—Hola —dijo a las pocas ropas que había en el armario. Sacó un largo vestido que había llevado en el baile de la embajada hacía seis meses. Era precioso, de color verde esmeralda, y le sentaba muy bien.
No se lo había puesto desde entonces, y era una pena.
Se acercó al radiador para quitarse la ropa, luego bajó la cremallera del vestido, soltó la presilla de la espalda y se lo puso.
¿No era esa la clase de vestido con la que había que visitar a la reina? Eso tenía sentido.
Se lo ajustó bien sobre los hombros y encajó los senos en las copas cosidas en el forro. Luego subió la cremallera tan arriba como pudo y se contempló en el espejo otra vez, dándose la vuelta, pero sin volver la cabeza y sonriendo.
Había sido muy popular en la embajada durante los primeros meses. Le caía bien a todo el mundo. Habían dejado de invitarla porque la embajada estaba a mucha distancia y el tráfico era cada vez más caótico.
En realidad, pensó Suzy mientras observaba a la guapa chica del espejo, no le importaría morirse ahora mismo.
Fuera era todo tan bonito… Incluso el frío era hermoso. El frío era diferente al de Nueva York, y no porque fuera frío inglés. El frío era distinto en cada sitio, se imaginaba.
Si moría, podría subir por la nieve ardiente hacia lo alto de las oscuras nubes, oscuras como el sueño. Podría buscar a mamá y a Cary y a Kenneth y a Howard.
Probablemente no estuvieran en las nubes, pero ella sabía que no habían muerto…
Suzy frunció el ceño. Si no habían muerto, ¿cómo iba a encontrarlos en la muerte? Era tan estúpida. Odiaba ser estúpida. Siempre lo había odiado.
Y sin embargo… Mamá siempre le había dicho que era una estupenda persona, y se comportaba lo mejor que podía (aunque siempre se podía aspirar a más).
Suzy había crecido gustándose a sí misma, gustándole los demás, y no quería realmente convertirse en otra persona, o en otra cosa, sólo por…
No quería cambiar sólo para ser mejor. Aunque siempre se podía aspirar a más.
Aquello era muy confuso. Todo estaba cambiando. Morir sería cambiar. Si no le importaba eso, entonces…
Se oía el ruido de la nieve al caer. Se puso a escuchar en la ventana y oyó un agradable zumbido como de abejas en un campo de flores. Un cálido sonido para un frío panorama.
—Qué extraño —dijo—. Sí, qué raro, qué raro.
Empezó a cantar las palabras, pero era una canción tonta, y no expresaba lo que ella sentía, que era…
Aceptación.
Quizá no era la nieve la que producía aquel ruido, sino un viento. Limpió la condensación del cristal de la ventana y volvió hacia la cama para apagar la luz y poder ver mejor. Si la nieve se iba hacia un lado u otro, entonces era el viento el que producía aquel ruido. Pero no sonaba como el viento.
Aceptación, y sola.
¿Dónde estaba Laurie? Donde todo el mundo. En su casa, mirando caer la nieve, como ella. Pero seguramente Laurie tenía a Yves a su lado. No era agradable estar sola en…
de pronto estalló en sollozos, pero inmediatamente se reprimió sí, era eso, lo presentía la última noche del mundo.
—Uau —dijo, extendiendo el vestido y sentándose a la mesa en una de las sillas. Se frotó los ojos. Todo esto la había afectado mucho. Se estaba volviendo loca. Estúpida, como de costumbre.
No tenía miedo, sin embargo.
Aceptación.
La puerta del armario chirrió y ella se giró para mirar, casi esperando ver a Narnia tras las ropas. (Le había gustado el apartamento nada más verlo, a causa del armario).
Dentro del armario caía la nieve. Luminosos copos se deslizaban sobre las ropas. Se estremeció y se levantó lentamente, se alisó el vestido y, paso a paso, se acercó al armario. Confetti de luz jugaban en el interior, por la madera del fondo, sobre los vestidos, incluso entre las perchas.
Abrió la puerta de par en par y se miró en el espejo. Tras él, se veía rodeada de espuma brillante, como millones de burbujas de ginger ale.
Suzy se inclinó hacia delante. El rostro que veía en el espejo no era exactamente el suyo. Se tocó los labios, luego juntó las yemas de sus dedos con las de la imagen —frías, de cristal.
El frío y el brillo se disiparon. Las yemas de sus dedos recuperaron su calor.
Suzy retrocedió, hasta que se tropezó con la silla.
La imagen salió del espejo, sonriéndole.
No era ella propiamente. Era su madre también. Su abuela. Y quizá su bisabuela, y aun alguien anterior. La mayor parte era Suzy, pero también las demás. Todas en una. Le sonreían.
Suzy intentó subirse la cremallera del vestido hasta más arriba. La imagen tenía los brazos abiertos, y se parecía mucho a la madre de Suzy, y Suzy corrió hacia ella y apretó su cara contra el hombro de su madre, contra el verde terciopelo de su vestido. No lloró.
—Vamos a utilizar el armario —dijo con voz ahogada. La imagen —que ahora era más Suzy— meneó la cabeza y tomó a Suzy de la mano. Entonces Suzy recordó.
Cuando la ciudad transformada hubo desaparecido, dejándola sola —después de que ella se negara a irse con Cary o con cualquier otro—, se había sentido duplicada.
La habían copiado. Como fotocopiada.
Se habían llevado la copia con ellos, como medida de seguridad.
Y ahora la traían de nuevo para que se encontrara con la Suzy original. La copia había cambiado, y el cambio resultaba maravilloso. Era toda Suzy, y toda su madre, y todas las demás individualmente, pero juntas.
La imagen guió a Suzy hasta la pared trasera del apartamento, lejos de la ventana. De pie sobre la cama, se sonreían la una a la otra.
—¿Preparada? —preguntó la imagen en silencio.
Suzy miró hacia atrás sobre su hombro hacia la zumbante nieve, luego sintió que la cogían, cálida y sólidamente. ¿A cuántos apretones de manos de alguien que está en América?
Bueno, pues a ninguno en total.
—¿Vamos a ser lentos en el sitio a donde vamos? —preguntó Suzy.
—No —expresó la imagen, que ahora ya era enteramente Suzy. Suzy podía verlo en sus ojos. Cary tenía razón. Arreglaban a la gente.
—Me alegro. Estoy harta de ser lenta.
La imagen le tendió la mano, y juntas atravesaron el papel de la pared. Fue fácil. La pared se había abierto y el papel se había enrollado a los lados.
Más allá de la pared había nieve, pero no era como la que se veía por la ventana. Esta nieve era mucho más hermosa.
Debía haber como un millón de copos por cada persona viva. Y todos bailaban juntos.
—¿No vamos a utilizar el armario? —preguntó Suzy.
—No va a donde nosotras vamos —dijo la imagen. Juntas, se apretaron—.
Prepárate, vamos…
Y saltaron de la cama, a través de la abertura de la pared.
El edificio tembló, como si en alguna parte se hubiera cerrado de golpe una gran puerta. En medio de la noche, los copos ardientes bailaban su danza browniana. Las negras nubes se tornaron transparentes y Suzy vio todos los caminos a la vez. Era una deliciosa pero sobrecogedora visión.
La tormenta se calmó justo antes del amanecer. La tierra quedó muy sosegada al pasar el hemisferio oscuro.
Llegó el día alegremente, proyectando un resplandor gris anarajando sobre el océano sin olas y la tierra firme. Anillos concéntricos de luz se extendían desde el levante.
Suzy miraba a su alrededor. (¡Era tan diminuta y, sin embargo, podía verlo todo, ver grandes cosas!)
Los planos interiores proyectaban largas sombras a través de la niebla circundante. Los planetas exteriores oscilaban en sus órbitas, y luego florecían en un esplendor caleidoscópico, extendiendo frescos brazos luminosos que daban la bienvenida a casa a las lunas pródigas.
La Tierra, en el espacio de un largo y trémulo suspiro, se unió a la corriente.
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