanco estaba empezando a girar para encararse hacia nosotros.

Mientras observaba esto, fui sacudido por un pensamiento que estuvo a punto de dejarme paralizado.

Durante todo el día, había estado tratando de alejar cierta sensación de irrealidad; suponía que el exceso de trabajo y la mala noche pasada me estaban pasando factura. En las semanas anteriores a la conferencia, había dormido bastante poco. De todos modos, era consciente de lo extraordinario del trabajo: la rapidez con que había sido necesario terminar el texto del armisticio, la enorme casa, el encuentro con Rudolf Hess. La guinda la había puesto Hess: su insólito énfasis en la eficacia de la RAF y el anuncio de que a bordo del hidroavión había una sorpresa para mí.

Yo creía saber cuál podía ser la sorpresa. Estaba aterrorizado por la posibilidad de que estuviera en lo cierto.

Directa o indirectamente, casi todos mis episodios de lúcidas alucinaciones implicaban a mi hermano y desembocaban en una confrontación, confrontación que a su vez acababa en un abrupto retorno a la vida real. Mientras estaba allí, en la fresca y soleada mañana boreal, observando las evoluciones sobre los árboles del avión blanco, estaba seguro de que, cuando éste se detuviera, descubriría que el piloto era mi hermano.

Eché una mirada alrededor y contemplé el plácido paisaje sueco, la gran casa, los grupos dispersos de mis colegas apresurándose para saludar a los pasajeros del avión. ¿Cómo podía estar imaginando algo tan sutil, complejo y aparentemente impredecible? ¿Tendría que dejar que la alucinación continuase a mí alrededor o despertar de ella? Ya lo había hecho —algo que en última instancia tuve que lamentar—; una vez había dejado que el episodio continuara, y otra, también en el pasado, había interrumpido la experiencia cuando me había dado cuenta de qué se trataba. En ambos casos, los efectos me habían traumatizado.

Dos de los negociadores cuáqueros, colegas del equipo de documentación, habían salido de la casa detrás de mí.

—Señor Sawyer, ¿no viene al lago?

—Sí, ahora mismo voy —dije, tratando de olvidar mi desesperación.

Me puse al paso de ellos. A pesar de que la vez anterior había coincidido con ambos en Cascais, a ninguno lo conocía muy bien. Se llamaban Martin Zane y Michael Brennan, antiguos obreros de la construcción de Pittsburgh que se habían instalado en Gran Bretaña al comienzo de la guerra. Hasta que empezaron a colaborar en las conversaciones de paz en representación de la Cruz Roja, habían estado trabajando con un grupo de salvamento de víctimas de los bombardeos en Londres. A principios de año, ambos habían hecho cursos intensivos de alemán para poder trabajar con el doctor Burckhardt, pero todavía lo hablaban con bastante dificultad. Con ellos habría sido más fácil hablar en inglés, pero la norma de hablar sólo alemán era inflexible. Como resultado de ello, poco nos dijimos mientras nos acercábamos al lago.

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