Todos los que cambian las cosas, ¿no conducen en último término a algunos — quizá a muchos— a la muerte, a la catástrofe, al tormento?
Los pobres Prometeos humanos, que atraen el fuego sobre sus iguales.
Nobel.
Einstein. Pobre Einstein y su carta a Roosevelt. Paráfrasis. «He soltado los demonios del infierno y ahora usted debe firmar un pacto con el diablo, o algún otro lo hará. Alguien más peligroso incluso.» Curie, experimentando con el radio; ¿qué parte de responsabilidad tenía en el asunto Slotin, cuatro decenios más tarde?
¿El trabajo de Pasteur —o el de Salk, o el suyo propio— habían salvado la vida de un hombre o mujer que al final fueron al desastre, que realmente estaban sentenciados? Sin duda alguna.
¿Y las víctimas no pensaron alguna vez «¡Lleven a juicio a ese bastardo!»?
Sin duda.
Y si se tomaban en consideración esos pensamientos, si esas preguntas eran contestadas, no estrangularían los padres a sus hijos mientras dormían en la cuna?
El viejo cliché. La madre de Hitler produciéndose el aborto.
Todo tan confuso.
Bernard oscilaba entre el sueño y la pesadilla, decantándose más en ésta última, y luego elevándose hacia un estado de extraño éxtasis.
Nada volvería a ser como antes.
¡Bien! ¡Estupendo! ¿No había sido todo destrozado espantosamente de todos modos?
Oh, Dios, la plegaria brota en mí. Soy débil e incapaz de formular tales juicios.
No creo en ti, por lo menos en ninguna de las formas en que me has sido descrito, pero debo rezar, porque me posee un terror espantoso e impío.
¿Qué es lo que estamos dando a luz?
Bernard se miró las manos y los brazos, hinchados y cubiertos de pálidas venas.
Qué horrible, pensó.
La comida apareció sobre un cilindro esponjoso y grisáceo, a la altura de la cintura, al final de un callejón sin salida rodeado de altas paredes.
Suzy bajó la vista hacia la comida, fue a tocar el aparente pollo frito, y luego retiró lentamente los dedos. La comida estaba caliente, la taza de café humeaba, y todo parecía perfectamente normal. Ni una sola vez le habían servido algo que no le gustara, y nunca había sido excesivo o insuficiente.
La vigilaban de cerca, al tanto de sus mínimas necesidades. La atendían como a un animal en un zoológico, o al menos ella se sentía así.
Se arrodilló y empezó a comer. Cuando hubo terminado, se sentó con la espalda apoyada en el cilindro, sorbiendo las últimas gotas de café, y se subió el cuello de la chaqueta. El aire estaba refrescando. Había dejado el abrigo en el World Trade Center —o en lo que se había convertido la torre norte— y durante las dos últimas semanas no lo había echado en falta. El aire era muy agradable, incluso de noche.
Las cosas estaban cambiando, y eso era inquietante, o excitante. No estaba muy segura de cuál de las dos cosas.
A decir verdad, Suzy McKenzie se aburría la mayor parte del tiempo. Nunca había tenido mucha imaginación, y los solares del reconstruido Manhattan por donde se había paseado no le habían llamado mucho la atención. Los enormes tubos o canales que bombeaban líquido verde del río hacia el interior de la isla, los árboles-abanico que se movían lentamente y los árboles propulsores, las protuberancias plateadas brillantes, como conjuntos de reflectores de carretera, diseminados sobre centenares de acres de superficie irregular, ninguna de estas cosas había captado su atención durante más de unos cuantos minutos. No guardaban con ella la menor relación. No podía entender para qué estaban allí.
Sabía que todo podía resultar fascinante, pero no era humano, de modo que no le importaba mucho.
Le interesaban las personas; lo que pensaban y lo que hacían, cómo eran, lo que sentían respecto a ella y sus propios sentimientos.
—Os odio —le dijo al cilindro al devolver la bandeja y la taza sobre su superficie. El cilindro se los tragó y se encogió hasta desaparecer—. ¡A todos vosotros! — ritó hacia las paredes del callejón. Se rodeó con los brazos para darse calor y sacó la linterna y la radio. Pronto se iba a hacer de noche; tendría que buscar un lugar para dormir, y quizá pondría la radio un rato más. Las baterías aflojaban, aunque la había puesto muy poco en previsión. Salió del callejón y se puso a mirar un bosque de árbolesabanico que subía por las laderas de una loma rojiza y parduzca.
En lo alto de la loma había un poliedro negro multifacético, de cada una de cuyas caras salía una aguja plateada de alrededor de diez metros de largo. Había muchos otros iguales en la isla. Ahora casi no los veía. Le llevó unos diez minutos dar la vuelta a la loma. Entró por un valle poco profundo del tamaño de un campo de fútbol, cuyas vertientes estaban surcadas de tubos negros de aproximadamente la anchura de su cintura. El tubo desaparecía en un hoyo al otro extremo del valle. Ya antes había dormido en encrucijadas parecidas. Se encaminó hacia allí y se arrodilló cerca de la depresión. Pasó las manos sobre la superficie del hoyo; aquello estaba muy cálido. Podría quedarse allí tendida toda la noche, bajo los tubos, y estaría muy cómoda.
El cielo relucía de brillante púrpura hacia el oeste. Los ocasos eran habitualmente naranja y rojo, suaves; el horizonte nunca le había parecido tan eléctrico.
Puso en marcha la radio y se acercó al oído el altavoz. Había bajado el volumen para ahorrar pilas, aunque sospechaba que era una precaución inútil. La emisora de onda corta de Inglaterra, siempre fiel, se escuchó inmediatamente. Ajustó el mando y se arrebujó bien bajo los tubos.
«…disturbios en Alemania Occidental se han centrado alrededor de las instalaciones de Pharmek, que dan albergue al doctor Michael Bernard, presunto portador de la plaga nortemaericana. Aunque la plaga no se ha extendido por el mundo fuera de América del Norte, las tensiones aumentan. Rusia ha cerrado sus fronteras y…» La señal se perdió y tuvo que reajustar el dial.
«…hambre en Rumania y Hungría, desde hace tres semanas, y sin esperanzas a la vista…
»…la señora Thelma Rittenbaum, famosa médium de Battersea, informa de que ha tenido sueños en los que aparece Cristo en medio de Norteamérica, levantando a los muertos y preparando un ejército que marchará sobre el resto del mundo.» (Una voz trémula de mujer grabada sobre una cienta de mala calidad habló unas cuantas palabras ininteligibles.)
El resto de las noticias concernían a Inglaterra y Europa; a Suzy era esta parte la que más le gustaba, porque ocasionalmente la hacía sentir que el mundo seguía siendo normal, o al menos que se estaba recobrando. No abrigaba esperanzas respecto a su casa; hacía semanas que las había desechado. Pero otras personas, en otros lugares, podían seguir llevando una vida normal. Pensar en ello era reconfortante.
Pero no lo era el que nadie, en ninguna parte, supiera de ella.
Apagó la radio y se acurrucó más, escuchando el siseo del líquido que fluía en el interior de los tubos, y de los roncos y profundos quejidos de algo que se hallaba más abajo, en alguna sima ignorada.
Se durmió, rodeada de oscuridad moteada de estrellas cuya luz se filtraba por entre los contornos de los tubos. Y cuando, en medio de un cálido sueño en que se veía a sí misma comprando vestidos, se despertó…
Algo la envolvía. Lo palpó soñolienta, era blando, cálido, como de ante. Buscó la linterna y la encendió, enfocando la luz hacia sus cubiertas caderas y piernas.
La cubierta era flexible, de color azul claro con rayas verdes mal definidas —sus colores favoritos—. Sus brazos y cabeza, descubiertos, estaban fríos. Tenía demasiado sueño para hacerse preguntas; se subió el cobertor hasta el cuello y volvió a dormirse. Esta vez era una niñita, y jugaba en la calle con sus amigos de hace muchos años, amigos que habían crecido y que, en muchos casos, se habían ido a vivir a otro sitio.
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