Juan Aguilera - La locura de Dios

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Inicios del siglo XIV. El `doctor iluminado`, el fraile medieval mallorquín Ramón Llull, acompaña a una partida de almogávares en una arriesgada expedición por tierras de Oriente.
El objetivo es descubrir la mítica ciudad del Preste Juan, pero su inesperado destino será la insólita ciudad de Aristarcópolis que, tal vez, encierra en su nombre la explicación del origen de su misteriosa tecnociencia. Juan Miguel Aguilera ha imaginado una larga excursión por tierras de Asia narrada por el mismísimo Ramón Llull pocos años antes de su muerte. El viaje y la fabulación de esta amena novela son fruto de la imaginación, pero resultan compatibles con la verdad histórica y, sobre todo, con la incansable curiosidad y versatilidad que el verdadero Llull mostrara en vida.

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Así se lo hice ver, y Roger dijo:

– Pues ahora creerás, anciano; el secreto está guardado entre estos libros, en estos mapamundis; yo no sé interpretarlos, pero tú sí, y lo harás para mí, porque Constantinopla agoniza, y ésta puede ser su última esperanza. Xor Andrónico quiere que encuentre para él la tierra del Preste Juan; y yo estoy de acuerdo, si esta aventura va a reportarme riquezas sin fin y una vida tan larga como la de los antiguos dioses. Escucha, anciano, ésta es una ciudad hueca, sin tuétanos. Los genoveses en el interior y los turcos en el exterior, exprimen hasta la última gota de las ubres de su decadencia. Algún día no muy lejano todo se derrumbará, esto será tan sólo un solar, pero me creo capaz de saber aprovechar algunas vigas de buena madera vieja tras el derribo. Creo que he encontrado aquí mi destino, pero debo ser cauto. Este lugar apesta a conjuras y traiciones y me he ganado el odio del primogénito del Emperador. Mis catalanes me protegen, y en toda Romania no existe una fuerza capaz de oponérseles, pero necesito a un hombre sabio en el que confiar. ¿Te atreverás a acompañarme en mi aventura?

Dudé. Todo aquello había logrado estimular mi curiosidad, pero aquel cenagoso ambiente cortesano me repelía casi tanto como debía de repeler al propio Roger.

– ¿Y si no deseara hacerlo?

El guerrero se encogió de hombros.

– No puedo asegurarme tu lealtad mediante amenazas. Eres un hombre de ciencia y tus valores se escapan a mi entendimiento… Serás mi invitado hasta que se celebre la ceremonia de boda, y después, si así lo deseas, podrás marchar. Cumpliré mi promesa, y pondré a tú disposición la Oliveta. Pero permanece aquí hasta el día de mi boda, estudia estos libros, estos mapas, y decide después…

3

La Sala Armilar se convirtió en mi hogar, y la fascinante bóveda luminosa en mi techo y mi fuente de luz.

Aquella luz casi mágica alimentaba la vitalidad de los dos arbustos que crecían en jarrones a ambos lados de la entrada. Quién sabe desde cuándo; un ingenioso artilugio semejante a una clepsidra se ocupaba de mantener la humedad de los dos maceteros. Una humedad que sin duda llegaba del exterior, al igual que la luz, y era recogida y reconducida hasta aquel remoto sótano.

¿Qué extraordinaria Ciencia era esta que se permitía desafiar a la naturaleza y al Principio de la Oscuridad, reconduciendo la fertilidad del mundo exterior hasta donde la voluntad de los hombres que construyeron aquella Sala Armilar deseara?

Los dos árboles crecían gracias a este milagro; a la derecha de la puerta, según se entraba, los nervios foliáceos del pistacio therebintus. A la izquierda, un perfume de auras mitológicas; un myrthus latifolia, la planta de Venus. En la isla de Citérea, avergonzada por su desnudez, se ocultó la diosa de la belleza detrás de un mirto. Las dos plantas crecían exuberantes a partir de esos dos puntos, a ambos lados de la entrada, tapizando casi completamente los muros curvos de la Sala, enredándose la una con la otra una y mil veces, en una extraña y onírica comunión.

Observé con cuidado el artilugio que sujetaba las lentes que distribuían la luz por la Sala. Una gran lente convexa ocupaba el centro de la bóveda; pero no estaba fija, sino que colgaba, sujeta por unos tensores, de un gran anillo de cobre de más de cinco varas de diámetro, que estaba a su vez sujeto al techo por unas finas varillas de cobre. A medida que transcurrían las horas en el exterior, estas varillas parecían encogerse y dilatarse, obligando al anillo, y a la gran lente central, a bascular. Muy levemente, pero lo suficiente como para que la luz blancoamarillenta del Sol recorriera lentamente las paredes de la sala y distribuyera la ración de luz sobre la vegetación que las cubría.

Sin embargo, la gran esfera que representaba la Tierra, siempre estaba bañada de luz azul; y esto era porque en el gran anillo de cobre se había introducido un pequeño espejo cóncavo, de no más de dos palmos de diámetro, teñido de azogue de cobalto, que recogía la luz rebotada por el lado superior de la gran lente central, y lo dirigía, con una perfección matemática, hacia la esfera terráquea.

La sorpresa de Roger ante aquella esfera estaba más que justificada. Como marino no habría visto otra cosa que los mapamundis T-O y los portulanos convencionales. En ellos, el mundo es una plancha plana circular, una «O», con los tres continentes dispuestos en forma de «T», alrededor del Mediterráneo central; el Orbis Terrae Tripartitus. Arriba: Asia, con el presunto emplazamiento del Paraíso, más allá de Mesopotamia, donde nacen los cuatro grandes ríos de Asia, y de donde procede la Luz. Aproximadamente en el centro, Jerusalén. En el mango de la «T», el Mediterráneo con sus islas perfectamente alineadas: Chipre, Sicilia, Cerdeña, Mallorca… Abajo, a la izquierda, Europa; África, a la derecha. Finalmente, sobre el tenebroso océano periférico, enrojecido por el mar Rojo, los doce vientos son orientados según los puntos cardinales.

¡Qué distinta era aquella maravillosa esfera que tenía delante!

¿Quién había representado nuestro mundo con tanta belleza y precisión, recuperando así los conocimientos casi perdidos de los antiguos?

Alrededor de la base de la bóveda había un anillo adornado con inscripciones doradas. Surgían de él unas finas varillas metálicas que se curvaban suavemente hasta unirse al gran anillo de cobre en el ápice de la cúpula. Estas varillas estaban entrelazadas de finos cables dorados sobre los que se movían, casi inapreciablemente, pequeños discos planos que representaban a los planetas. Era como si toda la bóveda fuera una gran maquinaria de relojería, elaborando una maravillosa y compleja danza.

Reconocí como arcaicos caracteres jonios los símbolos que se dibujaban sobre el anillo dorado. Casi se habían borrado, pero logré leer:

«En la Nueva Luna de Shebat del año 673, Calínico, hijo de A[indescifrable], erigió esta cúpula y orientó el anillo graduado hacia los lejanos planetas, aquellos a quien mi Señor alimenta [o aquel cuyo pastor es mi Señor]. Él será recordado en presencia del Señor. Y si retuviere el fuego, el anillo será arruinado. Él es el dios que nos conoce».

No estaba muy seguro de esta última frase. También podría traducirse como: «Él es el dios del conocimiento», o «Él es el dios de la ciencia».

¿Pero cuál era el origen de ese tal Calínico y del resto de los hombres que, llegados de Oriente, construyeron aquel fantástico lugar?

Quizás en alguno de los ejemplares de aquella inmensa biblioteca estaba la respuesta de aquel enigma. Pero muchos de aquellos libros habían sido apresados en sus estantes por la vegetación, que había crecido sobre ellos, pudriéndolos y haciendo imposible su lectura. Era como si aquellas raíces se alimentaran, ávidas, del saber encerrado en aquellos tomos; o como si quisieran guardar sus misterios para siempre.

En una ocasión, al intentar extraer un ejemplar de su anaquel, una sección entera de estantes basculó con un sordo chasquido hacia atrás. Extrañado, cargué mi peso contra esos estantes y empujé… ¡Había encontrado una puerta secreta, y tras ella un estrecho pasadizo de piedra! Recogí una linterna, y me introduje en el pasadizo. Los falsos estantes se cerraron tras de mí, pero yo continué mi camino sin inmutarme.

La curiosidad dominaba cualquier temor que pudiera sentir en aquellos momentos.

El pasadizo ascendía por unas escalinatas estrechas y desgastadas que giraban una y otra vez sobre sí mismas como la concha de un caracol. Éstas desembocaron en una amplia plataforma bañada de luz solar. Parpadeé ante aquella inesperada luminosidad y dejé a un lado la linterna; un extraordinario espectáculo se presentaba ante mis ojos medio cegados.

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