Arkadi Strugatsky - Ciudad condenada

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El mundo de «Ciudad condenada» es un mundo sobrenatural al que son transportados los protagonistas tras su muerte para formar parte de un enigmático Experimento: en él, todos hablan una lengua común que cada uno identifica como propia. «El Experimento es el Experimento», el leitmotiv que se repite a lo largo de la novela.
El escenario está inspirado en la ciudad de un lóbrego cuadro de Nicholas Roerich cuya topografía es completamente fantástica: una pequeña franja de tierra habitable, limitada al oeste por un abismo por el que los objetos que caen vuelven a aparecer tras un tiempo: al este, un muro inaccesible en cuya base aparecen esporádicamente restos humanos destrozados: al sur, extensas marismas cuyos habitantes ganan lo justo para vivir una vida bañada en alcohol: y en el norte, páramos y ciudades en ruinas donde, más allá, se supone que se encuentra la Anticiudad. El sol se enciende y se apaga a voluntad. Además, existe un Edificio Rojo que aparece en diferentes lugares, que es descrito por diversos testigos pero que siempre se desvanece antes de que las autoridades puedan investigarlo: la gente que cruza su umbral desaparece.

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—El centinela ha dado la señal de alarma, señor coronel —respondió el sargento Fogel—. El soldado Terman.

—Soldado Terman. Aquí —ordenó el coronel.

Los soldados giraron las cabezas.

—¡Soldado Tennan! —rugió el sargento—. ¡Preséntese ante el coronel!

A la luz difusa del reflector se pudo ver al soldado Terman, que salía de debajo del tractor, arrastrándose con precipitación. De nuevo algo se le atascó al pobre hombre. Dio un tirón con todas sus fuerzas y se puso de pie.

—¡El soldado Temían se presenta por orden del señor coronel! —gritó, como un gallo.

—¡Qué aspecto! —dijo el coronel con gesto de asco—. ¡Abotónese!

En ese momento, el sol se encendió. Fue tan inesperado que sobre el campamento se elevó un mugido procedente de muchas gargantas. Muchos se cubrieron el rostro con las manos. Andrei entrecerró los ojos.

—¿Por qué ha dado la alarma, soldado Terman? —preguntó el coronel.

—¡Un intruso, señor coronel! —soltó Terman con desesperación en la voz—. No respondía. Venía directamente hacia mí. ¡El suelo temblaba! Según el reglamento, le di el alto en dos ocasiones y después disparé.

—Correcto —dijo el coronel—. Ha actuado bien.

Bajo la brillante luz todo parecía bien diferente a como era cinco minutos antes. El campamento parecía un campamento: los malditos remolques, sucios bidones metálicos con combustible, los tractores cubiertos de polvo… Sobre este paisaje tan conocido y detestado, aquellas personas semidesnudas, armadas, yacentes o agachadas con sus ametralladoras y fusiles automáticos, de rostros arrugados y barbas erizadas, parecían absurdas y ridículas. Andrei recordó que él mismo no llevaba pantalones y que los cordones de sus botas se arrastraban por el suelo. Se sintió violento. Retrocedió con cautela hacia la puerta, pero allí se amontonaban los choferes, los geólogos y los cartógrafos.

—Permiso para informar, señor coronel —dijo Terman, algo más animado—. No se trataba de una persona.

—¿Y qué era?

Terman vaciló un momento.

—Más bien parecía un elefante, señor coronel —dijo Fogel, con autoridad—. O un monstruo prehistórico.

—A lo que más se parecía era a un estegosauro —intervino Tevosian.

El coronel lo miró atentamente y se dedicó a contemplarlo varios segundos con curiosidad.

—Sargento —dijo por fin—. ¿Por qué sus hombres abren la boca sin permiso?

Alguien soltó una risita malévola.

—¡Silencio! —soltó el sargento con un susurro amenazador—. Permiso para ponerle un correctivo, señor coronel.

—Supongo… —comenzó a decir el coronel, pero en ese momento lo interrumpieron.

Aaah … —comenzó a aullar alguien, primero en voz baja y después cada vez más alto, y la mirada de Andrei recorrió el campamento, buscando al que aullaba y por qué lo hacía.

Todos se agitaron, asustados: todos movieron la cabeza de un lado a otro, y entonces Andrei vio al soldado Anástasis, de pie tras la cabina del tractor, que con el brazo extendido apuntaba hacia delante, tan pálido que parecía verde, incapaz de pronunciar una palabra inteligible. Andrei, tenso en espera de lo que pudiera ser, miró en la dirección que señalaba el soldado, pero no vio nada. La calle estaba vacía, y en la lejanía se movía ya el aire recalentado. De repente, el sargento se limpió la garganta haciendo ruido y empujó su gorra hacia delante. Alguien soltó un taco en voz baja, con ferocidad.

—Dios todopoderoso… —balbuceó una voz desconocida, junto a su oído.

Y Andrei entendió, se le erizaron los pelos en la nuca y sintió que las piernas se le volvían de mantequilla.

La estatua de la esquina había desaparecido. El enorme hombre de hierro con rostro de sapo y brazos abiertos en gesto patético había desaparecido. En el cruce quedaban solamente las cagadas secas que los soldados habían dejado el día anterior en torno a la estatua.

TRES

—Entonces me marcho, coronel —dijo Andrei, poniéndose de pie.

El coronel se levantó también y al instante se apoyó pesadamente en el bastón. Ese día estaba aún más pálido, con el rostro demacrado y aspecto de anciano decrépito. Se podía decir que no conservaba casi nada de su porte.

—Buen viaje, señor consejero —dijo. Sus ojillos incoloros miraban a Andrei con aire de culpa—. Demonios, básicamente la exploración del alto mando es un asunto mío…

—No sé, no sé —dijo Andrei, recogió el fusil automático de la mesa y se lo colgó del hombro—. Yo, por ejemplo, tengo la sensación de que me doy a la fuga, dejándolo todo en sus manos… Y usted está enfermo, coronel.

—Sí, imagínese, hoy yo… —el coronel calló a mitad de la frase—. Supongo que regresará antes de que oscurezca.

—Regresaré mucho antes —dijo Andrei—. Esta salida no la considero ni siquiera como una exploración. Solo quiero mostrarles a esos abortos cobardes que más adelante no hay nada terrible. ¡Estatuas que caminan, lo único que me faltaba! —De repente, cayó en cuenta—. No tenía la intención de ofender a sus soldados, coronel.

—Tonterías. —El coronel hizo un ademán con su mano huesuda—. Usted tiene toda la razón. Los soldados siempre son miedosos. Nunca en mi vida he visto soldados valientes. ¿Y a santo de qué deben ser valientes?

—Pero si lo que tuviéramos por delante fueran solamente los tanques del enemigo…

—¡Tanques! —dijo el coronel—. Los tanques son otra cosa. Pero recuerdo perfectamente un caso en el que una compañía de paracaidistas se negó a ocupar una aldea donde vivía un brujo, famoso en toda la comarca.

Andrei se echó a reír y le tendió la mano al coronel.

—Hasta más ver —dijo.

—Un momento —lo retuvo el coronel—. ¡Dagan!

El ayudante hizo su entrada a la habitación, llevando en la mano una cantimplora cubierta por una malla plateada. Sobre la mesa apareció una bandejita plateada con dos vasitos mínimos, también plateados.

—Por favor —lo invitó el coronel.

Bebieron e intercambiaron un apretón de manos.

—Hasta más ver —repitió Andrei.

Bajó al vestíbulo por la hedionda escalera, saludó con frialdad a Quejada, que estaba agachado, trabajando con un instrumento parecido a un teodolito, y salió al aire asfixiante de la calle. Su corta sombra cayó sobre las baldosas rajadas y polvorientas de la acera, y en ese momento apareció una segunda sombra. Andrei recordó al Mudo. Se volvió y lo vio en su pose habitual, de pie, con las piernas desnudas muy separadas y las manos metidas bajo su ancho cinturón, del que colgaba un sable corto de aspecto amenazador. Sus cabellos negros y espesos estaban en desorden, y su piel cetrina brillaba como si se hubiera untado grasa.

—Y a fin de cuentas, ¿no quieres llevar un fusil automático? —preguntó Andrei.

No.

—Bien, como quieras.

Andrei miró hacia atrás. Izya y Pak estaban sentados a la sombra del remolque, con un mapa abierto delante de ellos, revisando el plano de la ciudad. Dos soldados, con el cuello estirado, miraban el plano por encima de sus cabezas. Uno de ellos tropezó con la mirada de Andrei, apartó la vista con prisa y le dio un codazo en el costado al otro. Ambos se apartaron al momento y desaparecieron tras el remolque.

Junto al segundo tractor estaban reunidos los choferes, encabezados por Ellizauer. Vestían de manera diferente, y la pequeña cabeza de Ellizauer estaba cubierta por un enorme sombrero de ala anchísima. Allí había otros dos soldados que daban consejos y escupían con frecuencia a los lados.

Andrei miró a lo largo de la calle. Estaba desierta. El aire caldeado temblaba sobre los adoquines. Un espejismo. A cien metros era imposible distinguir algo, como si todo estuviera cubierto de agua.

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