Greg Bear - Música en la sangre

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Música en la sangre: краткое содержание, описание и аннотация

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Vergil Ulam era el genio del proyecto biológico. La reestructuración de las células. Células capaces de pensar. Cuando Genetron canceló el proyecto, Vergil sacó el trabajo de su vida fuera del laboratorio del único modo que podía: Inyectándose el mismo con ellas. Al principio, los efectos de los linfocitos inteligentes se redujeron a pequeños milagros, su vista , su estado general de salud, incluso su vida sexual, mejoraron. Pero ahora, algo extraño está ocurriendo. La trama celular de Vergil está capacitada para formar organismos complejos e incluso sociedades completas en su sangre y en su cuerpo. Vergil lleva consigo un universo. Un universo de células.

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—¿Entonces no existe una realidad última?

—Aparentemente no. Las malas hipótesis, aquellas que no encajan con lo que ocurre a nuestro nivel, son rechazadas por el universo. Las buenas, las potentes, son incorporadas.

—Esto parece de la máxima confusión para los teóricos.

Gogarty asintió.

—Pero me permite explicar lo que sucede en el planeta.

—¿Cómo?

—El universo no es el mismo por siempre. Una teoría que funciona puede determinar la realidad sólo durante un tiempo determinado, y luego el universo debe emprender unos cuantos cambios.

—Se desmorona el tinglado, ¿por qué entonces no ser más complacientes?

—Sí, y tanto. Pero la realidad no puede ser observada al cambiar. Ha de cambiar a cierto nivel que no resulte fijado por ninguna observación. De forma que cuando nuestros noocitos lo observaron todo desde el nivel más bajo posible, el universo quedó incapacitado para desdoblarse, para reformarse. Se desarrolló una especie de tensión. Se dieron cuenta de que no podían seguir actuando en el macromundo, de modo que ellos… bueno, no estoy nada seguro de lo que hicieron. Pero cuando partieron, la tensión se aflojó de súbito y causó un estallido.

Las cosas están ahora alborotadas. El cambio fue demasiado abrupto, de forma que el mundo no ha quedado igual. El resultado, un universo inconsciente consigo mismos, al menos en nuestra vecindad. Cae nieve ardiente, las máquinas funcionan mal, un pequeño caos. Y puede ser pequeño porque…

Se encogió de hombros.

—Más platos rotos, me temo.

—Escuchémoslo.

—Porque están tratando de salvar a tantos de nosotros como puedan, para lo que vendrá después.

—¿El gran cambio?

—Sí.

Paulsen-Fuchs miraba a Gogarty sin pestañear, luego meneó la cabeza.

—Soy demasiado viejo —dijo—. Sabes, el estar en Inglaterra me ha recordado la guerra. Así es como debía ser Inglaterra durante el… aquí lo llamaban el «Blitz».

Y cómo quedó Alemania hacia el final de la guerra.

—En estado de sitio —dijo Gogarty.

—Sí. Pero nosotros los humanos tenemos un equilibrio químico muy delicado.

¿Crees que los noocitos tratan de mantener bajos los índices de mortalidad?

Gogarty se encogió de hombros de nuevo y cogió la carta.

—He leído esta carta más de mil veces, con la esperanza de que me diera la clave de esa cuestión. Nada. Ni una insinuación —suspiró—. No puedo ni tan sólo aventurar una suposición.

Paulsen-Fuchs se acabó la tostada.

—He tenido un sueño esta noche, muy vivido —dijo—. En ese sueño se me preguntaba a cuántos apretones de manos estaba de uno que viviera en Norteamérica. ¿Supones que tiene algún sentido?

—No ignoremos nada —contestó Gogarty—. Ese es mi lema.

—¿Qué dice la carta ahora? Lee tú. Gogarty desdobló la hoja y anotó cuidadosamente el mensaje.

—Más bien lo mismo —dijo—. Espera… Hay una palabra más. «Grandes cambios pronto.» Fueron a dar un paseo al intermitente sol, con su botas hundiéndose y chirriando en la nieve, oprimiéndola hasta hacerla hielo. El aire estaba desagradablemente frío, pero el viento era ligero.

—¿Se puede esperar que todo vuelva a desdoblarse, que vuelva a su estado normal? —preguntó Paulsen-Fuchs. Gogarty mostró un gesto de inseguridad.

—Diría que sí, si sólo estuviéramos enfrentados a fuerzas naturales. Pero las notas de Bernard no son muy esperanzadoras, ¿verdad?

—Lo ignoro totalmente —dijo Gogarty de pronto, exhalando una bocanada de vaho—. Qué relajante es decir eso. Ignorante. Estoy tan sujeto a fuerzas desconocidas como ese árbol. —Señaló hacia un pino viejo y hendido que se alzaba sobre la playa—. A partir de ahora, sólo nos queda la espera.

—Entonces no me invitaste aquí para que buscáramos soluciones.

—No, claro que no. —Gogarty, a guisa de experimento, golpeó un charco helado con el pie. El hielo se partió, pero debajo no había agua—. Parece como si Bernard hubiera querido que estuviéramos aquí, o al menos juntos.

—Vine aquí con la esperanza de las noticias.

—Lo siento.

—No, no es del todo cierto. Vine aquí porque en Alemania ya no está mi sitio. Ni en ningún otro lugar. Soy un ejecutivo sin una compañía, sin trabajo. Soy libre por primera vez en muchos años, libre para asumir riesgos.

—¿Y tu familia?

—Como Bernard, he tenido varias familias a lo largo de estos años. ¿Tienes tú familia?

—Sí —dijo Gogarty—. Estaban en Vermont el año pasado, visitando a mis suegros.

—Lo siento —contestó Paulsen-Fuchs.

Cuando volvieron a la cabana, tras consumir más tazas de café caliente y encender un nuevo fuego en la chimenea, releyeron la nota de Bernard, que rezaba:

Queridos Gogarty y Paul:

Ultimo mensaje. Paciencia. ¿A cuántos apretones de manos estáis de alguien que se ha ido? Sólo a uno. Nadase pierde.

Este es el último día.

BERNARD

Ambos lo leyeron. Gogarty dobló la hoja y la guardó en un cajón como medida de seguridad. Una hora más tarde, sintiendo una especie de premonición, Paulsen— uchs abrió el cajón para leer la carta de nuevo.

No estaba allí.

46

Londres

Suzy se asomó a la ventana y respiró profundamente el aire frío. Nunca había visto nada tan bonito, ni siquiera el resplandor del East River cuando cruzó el puente de Brooklyn. La nieve ardiente era simple, encantadora, una metáfora elegante que anunciaba el final de un mundo que se había vuelto loco. Estaba segura de ello. En los nueve meses que había pasado en Londres, en su pequeño apartamento pagado por la embajada de Estados Unidos, había contemplado como la ciudad llegaba a un colapso, estremecedor y espasmódico. Se había refugiado en el apartamento, desde donde veía cada vez menos coches o camiones y cada vez más transeúntes, a pesar de que la nieve brillante aumentaba, y luego…

Menos gente por la calle, y más, suponía, quedándose en casa. Una funcionaría consular americana venía a visitarla una vez por semana. Su nombre era Laurie, y a veces venía con Yves, su novio, de nombre francés pero americano de nacimiento.

Laurie siempre venía, y traía a Suzy comestibles, los libros y revistas de sus hijos y noticias, lo que se iba sabiendo del asunto. Laurie dijo que las «ondas aéreas» se estaban poniendo más y más difíciles. Eso significaba que nadie podía sacar mucho partido de las radios. Suzy todavía conservaba la suya, aunque no funcionaba desde que se le cayó al subir al helicóptero. Estaba rota y ni siquiera siseaba, pero era una de las pocas cosas que le pertenecían.

Se apartó de la ventana y cerró los ojos. Le dolía recordar lo que había pasado.

La sensación de estar perdida, de pie en medio del vacío Manhattan, temiendo volverse loca. El helicóptero que aterrizó un par de semanas después y la llevó hasta el gran avión que vigilaba la costa…

Entonces la habían traído a Inglaterra y le habían buscado un apartamento —un — lat— en Londres, un agradable lugar donde se sentía bien la mayor parte del tiempo. Y Laurie venía y traía las cosas que Suzy necesitaba.

Pero hoy no había venido, y nunca llegaba después del anochecer. La nieve era espesa y muy brillante. Hermosa.

Curiosamente, Suzy no se sentía nada sola.

Cerró la ventana para que no entrara el frío. Luego se puso a mirarse en el largo espejo que colgaba del interior de la puerta de su armario, y observó cómo los brillantes copos de nieve se fundían y disipaban en su cabello. Esto la hizo sonreír.

Se dio la vuelta y miró el oscuro interior del armario. Los tubos de la calefacción hacían ruidos, como en su casa de Brooklyn Heights.

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