Arkadi Strugatsky - Ciudad condenada

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El mundo de «Ciudad condenada» es un mundo sobrenatural al que son transportados los protagonistas tras su muerte para formar parte de un enigmático Experimento: en él, todos hablan una lengua común que cada uno identifica como propia. «El Experimento es el Experimento», el leitmotiv que se repite a lo largo de la novela.
El escenario está inspirado en la ciudad de un lóbrego cuadro de Nicholas Roerich cuya topografía es completamente fantástica: una pequeña franja de tierra habitable, limitada al oeste por un abismo por el que los objetos que caen vuelven a aparecer tras un tiempo: al este, un muro inaccesible en cuya base aparecen esporádicamente restos humanos destrozados: al sur, extensas marismas cuyos habitantes ganan lo justo para vivir una vida bañada en alcohol: y en el norte, páramos y ciudades en ruinas donde, más allá, se supone que se encuentra la Anticiudad. El sol se enciende y se apaga a voluntad. Además, existe un Edificio Rojo que aparece en diferentes lugares, que es descrito por diversos testigos pero que siempre se desvanece antes de que las autoridades puedan investigarlo: la gente que cruza su umbral desaparece.

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—¿Le hace falta papel?

—De ninguna manera. —El soldado hizo un sonido con los labios y arrugó la cara—. Tengo… —Mostró una hoja arrugada que llevaba en la mano, seguramente de los archivos de Izya—. Permiso para retirarme.

—Vaya… Le pido mil perdones, señor consejero. Se pasan toda la noche yendo al retrete. Y a veces no llegan, se lo hacen encima. Antes, al menos el permanganato ayudaba un poco, pero ahora no hay nada que sirva… ¿Quiere el señor consejero revisar los puestos de guardia?

—No —dijo Andrei, poniéndose de pie.

—¿Debo acompañarlo?

—No. Quédese aquí.

Andrei salió nuevamente al vestíbulo. Allí también había mucho calor, pero apestaba menos. Sin hacer el menor ruido, el Mudo apareció a su lado. Se oía al soldado Anástasis un piso más arriba, tropezando y mascullando algo entre dientes.

«No va a llegar al retrete, se lo hará en el suelo», comprendió Andrei con asco.

—Pues, nada —se dirigió al Mudo, hablando a media voz—. Veamos cómo viven los civiles.

Atravesó el vestíbulo y empujó la puerta del piso de enfrente. Allí también el aire olía a ejército en campaña, pero no existía el orden militar. La llamita de la lámpara del pasillo apenas iluminaba los instrumentos, tirados de cualquier manera en sus fundas de loneta, entremezclados con armas, mochilas sucias medio abiertas, tazas y platos de campaña abandonados junto a la ventana, Andrei tomó la lámpara, entró en la habitación más cercana y enseguida pisó un zapato.

Allí dormían los choferes, desnudos, sudados, desmadejados sobre una lona arrugada. Ni siquiera habían puesto sábanas. Aunque con toda seguridad las sábanas estarían más sucias que cualquier lona. De repente, uno de los choferes se movió, se sentó con los ojos cerrados y se rascó los hombros con furia.

—Vamos de cacería y no al baño… —balbuceó—. De cacería, ¿te das cuenta? El agua es amarilla. Bajo la nieve, amarilla, ¿entiendes? —Aún no había terminado de hablar cuando su cuerpo quedó fláccido y cayó de costado sobre la lona.

Andrei se cercioró de que los cuatro estaban allí, y siguió a la habitación de al lado. Ahí vivía la intelectualidad. Dormían en catres cubiertos con sábanas grises, sus sueños también eran inquietos, acompañados de ronquidos, gemidos y chirridos de dientes. Dos cartógrafos en una habitación, dos geólogos en la de al lado. En la habitación de los geólogos, Andrei detectó un olor dulzón, desconocido, y en ese momento recordó que corría un rumor según el cual los geólogos fumaban hachís. Dos días antes, el sargento Fogel le había quitado un cigarrillo de marihuana al soldado Tevosian, le había dado un bofetón y lo amenazó con dejarlo para siempre en el grupo de vanguardia. Y aunque el coronel reaccionó con humor ante aquel caso, a Andrei aquello no le gustó nada.

El resto de las habitaciones de aquel piso inmenso estaban vacías. Solo en la cocina, envuelta hasta la cabeza en unos trapos, dormía la Lagarta; aquella noche la habían dejado extenuada con toda seguridad. De aquellos trapos sobresalían unas piernas escuálidas y desnudas, llenas de manchas y arañazos.

«Otra desgracia que ha caído sobre nosotros —pensó Andrei—. La reina de Shemaján. Zorra asquerosa, que se la lleve el diablo. Puta guarra…» ¿De dónde había salido? ¿Quién era? Balbuceaba confusamente en un idioma incomprensible… ¿Cómo era posible la existencia de un idioma incomprensible en la Ciudad? ¿Por qué razón? Izya la oyó y se quedó asombrado… Lagarta. Fue Izya quien le puso ese nombre. Dio en el blanco, era muy parecida. Lagarta.

Andrei regresó a la habitación de los choferes, levantó la lámpara por encima de su cabeza y, volviéndose hacia el Mudo, le señaló a Permiak. El Mudo se deslizó en silencio entre los que dormían, se inclinó sobre Permiak y lo levantó, poniendo las palmas de las manos sobre sus orejas. Después se irguió. Permiak estaba allí sentado, apoyándose en el suelo con una mano, mientras con la otra se secaba de los labios la saliva que se le había escapado mientras dormía.

Cruzaron las miradas y Andrei señaló con la cabeza hacia el pasillo. Permiak se puso de pie enseguida, con agilidad y sin hacer ruido. Fueron a una habitación libre al final del piso. El Mudo cerró bien la puerta y recostó la espalda en ella. Andrei buscó dónde sentarse. La habitación estaba vacía y se sentó directamente en el suelo. Permiak se agachó frente a él. A la luz de la lámpara, el rostro del hombre, picado de viruelas, parecía sucio, sobre la frente le caía un mechón de cabellos enredados y a través de ellos se veía un tatuaje primitivo: esclavo de Jruschov.

—¿Tienes sed? —preguntó Andrei, a media voz.

Permiak asintió. En su rostro apareció una familiar sonrisita lujuriosa. Andrei sacó del bolsillo trasero una cantimplora plana que contenía un poco de agua y se la tendió. Lo miró beber, a tragos cortos, avaros, respirando ruidosamente por la nariz, subiendo y bajando la peluda nuez. Enseguida la piel se le cubrió de gotitas de sudor.

—Está tibia… —dijo Permiak con voz ronca, mientras devolvía la cantimplora, ya vacía—. Ah, si estuviera fría, como la del grifo, que delicia.

—¿Qué le pasa al motor? —preguntó Andrei, guardándose la cantimplora en el bolsillo.

—Una mierda ese motor. —Permiak, con los dedos muy separados, se quitó el sudor de la cara—. Lo hicieron en nuestro taller quién sabe cómo, no alcanzaba el tiempo. Es un milagro que haya aguantado hasta el día de hoy.

—¿Se puede reparar?

—Sí, se puede. Costará dos o tres días, pero echará a andar. Aunque no por mucho tiempo. Avanzaremos unos doscientos kilómetros, y se quemará de nuevo. Una mierda ese motor.

—Está claro —dijo Andrei—. ¿Y no has visto al coreano Pak conversando con los soldados?

Con un gesto de aburrimiento, Permiak se desentendió de la pregunta.

—Hoy —dijo a Andrei al oído pegándose mucho a él—, en la parada para comer, los soldados acordaron no seguir adelante.

—Eso ya lo sé —dijo Andrei, apretando los dientes de rabia—. Dime quién es el cabecilla.

—No he podido descubrirlo, jefe —respondió Permiak en un susurro sibilino—. El más charlatán es Tevosian, pero solo es un hablador, y además, en los últimos días está colgado desde temprano.

—¿Qué?

—Está colgado… Quiero decir, fuma y vuela alto… Nadie le presta atención. Pero no logro descubrir quién es el verdadero cabecilla.

—¿Chñoupek?

—Vaya usted a saber. Quizá sea él. Lo respetan… Parece que los choferes están de acuerdo, quiero decir, en eso de no seguir adelante. El señor Ellizauer no sirve para nada, siempre se está riendo como un cretino, trata de quedar bien con todos, se ve que tiene miedo. Y yo. ¿qué puedo hacer? Me limito a azuzarlos, a decirles que no se puede confiar en los soldados, que odian a los choferes. Nosotros llevamos los vehículos, ellos van a pie. Ellos tienen sus raciones, y nosotros comemos con los científicos. ¿Por qué les íbamos a ser simpáticos? Antes eso funcionaba, pero ahora parece que no. ¿Qué es lo más importante? Pasado mañana es el decimotercer día…

—¿Y qué hay de los científicos? —lo interrumpió Andrei.

—No sé nada de nada. Sueltan unos tacos horribles, pero no puedo entender de qué parte están. Todos los días se pelean con los soldados a causa de la Lagarta… ¿Y sabe qué dijo el señor Quejada? Que el coronel no durará mucho.

—¿A quién se lo dijo?

—Creo que se lo dice a todo el mundo. Yo mismo oí cómo hablaba con sus geólogos, les aconsejaba que anduvieran siempre armados. Por si eso ocurría. ¿No tendrá un cigarrillo, Andrei Mijailovich?

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