Juan Aguilera - La locura de Dios

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Inicios del siglo XIV. El `doctor iluminado`, el fraile medieval mallorquín Ramón Llull, acompaña a una partida de almogávares en una arriesgada expedición por tierras de Oriente.
El objetivo es descubrir la mítica ciudad del Preste Juan, pero su inesperado destino será la insólita ciudad de Aristarcópolis que, tal vez, encierra en su nombre la explicación del origen de su misteriosa tecnociencia. Juan Miguel Aguilera ha imaginado una larga excursión por tierras de Asia narrada por el mismísimo Ramón Llull pocos años antes de su muerte. El viaje y la fabulación de esta amena novela son fruto de la imaginación, pero resultan compatibles con la verdad histórica y, sobre todo, con la incansable curiosidad y versatilidad que el verdadero Llull mostrara en vida.

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– ¡No olvides -concluyó- que Romania entera se sonroja insultada por la presencia y la barbarie de esos latinos aventureros!

Pero xor Andrónico parecía incapaz de escuchar otra cosa que el estrépito de un íntimo derrumbamiento. Se revolvió hacia su hijo punzado por las vacilaciones, y le preguntó cómo podía evitar aquella matanza.

– Yo la detendré -me escuché decir. Tan sólo pensaba en las familias genovesas que iban a ser masacradas. Era evidente que los almogávares no iban a respetar ni a niños ni a mujeres si llegaban hasta el barrio de Pera en su actual estado de excitación.

Xor Andrónico me dirigió una mirada entre suplicante y agradecida. Es posible que no me reconociese, pero, en aquellos momentos, le importaba muy poco de dónde pudiera llegarle la ayuda. Descendí por las escalinatas que desembocaban en los sangrientos jardines.

Roger de Flor repartía órdenes a sus almocadenes no muy lejos de allí, y me dirigí en línea recta hacia ellos.

Distinguí entonces, a lo lejos, el cuerpo de Rosso, caballero de la Señoría y capitán de acreedores, rodando entre las patas de los caballos almogávares. Su aspecto era verdaderamente lamentable, apenas un guiñapo ensangrentado, empapado de barro y desperdicios del banquete tan salvajemente interrumpido. Y sus hombres, aterrorizados, corrían abandonando el cadáver. Necesitaban de toda su agilidad para sustraerse del abrazo mortal de aquellos hombres sucios que proferían extraños alaridos y los acosaban tenaz y bárbaramente, como una jauría irritada.

Algo me golpeó entonces, y di con mis espaldas contra los duros adoquines de granito. Un caballo almogávar, obligado a encabritarse por su jinete, parecía dispuesto a aplastarme bajo sus cascos. Me cubrí el rostro con ambas manos, y esperé el golpe.

– ¡Alto! -Era la firme voz de Roger-. ¡Detente!

El megaduque había sujetado al caballo por las bridas, y le preguntó a gritos al jinete si no me había reconocido.

Luego me ayudó a levantarme, y preguntó qué pretendía hacer; y si deseaba morir esa misma noche.

– ¡Sujeta a tus hombres! -le dije apenas pude recuperar el aliento-. ¡Van a saquear el barrio de Pera!

Preguntó sobre qué tenía eso que ver conmigo. Yo le respondí que Génova era amiga del Imperio, y que pedirían cuentas de esta masacre.

Dijo que Génova significaba muy poco para sus catalanes; pero aquello no podía continuar, y le aseguré que jamás le acompañaría en su viaje tras el reino del Preste Juan si no detenía esa matanza de inmediato.

Roger me observó, evaluándome con una fría sonrisa en sus labios.

– ¿Me estás diciendo que me acompañarás…?

– Si sujetas ahora mismo a tus hombres -le respondí.

Sin decir una palabra más, se volvió y caminó hacia ellos, maza en mano, flanqueado por sus más fieles almocadenes. «¡A mí, almogávares!», gritó, pero su voz se perdió, aplastándose contra el brutal forcejeo. Y Roger empezó a golpear furiosamente a sus propios hombres mientras bramaba:

– ¡Hola, valientes! ¡Atrás mis fieras! ¡Quietos todos!

Se produjo un movimiento de estupor. Las líneas almogávares se fueron curvando hacia fuera trituradas por Roger y sus capitanes. Dejaron de soplar los venablos y de tajar las pesadas espadas. Allí estaba Roger de Flor, el megaduque, imponiendo a golpes sus órdenes. Y en los brutales rostros de los mercenarios no había un solo gesto de agresividad. En cambio brotó su saludo guerrero:

– ¡Aragón, Aragón!

Roger se detuvo admirado por el valor y la fidelidad de sus hombres.

– ¡Recoged vuestros muertos y regresad a los cuarteles!

– ¿Y Pera, Capitán?

– ¡A los cuarteles!

Las callejuelas que serpenteaban en los aledaños de Palacio se fueron quedando silenciosas. Los gorjeos estentóreos de algunos heridos abandonados añadían una nota lúgubre que no permitía olvidar lo que allí acababa de pasar. Se amontonaban cadáveres en macabra confusión. Un último grupo de rezagados almogávares fueron despojando cuidadosamente a los caídos.

6

Mientras amanecía en el Bósforo, las galeras de la Gran Compañía Catalana, treinta y dos navíos que transportaban a más de ocho mil hombres, abandonaron los muelles de Constantinopla, majestuosas y espumeando sobre un mar tranquilo navegaron hacia el alba azul oscura.

Eran los primeros días de otoño. Las naves renqueaban, suavemente empujadas por vientos blandos. Se movían con torpe lentitud, estibadas atropelladamente poco antes de partir y aparejadas con demasiado poco cuidado. La carga se bamboleaba y castigaba las cuadernas de las naves, haciéndolas crujir lastimeramente y hundiendo demasiado la línea de flotación. En las sentinas, los caballos habían sido colocados demasiado juntos unos de otros, y relinchaban inquietos.

Huyendo del excesivo ruido bajo cubierta, me envolví en mi jubón de viaje y, a pesar del frío que cortaba aquella mañana otoñal, salí para contemplar el amanecer.

Afuera, los hombres trabajaban sujetando las maniobras marineras, arracimándose en las cofas, mientras atravesábamos el estrecho del Bósforo, rompiendo el silencio las voces de los capitanes de Roger. Las galeras catalanas restregaban sus flancos contra los festones del paisaje costero. Costas de caliza blanca que disparaban hacia las naves reflejos lívidos y rosáceos cuando los rayos de sol incidían en ellas. Una maraña de olivos, naranjos, mirtos, laurel y terebintos, saludaban nuestro paso. Vides silvestres, cipreses, enebros y encinas formaban grutas verdes suspendidas sobre los acantilados. Un paisaje domesticado que había conocido milenios de civilización y cultivos.

Al frente de la expedición estaban los almocadenes: Fernando de Galcerán, Corberán de Alet, Fernando de Arenós, y Ricard de Ca n'.

Marulli, capitán de los griegos, y George, jefe de los alanos; eran huéspedes de honor en la Oliveta , en cuyo mástil la Señera de Aragón flameaba rutilante.

Nos dirigíamos hacia el cabo Artaki, para enfrentarnos al caudillo turco Osmán, a quien los griegos llamaban Otomán, un bastardo reyezuelo de una de las siete tribus turcas que se habían alzado en Asia, para arrebatarle al imperio los últimos despojos de su antigua gloria. Artaki era el último baluarte griego antes de que los turcos se decidiesen a cruzar el Bósforo y desafiaran la propia garganta del Imperio.

La Historia se repetía.

Hacia el año seiscientos sesenta de Nuestro Señor, desde su capital en La Meca, el califa Mu'âwiya dominaba Arabia, Persia, Siria y Egipto, cuando cruzó aquel mismo estrecho, y puso sitio a Constantinopla.

De haber caído la ciudad, los entonces poderosos y fanáticos ejércitos islámicos habrían tenido abiertas las puertas de toda Europa, donde no había nadie capaz de hacerles frente. Si esto hubiera sucedido, tal vez la cristiandad entera habría sucumbido… Pero esto, gracias a Dios, no sucedió.

«Los salvó un milagro», me había dicho Roger de Flor. Un milagro que llegó en el último momento, cuando la ciudad hambrienta por el largo asedio estaba a punto de rendirse; un pequeño grupo de hombres, comandados por el tal Calínico, logró eludir el cerco y entrar en la ciudad. Pero no eran militares mercenarios, sino físicos y hombres de ciencia llegados de algún remoto lugar, los que fabricaron para los angustiados griegos una poderosa y mortífera nueva arma: el fuego griego.

Lanzado a chorros desde lo alto de las murallas de Constantinopla, flotaba hasta las naves sarracenas y las envolvía en llamas, aniquilando a los poderosos sitiadores.

¿Era posible que Calínico y sus hombres proviniesen del reino del Preste Juan?

Y, en ese caso, ¿dónde estaba situado dicho reino?

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