Arkadi Strugatsky - Ciudad condenada

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El mundo de «Ciudad condenada» es un mundo sobrenatural al que son transportados los protagonistas tras su muerte para formar parte de un enigmático Experimento: en él, todos hablan una lengua común que cada uno identifica como propia. «El Experimento es el Experimento», el leitmotiv que se repite a lo largo de la novela.
El escenario está inspirado en la ciudad de un lóbrego cuadro de Nicholas Roerich cuya topografía es completamente fantástica: una pequeña franja de tierra habitable, limitada al oeste por un abismo por el que los objetos que caen vuelven a aparecer tras un tiempo: al este, un muro inaccesible en cuya base aparecen esporádicamente restos humanos destrozados: al sur, extensas marismas cuyos habitantes ganan lo justo para vivir una vida bañada en alcohol: y en el norte, páramos y ciudades en ruinas donde, más allá, se supone que se encuentra la Anticiudad. El sol se enciende y se apaga a voluntad. Además, existe un Edificio Rojo que aparece en diferentes lugares, que es descrito por diversos testigos pero que siempre se desvanece antes de que las autoridades puedan investigarlo: la gente que cruza su umbral desaparece.

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—No. ¿Y qué me dice del sargento?

—No hay manera de entrarle. Intentas subírtele encima, y te hace bajar enseguida. Es una piedra. Será el primero que maten. Lo odian.

—Está bien —dijo Andrei—. De todos modos, ¿qué hay del coreano? ¿Agita a los soldados o no?

—Nunca lo he visto hacerlo. Siempre anda solo. Pero si quiere, puedo vigilarlo especialmente, pero creo que no vale la pena.

—Esto es lo que hay: mañana comienza una parada larga. En general, no hay nada que hacer. Solo lo del tractor. Y los soldados descansarán y se pondrán a hablar. Tu misión, Permiak, es decirme quién es el cabecilla entre ellos. Es lo primero que tienes que hacer. Invéntate algo, tú sabes mejor que yo qué hay que hacer. —Se levantó y Permiak lo imitó—. ¿Es verdad que hoy has vomitado?

—Sí, me mareé… Ahora me siento mejor.

—¿Necesitas algo?

—No, mejor no. Si hubiera tabaco…

—Está bien. Reparad el tractor y os daré un premio. Vete.

El Mudo se echó a un lado y Permiak se deslizó fuera de la habitación. Andrei caminó hacia la ventana y se apoyó en el antepecho, esperando los cinco minutos reglamentarios. El farol colgante oscilaba y sus destellos dejaban ver los chasis de los remolques del segundo tractor, y en las ventanas negras del edificio de enfrente brillaban restos de cristales. A la derecha el centinela, invisible en la oscuridad, caminaba de un lado a otro de la calle, haciendo sonar sus botas y silbando quedamente una melodía triste.

«No importa —pensó Andrei—, saldremos de esta. Habrá que descubrir al cabecilla.» De nuevo imaginó cómo el sargento, a una orden suya, hacía formar a los soldados desarmados en una larga fila, y cómo él, Andrei, el jefe de la expedición, con la pistola en la mano, apuntando hacia abajo, caminaba lentamente a lo largo de la fila, examinando detenidamente aquellas caras sin afeitar, cómo se detenía ante el rostro repulsivo y enrojecido de Chñoupek y le pegaba un tiro en el estómago, otro tiro más… Sin juicio. Y eso mismo le pasaría a todo canalla, a todo cobarde, que osara…

«Pero, al parecer, el señor Pak no está absolutamente involucrado en nada —pensó—. Y gracias. Bueno, mañana todavía no pasará nada. En tres días no pasará nada, y ese tiempo es suficiente para poder meditar sobre muchas cosas. Por ejemplo, se podría encontrar un buen manantial unos cien kilómetros más adelante. Al agua seguro que irían galopando, como caballos. Qué calor hace aquí. Solo hemos parado una noche, y ya todo huele a mierda. Y, en general, el tiempo trabaja a favor de los jefes y contra los amotinados. Siempre ha sido así, en todas partes. Hoy se han puesto de acuerdo para no seguir adelante. Mañana se levantarán enfurecidos, y les hemos organizado una parada larga. Entonces no es necesario seguir adelante, muchachos, se han molestado por gusto. Y de repente, le dan a uno gachas con ciruelas pasas, dos tazas de té y chocolate… ¡Ahí lo tiene, señor Chñoupek! Ya te atraparé, solo necesito tiempo… Ay, qué ganas de dormir. Y de tomar un poco de agua. Pero, digamos, señor consejero, olvídate del agua. Duerme, eso es lo que necesitas. Mañana, tan pronto amanezca… Fritz, tírate por un barranco con tus ansias de expansión. Ahí lo tienes, el emperador de la gran mierda…»

—Vamos —le dijo al Mudo.

Sentado tras el escritorio, Izya seguía revisando sus papeles. Había adquirido otro mal hábito: morderse la barba. Agarraba un puñado de pelos, se los metía en la boca y comenzaba a roer. Qué espantapájaros… Andrei caminó hasta el catre y se dedicó a tender la sábana, que se le pegaba a las manos como un mantel de hule.

—Esto es lo que tenemos —dijo Izya de repente, volviéndose hacia él—. Aquí vivían bajo el gobierno de El Más Querido y Sencillo. Fíjate, todo con mayúsculas. Vivían bien, no carecían de nada. Más tarde, el clima comenzó a cambiar, hubo un gran enfriamiento. Y después ocurrió algo y todos perecieron. Encontré un diario. Su dueño se atrincheró en el piso y murió de hambre. Más exactamente, no murió, se colgó, pero lo hizo a causa del hambre, se volvió loco. Todo comenzó cuando aparecieron unos rizos en la calle…

—¿Qué fue lo que apareció? —preguntó Andrei y dejó de quitarse los zapatos.

—Unos rizos. ¡Aparecieron unos rizos, como sobre el agua! Todo el que caía en esos rizos, desaparecía. A veces le daba tiempo de gritar, a veces ni siquiera eso, se disolvía en el aire y eso era todo.

—Qué locura —gruñó Andrei—. ¿Y qué más?

—Todos los que salían de la casa morían en aquellos rizos. Pero los que se asustaron o se dieron cuenta de que aquello pintaba mal, al principio lograron sobrevivir. Los primeros días hablaban entre ellos por teléfono, iban pereciendo lentamente. No había nada de comer, en la calle el frío era glacial, no tenían reservas de leña, la calefacción no funcionaba.

—¿Y qué pasó con los rizos?

—No escribió nada al respecto. Te he dicho que, hacia el final, se volvió loco. La última anotación que hizo fue… —Izya pasó varias hojas de papel—. Aquí la tengo, escucha: «Ya no puedo más. ¿Y para qué? Es hora. Hoy por la mañana. El Más Querido y Sencillo ha pasado por la calle y ha mirado por mi ventana. Sonrió. Es hora». Y eso es todo. Fíjate que su piso está en la quinta planta. El pobre ató la cuerda a la lámpara del techo. Por cierto, todavía cuelga ahí mismo.

—Sí, parece que se volvió totalmente loco —dijo Andrei, metiéndose en la cama—. De hambre, sin duda. Escucha, ¿y no has averiguado nada relativo al agua?

—Por ahora, nada. Supongo que mañana tendremos que ir hasta el final del acueducto. ¿Qué, ya vas a dormir?

—Sí. Y te aconsejo que hagas lo mismo. Apaga la lámpara y piérdete.

—Oye —dijo Izya, implorante—. Yo quería seguir leyendo. Tú tienes una buena lámpara.

—¿Y la tuya, dónde está? Tú tenías una igual.

—Se me rompió accidentalmente. En el remolque. Le puse una caja encima. Sin darme cuenta.

—Cretino —dijo Andrei—. Está bien, coge la lámpara y vete.

Presuroso, Izya recogió sus papeles y apartó la silla.

—¡Sí! —dijo, de repente—. Dagan ha traído tu pistola. Y me ha dado un recado del coronel para ti, pero se me ha olvidado…

—Está bien, dame la pistola. —Andrei la guardó bajo la almohada y se volvió de espaldas a Izya.

—¿Y no quieres que te lea una carta? —dijo Izya, insinuante—. Parece que aquí practicaban algo parecido a la poligamia.

—Lárgate —dijo Andrei, sin levantar la voz.

Izya soltó una risita. Con los ojos cerrados, Andrei lo oía moverse, caminar, hacer crujir el parqué reseco. Después se oyó el chirrido de una puerta, y cuando abrió los ojos, todo estaba oscuro.

«Unos rizos… —pensó—. Qué cosa. Qué mala suerte tienen algunos. Y no podemos hacer nada al respecto. Solo hay que pensar en aquellas cosas que dependen de nosotros… Digamos, en Leningrado no hubo rizos de ningún tipo. Hubo un frío salvaje, horrible, los que se congelaban gritaban en los portales cubiertos de hielo, cada vez con menos fuerza, durante muchas, muchas horas… Uno se quedaba dormido, oyendo cómo alguien gritaba, se despertaba sumido aún en aquel grito desesperado, sin que le pareciera algo horrible, más bien se trataba de algo que daba náuseas, y cuando por la mañana, envuelto en la manta hasta la barbilla, bajaba a buscar agua por las escaleras cubiertas de excrementos congelados, agarrando la mano de su madre que a su vez tiraba del trineo donde habían atado el cubo, el que gritaba yacía abajo, junto al pozo del ascensor, seguramente en el mismo lugar donde cayera la noche anterior, en el mismo sitio, sí, porque no había sido capaz de incorporarse, ni siquiera de arrastrarse, y nadie había salido a prestarle ayuda. Y no hizo falta rizo alguno. Sobrevivimos solo porque mamá tenía la costumbre de comprar la leña al comienzo de la primavera y no en verano. La leña nos salvó. Y los gatos. Doce gatos adultos y un pequeño gatito, tan hambriento que cuando intenté acariciarlo se lanzó sobre mi mano y se puso a roer y morder mis dedos con ansiedad. Os mandaría allí, canallas —pensó Andrei con rabia repentina, acordándose de los soldados—. Aquello no era el Experimento. Y la ciudad era mucho más terrible que esta. En aquel sitio me hubiera vuelto loco sin remedio. Me salvó el hecho de ser un niño. Los niños simplemente morían…

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