Arkadi Strugatsky - Ciudad condenada

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Ciudad condenada: краткое содержание, описание и аннотация

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El mundo de «Ciudad condenada» es un mundo sobrenatural al que son transportados los protagonistas tras su muerte para formar parte de un enigmático Experimento: en él, todos hablan una lengua común que cada uno identifica como propia. «El Experimento es el Experimento», el leitmotiv que se repite a lo largo de la novela.
El escenario está inspirado en la ciudad de un lóbrego cuadro de Nicholas Roerich cuya topografía es completamente fantástica: una pequeña franja de tierra habitable, limitada al oeste por un abismo por el que los objetos que caen vuelven a aparecer tras un tiempo: al este, un muro inaccesible en cuya base aparecen esporádicamente restos humanos destrozados: al sur, extensas marismas cuyos habitantes ganan lo justo para vivir una vida bañada en alcohol: y en el norte, páramos y ciudades en ruinas donde, más allá, se supone que se encuentra la Anticiudad. El sol se enciende y se apaga a voluntad. Además, existe un Edificio Rojo que aparece en diferentes lugares, que es descrito por diversos testigos pero que siempre se desvanece antes de que las autoridades puedan investigarlo: la gente que cruza su umbral desaparece.

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Andrei se detuvo un instante y esperó a su retaguardia.

—¿Ya os habéis puesto de acuerdo en lo que os interesa a cada cual? —preguntó.

—¿Lo que nos interesa? —Por fin Izya logró desplegar el plano—. Fíjate… —Comenzó a señalar con una uña enlutada—. Ahora estamos aquí. Entonces, una, dos… dentro de seis manzanas encontraremos una plaza. Aquí hay un edificio alto, seguramente administrativo. Tenemos que llegar a este punto, sin falta. Y si por el camino nos tropezamos con algo interesante… ¡Sí! También tendría interés llegar hasta este punto. Está un poco lejos, pero la escala no queda muy clara, así que no se sabe si todo esto se encuentra a poca distancia… Mira, aquí está escrito «Panteón». Me gustan los panteones.

—Por qué no… —Andrei arregló la correa del fusil—. Podemos hacer eso, claro. Entonces, ¿hoy no vamos a buscar agua?

—El agua está lejos —dijo Pak en voz baja.

—Sí, hermano —lo secundó Izya—. El agua… Mira, ellos lo señalaron aquí: «Torre del acueducto». ¿Es aquí? —le preguntó a Pak.

—No lo sé —respondió el coreano, encogiéndose de hombros—. Pero si queda agua en esta zona, solo será aquí.

—Sííí —pronunció Izya, alargando la vocal—. Está lejos, a unos treinta kilómetros, imposible llegar en un día… Es verdad que la escala… Oye. ¿y por qué necesitas agua precisamente ahora? Buscaremos el agua mañana, como acordamos… Iremos en los tractores.

—Muy bien —dijo Andrei—. Sigamos.

Caminaban todos juntos, y durante un rato se mantuvieron en silencio. Izya giraba la cabeza continuamente, como olfateando, pero no aparecía nada interesante ni a la izquierda, ni a la derecha. Edificios de tres y cuatro pisos, a veces bastante bellos. Cristales rotos. Algunas ventanas estaban tapadas con tablas. En los balcones había maceteros en ruinas, entre muchos edificios había rígidas telarañas llenas de polvo. Un gran almacén: escaparates enormes, cubiertos de polvo hasta hacerse opacos, y enteros quién sabe por qué, las puertas destrozadas… Izya salió trotando, entró y regresó enseguida.

—Vacío —informó—. Se lo llevaron todo.

Un edificio social, quién sabe si un teatro, una sala de conciertos o de cine. Después, otro almacén con los escaparates destrozados, y un almacén más en la acera de enfrente… Izya se detuvo de repente, aspiró por la nariz haciendo ruido y levantó un dedo mugriento.

—¡Oh! ¡Está por aquí!

—¿El qué? —preguntó Andrei, mirando a su alrededor.

—Papel —fue la corta respuesta de Izya.

Sin mirar a nadie, se dirigió rápidamente hacia un edificio en el lado derecho de la calle. Era un edificio corriente, que no se diferenciaba en nada de los demás, quizá solo por un portal más lujoso y porque en todo su aspecto se percibía cierto acento gótico. Izya desapareció por la puerta y volvió a asomarse antes de que los demás tuvieran tiempo de cruzar la calle.

—Venid rápido —los llamó, con expresión divertida—. ¡Pak! ¡Una biblioteca!

Andrei, asombrado, se limitó a sacudir la cabeza. ¡Qué tío más raro era Izya!

—¿Una biblioteca? —dijo Pak y aceleró el paso—. ¡No puede ser!

El vestíbulo era fresco y umbrío después del tórrido calor de la calle. Las altas ventanas góticas, que daban obviamente a un patio interior, estaban adornadas con vidrieras de colores. El suelo era de mosaico. Había escaleras de mármol blanco que subían a derecha e izquierda… Izya corría ya por la de la izquierda, Pak lo alcanzó con facilidad y los dos juntos siguieron subiendo de tres en tres los escalones hasta desaparecer.

—Y nosotros, ¿por qué demonios tenemos que subir allí? —dijo Andrei, volviéndose hacia el Mudo.

Este asintió. Andrei busco dónde sentarse, y lo hizo finalmente en uno de los blancos escalones. Se quitó el fusil del hombro y lo colocó a su lado. El Mudo se agachó junto a la pared, cerró los ojos y se abrazó las rodillas con sus brazos, largos y poderosos. Había silencio, solo se oía, allá arriba, el rumor de voces.

«Estoy harto —pensó Andrei con irritación—. Estoy harto de barrios muertos. De este silencio calcinante. De estos misterios. Qué bueno sería encontrar gente, convivir con ellos, preguntarles… que nos conviden a algo… a cualquier cosa, menos a esa maldita papilla de avena… ¡A beber vino frío! Mucho, cuanto quieras… o cerveza.» Algo gruñó dentro de su estómago y él, asustado, se puso tenso y escuchó con atención. No, nada. Por suerte, ese día aún no había tenido que salir corriendo al retrete, al menos tenía que agradecer eso. Y el talón había cicatrizado.

Allá arriba algo cayó con estruendo y se desparramó.

—¡No se meta ahí, por Dios! —gritó Izya. Hubo una carcajada y, de nuevo, el zumbido de voces.

«Registrad, registrad —pensó Andrei—. La única esperanza está en vosotros. De los únicos que se puede esperar algo de utilidad es de vosotros… Y lo único que quedará de esta estúpida aventura será mi informe y veinticuatro cajas de papeles recopilados por Izya.»

Estiró las piernas y se acomodó en los escalones, apoyando los codos. De repente, el Mudo estornudó, y el eco devolvió el sonido. Andrei echó hacia atrás la cabeza y se puso a contemplar el lejano techo abovedado.

«Una buena construcción —pensó—, hermosa, mejor que las nuestras. Y como se ve, no vivían nada mal. Pero, de todas maneras, perecieron… A Fritz esto no le va a gustar nada, hubiera preferido un adversario potencial. Y qué es lo que tenemos: vivían aquí, mira todo lo que construyeron, loaban a su propio Geiger… El Más Querido y Sencillo, y el resultado, ahí está: el vacío. Como si no hubiera existido nadie. Solo huesos, y bastante pocos para un sitio habitado tan grande. ¡Así son las cosas, señor presidente! El hombre se confía, y Dios manda unos extraños rizos hasta que todo se acaba.»

Él también estornudó y se sorbió la nariz. Allí, de alguna manera, hacía frío.

«Oh, qué bueno sería procesar a Quejada al regreso. —Las ideas de Andrei retornaron al cauce habitual: cómo acorralar a Quejada de manera que no se atreviera ni siquiera a chistar, que la documentación completa estuviera a mano para que Geiger pudiera entenderlo todo al momento. Echó a un lado aquellas ideas, eran inoportunas y estaban fuera de lugar—. Ahora solo debo pensar en el día de mañana —reflexionó—. Y no estaría mal pensar en el de hoy. Por ejemplo, ¿dónde se habrá metido la estatua? Viene un bicho cornudo, algo así como un estegosauro, y se la lleva bajo el sobaco. ¿Con qué objetivo? Además, pesaba unas cincuenta toneladas. Claro que semejante fiera podía llevarse un tractor bajo el sobaco. Lo que tenemos que hacer es largarnos de aquí. A no ser por el coronel, hoy no estaríamos en este lugar.» Comenzó a pensar en el coronel y, de repente, se dio cuenta de que sus oídos estaban en alerta.

Surgió un sonido lejano, poco claro, y no se trataba de voces, las voces seguían ronroneando allá arriba, como antes. No, era algo que venía de la calle, de más allá de las puertas entreabiertas de la entrada. Los cristales de la vidriera de colores se estremecían cada vez con más fuerza, y los escalones de piedra donde apoyaba los codos y el trasero comenzaron a vibrar, como si hubiera una línea férrea no muy lejos y en ese momento estuviera pasando un tren, un convoy pesado de mercancías. De repente, el Mudo abrió mucho los ojos, volvió la cabeza y se puso a escuchar, con atención y alarma.

Andrei recogió las piernas lentamente y se puso en pie, con el fusil automático en las manos. El Mudo se levantó junto con él, mirándolo de reojo y sin dejar de atender al sonido.

Con el fusil preparado. Andrei corrió silenciosamente hacia las puertas y miró fuera, sigiloso. El aire ardiente y polvoriento le quemó la cara. La calle seguía como antes: amarillenta, caldeada y desierta. Solo había desaparecido aquel silencio algodonoso. Un enorme y lejano mazo continuaba golpeando el pavimento con triste regularidad, y aquellos golpes se aproximaban perceptiblemente. Eran golpes pesados, demoledores, que convertían los adoquines del pavimento en gravilla.

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