—Bien, pero si ustedes ya habían discutido esta cuestión del cabello, ¿qué es lo que le ha causado tanto asombro?
—Por desgracia, la correlación negativa. El hecho de que ninguno de los muertos ocultara su calvicie. Ninguno de ellos llevaba pelo artificial ni se había hecho un trasplante ni se había cosido cabellos al cráneo… Y créame, ese tipo de operaciones existen.
—Lo sé. ¿Qué más?
—Nada, aparte de que todas las víctimas tenían tendencia a la calvicie y no se preocupaban en disimularlo, mientras que entre los supervivientes había tantos calvos como personas con una cabellera normal. Se me ha ocurrido que Decker también lucía una pequeña tonsura, pero nada más. Me ha parecido que daba con una pista importante. Es una sensación que he tenido bastante a menudo en el pasado. Le ruego que me comprenda: hace una eternidad que estoy metido en esta historia y veo fantasmas por doquier…
—Ah, todo esto suena a obsesión, a maldición secreta, a espíritus… ¿No habrá algo de ello en el asunto?
—¿Cree usted en los espíritus? —Le miré con los ojos muy abiertos.
—Quizá sería suficiente que ellos creyeran, ¿no le parece? Bien pensado, en Nápoles puede estar actuando un hechicero que persigue a los extranjeros ricos…
—Muy bien, ¡supongamos que sí! —exclamé, enderezándome en la silla—. ¿Y qué hace exactamente ese hechicero?
—Podemos imaginar que trata, con toda clase de trucos y sesiones, de ganarse su confianza, les obsequia con muestras gratis de un elixir milagroso, supuestamente originario del Tíbet, una decocción narcótica que les hace depender totalmente de él… Un mejunje que dice que cura todos los males imaginables. Y digamos que, de cien personas a quienes persigue, diez u once acaban tomando por descuido una dosis excesiva…
—¡Aja! —exclamé de nuevo—. Pero si existiera ese individuo, la policía italiana lo tendría localizado. Además, hemos reconstruido con tanta exactitud el modo de vida de algunas de las víctimas que sabemos incluso a qué hora exacta salían del hotel, cómo iban vestidos, en qué quiosco compraban el periódico, en qué caseta de la playa se cambiaban de ropa, dónde comían y qué platos, a qué ópera asistían… Un curandero o gurú podría habérsenos pasado desapercibido en uno o dos casos, pero no en todos. No, no ha habido nadie así. Además, sería muy improbable que, desconociendo el idioma, las víctimas acudieran a un hechicero italiano. ¡No olvidemos que entre ellos había un sueco con educación universitaria, un anticuario, un empresario! Y por si fuera poco, no tuvieron tiempo para esas zarandajas…
—Me ha convencido, pero no cante victoria. ¡Aún me queda una bala en la recámara!
Barth se levantó de la silla de tijera.
—¡Si cayeron en una trampa, tuvo que ser por algo que los atrajo y que no dejó huella alguna! ¿Está de acuerdo?
—Sí.
—Ese «algo» les habló en un ambiente privado, íntimo, personal y a la vez tempestuoso: ¿sexo?
Vacilé un momento antes de responder.
—No. Cierto que algunos tuvieron contactos eróticos efímeros, pero no, no es eso. Hemos examinado la vida de todos ellos tan minuciosamente que, de haber algo relacionado con las mujeres o los burdeles, no se nos habría escapado así como así. El factor en juego tuvo que ser algo absolutamente insignificante…
Yo mismo me asombré en cierto modo de lo que acababa de decir. Nunca hasta ese momento se me había pasado por la cabeza algo tan descabellado. Pero fue agua para el molino de Barth.
—¿La bagatela mortal? ¿Por qué no? Algo a lo que se cede por un impulso secreto y que se intenta ocultar al mundo… Aparte de que puede ser algo de lo que nosotros dos no tendríamos que avergonzarnos. Tal vez solo se sentiría culpable una determinada categoría de personas al ser descubierto su pequeño vicio…
—El círculo se ha cerrado —objeté—. Ya ha vuelto usted al terreno del que me expulsó al principio: la psicología.
Una bocina empezó a sonar justo bajo la ventana. El doctor se levantó —también en ese momento me pareció inusitadamente joven—, se asomó fuera y alzó un dedo, a modo de amenaza. El sonido enmudeció. Extrañado, me di cuenta de que oscurecía, eché una ojeada al reloj y me quedé anonadado: ¡llevaba ya casi cuatro horas acaparando a Barth! Me levanté para despedirme, pero él no me lo permitió.
—¡Ah, no, señor! Primero de todo, se queda usted a cenar; segundo, aún no hemos resuelto nada. Además, quiero disculparme ante usted. ¡Hemos intercambiado los papeles! ¡He caído sobre usted como si fuese un juez de instrucción! Confieso que con ello perseguía un fin indigno de un anfitrión… Quería saber más sobre usted y también averiguar a través de su conversación algo que no me dirán los documentos. Estoy convencido de que una historia como la que nos traemos entre manos solo puede transmitirse de palabra. Además he intentado provocarle en cierto modo, por medio de indirectas, y debo decir que usted las ha aguantado con gran estoicismo. Aunque su rostro dice más de lo que usted seguramente se imagina… Lo único que puede justificarme ante sus ojos es tal vez la buena intención que me guía. Intervendré gustoso en el asunto que le ha traído aquí… Pero sentémonos. La cena aún no está lista. Nos avisarán.
Volvimos a tomar asiento. Me sentía muy aliviado.
—Me ocuparé de lo que usted tenga a bien solicitarme —continuó—, aunque no veo que una respuesta a sus dudas esté aún a nuestro alcance… ¿Puedo preguntarle qué clase de colaboración desea de mí?
—El caso tal vez permita utilizar el análisis de factores múltiples —empecé, sopesando las palabras—. No conozco su programa, pero sí conozco cierto número de programas del tipo gps y supongo que un programa de investigación será algo similar. El problema es menos criminal que de raciocinio. Naturalmente, el computador no nos mostrará al culpable, pero al menos podremos saber más de él y no nos será completamente desconocido. Solucionar el caso supondría obtener una teoría sobre la muerte de estos hombres. Hallar una ley que nos indicara cómo murieron…
El doctor Barth me miraba compasivamente, o tal vez solo me lo pareció, pues estaba sentado bajo la lámpara del techo y, cada vez que se movía, las sombras recorrían su rostro, que adoptaba matices cambiantes.
—Amigo mío, cuando hablaba en plural me refería a un grupo de personas, no de electrones. Dispongo de un equipo interdisciplinario de primera clase, los mejores cerebros de Francia, y estoy seguro de que se lanzarán sobre el asunto como perros tras una liebre. En cuanto a nuestro programa… Es verdad, lo hemos desarrollado y ha funcionado muy bien en un par de experimentos, pero en un asunto como este, no, no… —dijo, meneando la cabeza.
—¿Por qué no?
—Muy sencillo. El computador no hace nada sin antes cuantificarlo, y aquí… —extendió los brazos—, ¿qué podemos cuantificar? Supongamos que hubiera en Nápoles una nueva red de traficantes de drogas y el hotel fuese la guarida de estos traficantes; la droga sería suministrada al comprador, pongamos por caso, sustituyéndola por la sal de un determinado salero. ¿Pero acaso no pueden cambiarse de mesa los saleros de un comedor? ¿Y no correría peligro de envenenarse solo la gente a quien le gusta comer con sal? ¿Y cómo podría saber esto el computador, si en los datos suministrados no figurase nada sobre estos saleros, sobre esa droga o sobre los gustos culinarios de las víctimas?
Le miré con gran respeto. ¡Cómo se sacaba conceptos de la manga! Sonó una campanilla, que fue subiendo de tono hasta hacerse casi insoportable, y entonces, súbitamente, enmudeció. A lo lejos pude oír una voz femenina regañando a un niño.
Читать дальше