Arkadi Strugatsky - Ciudad condenada

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El mundo de «Ciudad condenada» es un mundo sobrenatural al que son transportados los protagonistas tras su muerte para formar parte de un enigmático Experimento: en él, todos hablan una lengua común que cada uno identifica como propia. «El Experimento es el Experimento», el leitmotiv que se repite a lo largo de la novela.
El escenario está inspirado en la ciudad de un lóbrego cuadro de Nicholas Roerich cuya topografía es completamente fantástica: una pequeña franja de tierra habitable, limitada al oeste por un abismo por el que los objetos que caen vuelven a aparecer tras un tiempo: al este, un muro inaccesible en cuya base aparecen esporádicamente restos humanos destrozados: al sur, extensas marismas cuyos habitantes ganan lo justo para vivir una vida bañada en alcohol: y en el norte, páramos y ciudades en ruinas donde, más allá, se supone que se encuentra la Anticiudad. El sol se enciende y se apaga a voluntad. Además, existe un Edificio Rojo que aparece en diferentes lugares, que es descrito por diversos testigos pero que siempre se desvanece antes de que las autoridades puedan investigarlo: la gente que cruza su umbral desaparece.

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Un escaparate rajado se derrumbó con estruendo en el edificio de enfrente. Andrei, sorprendido, retrocedió de un salto, pero recobró el control enseguida, se mordió el labio y llevó una bala a la recámara del fusil.

«El diablo me ha traído a este sitio», dijo para sus adentros en un lugar recóndito de la conciencia.

El mazo seguía acercándose, y era imposible detectar de dónde venía, pero los golpes eran cada vez más fuertes, más sonoros, y en ellos se percibía una autoridad indoblegable e ineludible. «Los pasos del destino», le pasó por la cabeza a Andrei. Confuso, se volvió y buscó con la vista al Mudo. La sorpresa lo estremeció. El Mudo se recostaba con un hombro en la pared, y absorto en su tarea, se cortaba la uña del meñique de la mano izquierda con el sable de campaña. Su expresión era de total indiferencia, de aburrimiento incluso.

—¿Qué haces? —preguntó Andrei con voz ronca—. ¿A qué te dedicas?

El Mudo lo miró, asintió con la cabeza y siguió cortándose la uña. Bum, bum, bum , se oía cada vez más cerca, y el suelo temblaba bajo los pies. Y, de repente, se hizo el silencio. Andrei volvió a mirar por la puerta. Vio que en el cruce más cercano se erguía una silueta oscura, cuya cabeza llegaba a la altura de una tercera planta. La estatua. La antigua estatua metálica. El mismo tipo con cara de sapo, pero ahora estaba erguido, estirado, en tensión, con la mandíbula cuadrada hacia el cielo, una mano a la espalda y la otra alzada, amenazando o señalando al firmamento con el dedo índice extendido.

Andrei, paralizado como en una pesadilla, contemplaba aquella escena delirante. Pero sabía que no se trataba de un delirio. La estatua era como todas, una absurda estructura metálica, cubierta por una costra o un óxido negro, erigida en un lugar absurdo… Su silueta temblaba y oscilaba en el aire caliente que subía del pavimento, igual que las siluetas de los edificios más lejanos de la calle.

Andrei sintió una mano en el hombro y miró atrás. El Mudo sonreía y movía la cabeza como tratando de tranquilizarlo. De nuevo, se oyó el sonido en la calle: bum, bum, bum . El Mudo no le quitaba la mano del hombro, lo apretaba, lo acariciaba, le pellizcaba los músculos con dedos cariñosos. Andrei se apartó con brusquedad y volvió a mirar hacia fuera. La estatua había desaparecido. Y, de nuevo, reinó el silencio.

Entonces, Andrei apartó al Mudo, y con piernas que estaban a punto de traicionarlo, subió corriendo las escaleras hacia el lugar donde seguían zumbando las voces como si nada.

—¡Basta! —gritó, irrumpiendo en la biblioteca—. ¡Larguémonos de aquí!

Estaba totalmente ronco y no lo oyeron. O quizá sí, pero no le prestaron atención. Estaban ocupados. El recinto era enorme, se perdía a lo lejos quién sabe dónde, las estanterías llenas de libros amortiguaban los sonidos. Uno de los estantes había caído, los libros formaban un montón en el suelo, y allí estaban Izya y Pak revisándolos, muy alegres, animados, satisfechos, sudorosos. Andrei pisoteó los tomos, llegó junto a ellos, los agarró por el cuello de la camisa y los hizo levantarse.

—Vámonos de aquí —dijo—. Ya basta. Vámonos.

Izya lo miró con ojos turbios, se soltó de un tirón y al momento volvió en sí. Sus ojos examinaron a Andrei de pies a cabeza.

—¿Qué te pasa? —preguntó—. ¿Ha ocurrido algo?

—No ha ocurrido nada —dijo Andrei con rabia—. No sigáis registrando este sitio. ¿Adónde queríais ir? ¿Al panteón? Pues vamos al panteón.

Pak se revolvió con delicadeza y tosió, para que Andrei le soltara el cuello de la camisa.

—¿Sabes qué hemos hallado aquí? —empezó a decir Izya con entusiasmo, pero se interrumpió—. Oye, ¿qué ha pasado?

Andrei había logrado serenarse. Todo lo ocurrido allá abajo parecía totalmente absurdo e imposible aquí, en este salón severo y sofocante, bajo la mirada indagadora de Izya, junto al correcto e imperturbable Pak.

—No podemos emplear tanto tiempo en un objetivo —dijo, frunciendo el ceño—. Tenemos un día nada más. Vámonos.

—¡Una biblioteca no es un objetivo habitual! —replicó Izya al instante—. Es la primera que hemos encontrado en todo el recorrido. Oye, estás muy pálido. ¿Qué es lo que ha pasado?

Andrei seguía sin decidirse a contarlo. No sabía cómo.

—Vámonos —gruñó, se volvió y echó a andar hacia la salida, pisoteando los libros.

Izya lo alcanzó, lo agarró del brazo y siguió caminando a su lado. El Mudo, en la puerta, se apartó para dejarlos pasar. Andrei seguía sin saber cómo empezar. Todos los comienzos y todas las palabras parecían idiotas. Después, recordó el diario.

—Ayer me leías un diario… —logró decir, mientras bajaban las escaleras—. El diario de ese… del que se ahorcó.

—¿Sí?

—¡Pues sí!

—¿Rizos? —Izya se detuvo.

—¿Es posible que no oyerais nada? —dijo Andrei, desesperado.

Izya negó, sacudiendo la barba de un lado a otro.

—Seguro que nos distrajimos —respondió Pak en voz baja—. Estábamos discutiendo.

—Obsesos —dijo Andrei. Suspiró con un espasmo, volvió la cabeza para mirar al Mudo y, finalmente, explicó—: La estatua. Vino y se marchó. Se pasean por la ciudad como si estuvieran vivas… —Calló.

—¿Y…? —preguntó Izya, impaciente.

—¿Cómo que «y»? ¡Eso es todo!

—¿Y qué? —dijo Izya. En su rostro preocupado apareció una expresión de desencanto—. La estatua… También estuvo paseándose de madrugada.

Andrei abrió la boca y volvió a cerrarla.

—Los ferrocéfalos —intervino Pak—. Al parecer, esa leyenda surgió exactamente aquí…

Andrei, incapaz de pronunciar palabra, miraba alternativamente a Izya y a Pak. Izya, con los labios fruncidos, como si por fin se hubiera dado cuenta, intentaba acariciar la mano de Andrei; y Pak, que obviamente consideraba que todas las explicaciones necesarias habían sido dadas, miraba de reojo por encima del hombro hacia la puerta de la biblioteca.

—Vaya… —logró pronunciar Andrei—. Qué encantador. ¿Quiere decir que habéis creído sin más esa leyenda?

—Oye, cálmate, por favor —dijo Izya, que había logrado agarrarle la manga—. Claro que la creímos, ¿por qué no íbamos a hacerlo? El Experimento, de cualquier manera, sigue siendo el Experimento. Con nuestras peleas y diarreas, lo hemos olvidado, pero en verdad… ¿Y qué hay de raro en eso? Una estatua, y anda. ¡Y aquí tenemos una biblioteca! Lo más curioso es lo que hemos descubierto: la gente que vivía aquí eran nuestros contemporáneos, del siglo veinte…

—Está claro —dijo Andrei—. Suéltame la manga.

Percibía, con toda nitidez, que había hecho el tonto. Por cierto, aquellos dos no habían visto bien la estatua.

«Veremos lo que harán cuando la vean. Aunque es verdad que el Mudo también se comportó de manera extraña…»

—No me convencen —dijo—. Ahora no tenemos tiempo para ocuparnos de esa biblioteca. Cuando pasemos por aquí con los tractores, pueden llenar un remolque entero. Pero ahora nos vamos. Prometí que regresaría antes de la oscuridad.

—De acuerdo —dijo Izya, en tono tranquilizador—. Está bien, vámonos. Vámonos.

«Pues sí —se dijo Andrei, corriendo escaleras abajo—. Cómo me comporto así —pensó, incómodo, mientras abría de par en par las puertas de la entrada y salía el primero a la calle para que nadie pudiera mirarlo a la cara—. No se trata de un soldado, de un chofer cualquiera —siguió pensando mientras caminaba por los adoquines ardientes—. Ha sido Fritz —dedujo con rabia—. Proclamó que el Experimento había dejado de existir, y yo lo creí… bueno, no lo creí, simplemente acepté la nueva ideología, por lealtad, como un deber… No, chavales, las nuevas ideologías son para los tontos, para la masa. Pero hay que decir que hemos vivido cuatro años sin mencionar el Experimento, teníamos muchísimas otras cosas de qué ocuparnos… De nuestras carreras, por ejemplo —pensó con malicia—. De conseguir tapices, de buscar nuevas piezas para las colecciones personales.»

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