Barth se puso en pie.
—Ya podemos ir… Cenamos siempre a la misma hora.
Sobre la mesa del comedor ardía una larga hilera de velas rosadas. En la escalera, Barth me había susurrado que su abuela cenaría con nosotros; tenía noventa años, pero gozaba de una salud espléndida y solo era un poco excéntrica. Lo interpreté como un aviso de que a partir de entonces no debería extrañarme de nada de lo que viera, pero no pude compartir este pensamiento con Barth porque tuve que saludar al resto de los habitantes de la casa. Además de los tres niños, a quienes ya conocía, y de la señora Barth, había sentada a la mesa, en una silla de tijera igual que la del gabinete, una anciana vestida de un violeta genuinamente episcopal. Sobre su pecho refulgían unos anticuados impertinentes con brillantes engarzados, y sus pequeños ojos negros me taladraron como si en vez de pupilas tuviese también un par de esas fulgurantes piedras. Alzó la mano con inusitada energía, de tal modo que no pude por menos que besarla, en contra de mi costumbre. Entonces escuché su voz, y me dijo, con una voz inesperadamente fuerte y masculina que, como en una película mal sincronizada, parecía pertenecer a otra persona:
—¿Así que es usted astronauta? Aún no se había sentado ninguno a nuestra mesa.
Incluso el doctor estaba asombrado por la salida de la anciana. Su mujer explicó que los niños habían informado ya a la abuela. Esta me ordenó que tomara asiento a su lado y que le hablara en voz alta, porque no oía muy bien. Junto a sus cubiertos había un audífono, parecido a una judía partida, que al parecer no utilizaba nunca.
—Será un placer charlar con usted. Creo que la ocasión tardará en repetirse. Dígame, ¿cómo se ve realmente la Tierra desde allí arriba? ¡No me fío de las fotografías!
—¡Y hace usted bien, señora! —contesté mientras le pasaba la ensalada, divertido en secreto de que me interpelara así, sin ningún rodeo—. Ninguna fotografía es capaz de reproducirlo, sobre todo cuando la órbita es estrecha, pues entonces la Tierra sustituye al cielo. Se convierte en cielo. No lo cubre, sino que es el cielo. Esa es la impresión que da.
—¿De verdad es tan hermoso?
En su voz vibraba la duda.
—A mí me gustó. Lo que más me impresionó fue que la Tierra pareciera un lugar deshabitado. Ni rastro de ciudades, de calles, de puertos, de nada, solo mar, tierra y nubes. Por otra parte, los océanos y los continentes tienen el mismo aspecto que en los atlas que uno estudia en la escuela. Pero las nubes… Las nubes se me antojaron lo más notable, quizá porque no recuerdan en nada a las nubes.
—¿A qué recuerdan entonces?
—Depende de lo alto que se vuele. Desde lejos se parecen a la piel vieja y arrugada de los rinocerontes, gris azulada, con grietas. Y cuando uno se acerca un poco, recuerdan a un rebaño de ovejas de diferentes colores, peinadas con esmero.
—¿Y ha estado en la Luna?
—Por desgracia, no.
Ya me preparaba para un largo interrogatorio cosmológico cuando la anciana cambió repentinamente de tema.
—Habla un francés perfecto, aunque también algo singular. Emplea a menudo expresiones extrañas… ¿Procede tal vez de Canadá?
—Mi familia procede de allí. Yo nací en Estados Unidos.
—Ya. ¿Es francesa su madre?
—Sí, lo era.
Me di cuenta de que el matrimonio dirigía miradas reprobatorias a la anciana, como si intentaran frenar su curiosidad. Pero ella no les hacía el menor caso.
—¿Y su madre, hablaba francés con usted?
—Sí.
—Se llama usted John, pero sin duda su madre lo llamaba Jean, ¿no es cierto?
—Cierto.
—Entonces yo también lo llamaré así. Aleje de aquí esos espárragos, por favor. No puedo comerlos. La edad, Jean, significa que se tienen experiencias que ya no pueden aprovecharse. Y por esta razón ellos —Y señaló a los restantes miembros de la familia— hacen bien en no prestarme atención. Usted aún no lo sabe, señor, pero hay una enorme diferencia entre tener setenta o noventa años. Crucial —subrayó, y dejó de hablar para centrarse en la comida.
Cuando cambiaron los platos, volvió a animarse.
—¿Cuántas veces ha estado en el espacio?
—Dos veces. Pero no me alejé mucho de la Tierra. Si la comparamos con una manzana, fui a una distancia parecida a la del grosor de su piel.
—Es usted modesto.
—No, en absoluto.
Fue una conversación singular, aquella —ni siquiera puedo decir que fuera desagradable—, pues no se podía negar que la anciana tenía su propio encanto. Por ello no me importó que siguiera interrogándome.
—¿Deberían volar al espacio las mujeres? ¿Qué opina usted?
—Nunca he pensado en ello —contesté con sinceridad—. Si les gustara de verdad…
—En Estados Unidos tienen esa organización tan absurda, la Women’s Liberation. Lo suyo es infantil hasta rozar el mal gusto. Aunque en cierto modo defienden posiciones que yo calificaría de cómodas.
—¿Lo cree usted así? ¿Por qué cómodas?
—Porque parecen saber bien quién tiene la culpa de todo lo malo que pasa en el mundo. Según esas damas, los hombres. Sin duda creen que enderezarán el mundo; que ocuparán el lugar que hasta entonces han ocupado ustedes. ¡Se trata de una insensatez, pero al menos tienen un objetivo claro! Y permítame decirle que ustedes carecen de él.
Después del postre, que consistió en una gigantesca torta de ruibarbos cocidos con azúcar, los niños salieron corriendo del comedor y yo empecé a pensar en el camino de regreso. Cuando el doctor Barth se enteró de que me hospedaba en Orly, intentó persuadirme de que me instalara en su casa. Yo no quería abusar de su hospitalidad hasta ese punto, pero la tentación era grande. Además, hablando sin rodeos, no podía permitirme el lujo de prescindir de él.
La señora Barth se unió a su marido y me enseñó el libro de invitados todavía vacío: ¡qué gran presagio que el primero fuese un astronauta! Intercambiamos unas palabras corteses y al final accedí a quedarme. Al día siguiente me trasladaría a su casa. El doctor me acompañó hasta el coche, y cuando me senté al volante me dijo que sin duda su abuela sentía una gran simpatía hacia mí, lo cual era una distinción muy poco corriente. Su figura se fue haciendo más y más pequeña, inmóvil frente a la verja abierta, mientras yo me alejaba para adentrarme en el París nocturno.
A fin de evitar el intenso tráfico de la capital, di un rodeo alrededor del centro y circulé por los bulevares del Sena, que a esa hora estaban relativamente tranquilos. Era ya casi medianoche. Me sentía bastante cansado, pero satisfecho; la conversación con Barth me había inspirado una especie de vaga confianza. Conducía lentamente, porque había bebido bastante vino blanco. Ante mí apareció un pequeño 2CV, que avanzaba con exagerada precaución junto a la acera. La calle estaba vacía, y tras los pretiles del río se veían los grandes almacenes de la otra orilla. Los miraba distraídamente, absorto en mis pensamientos, cuando de pronto en el espejo retrovisor se reflejaron como dos soles los faros de un coche. En aquel momento yo me disponía a adelantar al pequeño 2CV y me había desviado un poco hacia la izquierda. Ahora, obligado a hacer sitio al coche que me seguía, traté de volver a mi carril, y a pegarme de nuevo a aquel vehículo que circulaba casi a paso de tortuga. Pero ni siquiera tuve opción de hacerlo. Dos potentes faros inundaron el interior de mi coche y, antes de que pudiera reaccionar, una sombra alargada y ruidosa pasó como una exhalación entre el pequeño coche y yo. Apenas me dio tiempo a enderezar mi Peugeot, desviado por la ráfaga de aire, cuando vi que los dos faros traseros del otro coche se alejaban a toda velocidad en dirección al centro. En la maniobra me había arrancado un trozo del guardabarros, y del espejo exterior solo quedaba la montura. Seguí mi camino y me dije: «Si no hubieras bebido tanto vino, ahora estarías dentro de un coche destrozado…». Porque entonces es probable que hubiese logrado ocupar el espacio por el que el otro había decidido pasar. ¡Este accidente habría dado mucho que pensar a Randy! ¡Qué bien habría encajado mi muerte en nuestro esquema napolitano! Randy habría tenido la convicción de que aquello estaba relacionado con nuestra brillante operación de simulacro. Por lo visto mi destino era ser el duodécimo muerto. Pero logré burlarlo y llegué al hotel sin ulteriores incidentes.
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