Greg Bear - Música en la sangre

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Música en la sangre: краткое содержание, описание и аннотация

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Vergil Ulam era el genio del proyecto biológico. La reestructuración de las células. Células capaces de pensar. Cuando Genetron canceló el proyecto, Vergil sacó el trabajo de su vida fuera del laboratorio del único modo que podía: Inyectándose el mismo con ellas. Al principio, los efectos de los linfocitos inteligentes se redujeron a pequeños milagros, su vista , su estado general de salud, incluso su vida sexual, mejoraron. Pero ahora, algo extraño está ocurriendo. La trama celular de Vergil está capacitada para formar organismos complejos e incluso sociedades completas en su sangre y en su cuerpo. Vergil lleva consigo un universo. Un universo de células.

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Bernard intentó encontrar rasgos del Vergil Ulam que había conocido y a quien había estrechado la mano. Pero no parecían quedar muchos. Incluso la voz carecía del acento y ligero matiz de desaliento que él recordaba.

—No hay mucho de ti aquí, ¿verdad?

El fantasma de Vergil movió la cabeza.

—No, todo mi ser fue traducido al nivel de los noocitos antes de que mis células te infectaran. Espero que haya un registro mejor en algún sitio. Este es muy inadecuado. Sólo estoy en alrededor de un tercio. Lo que está aquí, sin embargo, es querido y protegido. La forma del honrado ancestro, la vaga memoria del creador. —La voz se desvanecía a intervalos, omitiendo o resbalando sobre ciertas sílabas. La imagen se movió ligeramente—. La esperanza está en que puedan conectar con los noocitos en mi casa, para que puedan encontrar más de mí. No sólo los fragmentos de un jarrón roto.

La imagen se hizo más transparente.

—Tengo que irme ahora. Vienen suplementos. Siempre una parte de mí; tú y yo somos modelos. Sospecho que ahora tienes primacía. Ya nos veremos.

Bernard se quedó solo en la noossfera, rodeado de opciones que no sabía cómo aprovechar. Levantó la mano hacia la información circundante. Se onduló a su alredeor, en olas de luz que se extendían del cénit al nadir. Hileras de información intercambiaban prioridades, y las memorias de Bernard se apilaron a su alrededor como torres de naipes, y a cada una la representaba una línea de luz.

Las líneas caían en cascada.

Bernard estaba pensando.

—Simplemente, un día de tantos para ti, ¿verdad? —Nadia se dio la vuelta y entró grácilmente en el ascensor del juzgado.

—No es de los más agradables —contestó él. Bajaron.

—Sí, bueno, uno de tantos. —Exhala un perfume a flores de té y a alguna otra cosa, tranquila y limpia. Siempre había sido preciosa a sus ojos, y sin duda también a los ojos de otros; pequeña, delgada, de cabello negro, no atraía inmediatamente las miradas, pero tras unos cuantos minutos a solas con ella en una habitación, no había duda: la mayoría de los hombres sentirían deseos de pasar con ella muchas horas, días, meses.

Pero no años. Nadia se aburría pronto, incluso con Michael Bernard.

—Otra vez al trabajo, entonces —dijo mientras bajaban—. Más entrevistas.

Michael no contestó. Nadia, fastidiada, volvió a la carga.

—Bueno, ya te has librado de mí —dijo al llegar abajo—. Y yo de ti.

—Nunca me libraré de ti —dijo Bernard—. Siempre representaste algo muy especial para mí —Ella giró sobre sobre sus altos tacones y mostró la parte de la espalda de un inmaculado traje de sastre azul. Bernard la agarró por el brazo sin demasiados miramientos y la obligó a mirarle a la cara—. Tú representabas mi última oportunidad de ser normal. Nunca amaré a otra mujer del modo en que te amé a ti. Me inflamabas. Podrán gustarme otras, pero nunca me entregaré a ellas; no voy a ser candido nunca más.

—Estás diciendo tonterías, Michael —dijo Nadia, apretando los labios al pronunciar su nombre—. Déjame ir.

—Ni hablar —contestó Bernard—. Tienes un millón y medio de dólares. Dame algo a cambio.

—Vete al infierno —dijo ella.

—No te gustan las escenas, ¿verdad?

—Suéltame ya.

—Fría, digna. Puedo tomar algo ahora, si quieres. Tomarlo como parte del pago.

—Asqueroso.

Michael se estremeció y la abofeteó.

—Por mi última dosis de candidez. Por tres años, el primero maravilloso. Por el tercero, que fue una miserable calamidad.

—Te mataré —dijo ella—. Nadie…

Bernard le hizo una zancadilla y la hizo caer sobre el trasero; el daño la hizo chillar. Con las piernas separadas, las manos a cada lado apoyándose en su estirados brazos. Nadia le miraba con los labios temblorosos.

—Eres un…

—Bruto —terció él—. Brutalidad tranquila, fría y racional. No muy distinta de la que tú me has hecho sufrir. Pero tú no empleas la fuerza física. Simplemente la provocas.

—¡Cállate! —Nadia levantó una mano y él la ayudó a ponerse en pie.

—Lo siento —dijo. Ni una sola vez, en los tres años que habían pasado juntos, la había maltratado. Ahora se sentía mal.

—Pamplinas. Eres todo lo que te dije que eras, bastardo. Miserable hombrecillo.

—Lo siento —repitió él. La gente que pasaba por el vestíbulo les miraba de reojo, y se oían murmullos de desaprobación. Gracias a Dios que no había periodistas.

—Vete a entretenerte con tus juguetes —dijo Nadia—. Tus bisturíes, tus enfermeras, tus pacientes. Ve a destrozar sus vidas y no vuelvas a acercarte a mí.

Un recuerdo anterior.

—Padre. —Estaba en pie junto a la cama, incómodo por el cambio de papeles; ya no era el doctor sino la visita. El cuarto olía a desinfectante y a algo que intentaba disfrazar ese olor, agua de rosas o algo dulce; el efecto era el de una cámara mortuoria. Parpadeó y cogió la mano de su padre.

El anciano (era un anciano y lo aparentaba, parecía totalmente desgastado por la vida) abrió los ojos. Los tenía amarillos y húmedos, y su piel tenía el color de la mostaza francesa. Sufría cáncer de hígado y estaba desmoronándose poco a poco. No había solicitado medidas extraordinarias y Bernard se había traído consigo a sus propios abogados para consultar con la dirección del hospital, quería asegurarse de que los deseos de su padre no fuesen ignorados. (¿Quieres que tu padre muera? ¿Quieres asegurarte de que morirá pronto? Claro que no.

¿Quieres que viva para siempre? Sí. Oh, sí. Entonces yo no moriré tampoco.)

Cada par de horas le administraban un poderoso sedante, una variedad del cóctel Brompton, que había estado de moda cuando Bernard empezó su carrera.

—Padre. Soy Michael.

—Sí. Tengo la mente clara. Te reconozco.

—Úrsula y Gerald te mandan recuerdos.

—Recuerdos a Gerald. Recuerdos a Úrsula.

—¿Cómo te encuentras? (Como para morirse, idiota.)

—En las últimas, Mike.

—Sí, bueno.

—Tenemos que hablar ahora.

—¿De qué, padre?

—Tu madre. ¿Por qué no está aquí?

—Mamá murió, padre.

—Sí. Ya lo sabía. Tengo clara la cabeza. Sólo que… y no me estoy quejando, hazte cargo… sólo que duele. —Apretó la mano de Bernard tanto como pudo; un lastimoso apretón—. ¿Qué es la prognosis, hijo?

—Ya lo sabes, padre.

—¿No me puedes cambiar el cerebro? Bernard sonrió.

—Todavía no. Estamos trabajando sobre ello.

—No da tiempo ya, me temo.

—Probablemente ya no da tiempo.

—Tú y Úrsula, ¿vais bien?

—Estamos a la espera del juicio, padre.

—¿Cómo se lo toma Gerald?

—Mal. Enfurruñado.

—Una vez quise divorciarme de tu madre. Bernard miró a los ojos de su padre, frunciendo el entrecejo.

—¿Ah, sí?

—Tenía un lío. Me enfurecí. Aprendí mucho también. No me divorcié de ella.

Bernard nunca había oído hablar de esto.

—Sabes, tú con Úrsula…

—Hemos terminado, padre. Los dos hemos tenido líos, y el mío está resultando bastante en serio.

—No se puede poseer a una mujer, Mike. Maravillosas compañeras no se pueden poseer.

—Lo sé.

—¿Sí? Quizá sí. Yo pensé, cuando me enteré de que tu madre tenía un amante, pensé que me moriría. Duele casi tanto como esto. Creía que la poseía.

Bernard deseaba que la conversación cambiara de rumbo.

—A Gerald no le importa estar interno en un colegio durante un año.

—Pero no era así. Yo sólo la compartía. Incluso si una mujer sólo te tiene a ti por amante, la compartes. Ella te comparte a ti. Toda esa preocupación por la fidelidad es una farsa, una máscara. Mike. Lo que importa es la continuidad, la historia personal, la marca. Lo que haces, como lo haces, lo que quieres o tienes con esa relación.

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