Станислав Лем - La fiebre del heno

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La fiebre del heno: краткое содержание, описание и аннотация

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Una agencia de detectives requiere los servicios de un astronauta norteamericano retirado para que ayude a esclarecer una serie de misteriosas muertes acaecidas en un balneario en Nápoles. Varias personas han enloquecido y algunas se han suicidado sin que se conozca motivo para ello; otras parecen haber muerto accidentalmente. Todas las víctimas eran extranjeras, viajaban solas, rondaban la cincuentena y padecían algún tipo de alergia. Tanto la policía local como la Interpol consideran que no hay pistas suficientes como para afrontar el caso con garantías, hasta que empieza a cundir la idea de que en cierto modo las muertes obedecen a algo más perverso. ¿Está sujeto el asesinato al juguetón capricho de las leyes de la probabilidad y el caos?
La nueva y premiada obra maestra del genio polaco de la ciencia ficción, Stanisław Lem: una fábula metafísica con tintes detectivescos del autor de «Solaris». cite New York Times Books Review

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—¿Y la voz de la minoría?

—Se pronunció a favor de una psicosis aguda de etiología aún no descubierta. Ya sabe usted que los profesionales, los médicos, por ejemplo, dicen siempre esto cuando no tienen ni la más remota idea de lo que ha pasado.

—¡Vaya que lo sé! Y ahora, por favor, repítamelo todo, limitándose a la tipología de los casos mortales.

—De acuerdo. Coburn se ahogó, incidental o intencionadamente. Brunner saltó por la ventana, pero no se mató…

—Perdone, ¿qué es de él ahora?

—Se encuentra en Estados Unidos, enfermo, pero vivo. Recuerda los sucesos a grandes rasgos, pero no quiere hablar de ellos. Al parecer, tomó al camarero por un miembro de la mafia que le perseguía. No quiso decir más. ¿Continúo?

—¡Se lo ruego!

—Osborn fue atropellado. El culpable huyó en coche y no pudo ser hallado. Emmings intentó suicidarse dos veces. La segunda vez se mató de un tiro. Leyge, el sueco, llegó a Roma y se lanzó al vacío desde el Coliseo. Schimmelreiter murió en el hospital de muerte natural, un enfisema de pulmón, después de sufrir agudos trastornos psicopáticos. Heyne estuvo a punto de ahogarse y en el hospital se cortó las venas. Lo salvaron. Murió de una pulmonía. Swift conservó la vida. Mittelhorn intentó suicidarse también por dos veces, con un somnífero y después con yodo. Murió a causa de las quemaduras en el aparato digestivo. Titz perdió la vida en un choque frontal en la autopista. Y, finalmente, Adams murió en el Hilton de Roma mientras dormía, al parecer por asfixia; la causa última de su fallecimiento no pudo esclarecerse. En cuanto a Brigg, no se sabe nada.

—Gracias. ¿Recordaban los supervivientes si habían sufrido algún tipo de síntoma previo?

—Sí. Que les temblaban las manos y los alimentos parecían tener un sabor raro. Esto lo supimos por Swift. Brunner insistió en que la comida «sabía de modo muy diferente», pero no recordaba el temblor de las manos. Probablemente es víctima de lo que se llama locura residual, debido a lo que pasó; de ahí su afirmación. Tal fue, al menos, el diagnóstico del médico.

—La disimilitud entre las causas de la muerte es notable; y en cuanto a los suicidas, utilizaron los medios a su alcance, tomando lo que tenían más a mano. ¿Cuáles fueron los resultados según el principio cui prodest ?

—¿Las investigaciones sobre los interesados materialmente? ¿De qué sirve que haya herederos si no existe ninguna relación entre ellos y las muertes?

—¿Y la prensa?

—Total falta de información. Naturalmente, la prensa local hizo una mención puntual de cada uno de los casos, pero en la columna de sucesos. Se trataba de no dificultar las investigaciones. Solo un periódico de Estados Unidos, no recuerdo cuál, aludió al fatal destino de los pacientes del doctor Stella. Este manifestó que el artículo era obra de competidores malévolos. De todos modos, este año, quizá para curarse en salud, no ha enviado a Nápoles ni a un solo reumático.

—¡Claro, para él se trata de un clavo ardiendo! ¿No es esto sospechoso?

—No demasiado. Ya anteriormente se había publicado algún artículo que le había perjudicado económicamente en mayor medida. En este caso, la pérdida fue bastante pequeña.

—Le propongo el siguiente juego —dijo Barth—. Llamémoslo «el secreto letal de Nápoles». Enunciemos las características necesarias para morir. Usted me ayudará, ¿de acuerdo?

—Muy bien. La lista abarca sexo, edad, complexión, dolencias, fortuna y algunos aspectos más que trataré de enumerar. Es necesario ser hombre, tener alrededor de cincuenta años, ser moderadamente alto, de tipo pícnico o atlético, soltero o viudo, o al menos estar solo en Nápoles. El caso de Schimmelreiter indica que no es imprescindible ser rico. En cambio, hay que saber muy poco italiano o nada en absoluto.

—¿Ninguna de las víctimas hablaba con fluidez el italiano?

—No. Ahora me referiré a detalles más específicos. Para morir es necesario no ser diabético.

—¡Qué dice!

—No hubo ni un solo diabético en la serie. En cambio, cinco de los reumáticos enviados por Stella a Nápoles, y que volvieron a casa sanos y salvos, eran diabéticos.

—¿Encontraron sus expertos una explicación para esto?

—No sé muy bien cómo decírselo. Hablaron de metabolismo, y también de acetona, que puede actuar como antídoto. Diversos profesionales, que tal vez no eran tan eminentes, pero sí más sinceros —se trata de mi impresión personal—, discutieron, no obstante, este punto de vista. La acetona no aparece en la sangre hasta que la carencia de insulina en el organismo es muy pronunciada, pero hoy día todos los diabéticos procuran tomar regularmente los medicamentos que se les prescriben. La siguiente característica indispensable es una alergia. Una hipersensibilidad al polen de las gramíneas, fiebre del heno, asma… No obstante, hay personas que reunían todas estas condiciones y no les ocurrió nada: ese paciente de Stella que hemos mencionado antes, el que era alérgico a las fresas, y el segundo, el del catarro.

—¿Ricos, solos, ya no muy jóvenes, que tomaban baños sulfurosos, de complexión atlética, alérgicos, desconocedores del italiano?

—Sí. Ambos tomaban los mismos antialérgicos que los otros, y también Plimasin.

—¿Qué es eso?

—Un preparado antihistamínico con adición de Ritalin, que es hidroclorato de alfaacetofenilpiperidina. El primer componente del Plimasin, la piribenzamina, suprime los síntomas de la reacción alérgica, pero induce al sueño y retarda los reflejos. Por ello los automovilistas deben tomarla con una adición de Ritalin, que es un estimulante.

—¡Es usted un verdadero químico!

—Es una droga que tomo desde hace años. Todos los alérgicos se tratan un poco por cuenta propia. En Estados Unidos tomaba el equivalente americano al Plimasin, que es un preparado suizo. Así pues, el que padecía de catarro, un tal Charles Decker, también lo tomaba y, sin embargo, no le tocaron un pelo de la cabeza… Un momento.

Me quedé inmóvil, con la boca entreabierta, como un idiota. Barth me miraba en silencio.

—Todos tenían muy poco pelo… —dije por fin.

—¿Calvos?

—Con calvicie incipiente. Espere. Sí, Decker tenía un trozo calvo en la coronilla, y pese a esto, nada…

—En cambio usted no es calvo —observó Barth.

—¿Cómo? No, yo no. ¿Es un inconveniente…? Pero si a Decker no le pasó nada, a pesar de su tonsura… Además, ¿qué relación puede haber entre la calvicie y un posible estado psicopático?

—¿Y cuál entre este estado y la diabetes?

—Tiene razón, doctor, es mejor no preguntárnoslo.

—¿Desecha entonces la cuestión de la calvicie?

—No, verá, ocurrió lo siguiente: comparamos las diferencias entre los que murieron y los que volvieron indemnes de Nápoles. Como es natural, también se tomó en cuenta esta característica. La primera dificultad estribaba en que una calva incipiente solo puede determinarse con seguridad en un muerto, porque muchos de los supervivientes serían reacios a confesar que llevaban peluquín. Los hombres son muy sensibles en lo tocante a la vanidad, y no era cuestión de tirarles de los pelos y examinarlos de cerca. A fin de hacer el diagnóstico, tendríamos que haber investigado en todas las tiendas de pelucas donde el sujeto podría haber comprado un peluquín y en los institutos donde podría haberse hecho un trasplante de cabello, y para esto no teníamos ni tiempo ni personal suficientes.

—¿Lo consideraban realmente tan esencial?

—Las opiniones estaban divididas. Muchos creían que no era importante, ya que se trataba solamente de constatar si entre los pacientes ilesos de Stella había alguno que ocultaba su calvicie, y ¿qué relación podía tener esto con los trágicos destinos de los otros reumáticos?

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